Rosalía Martha Pérez / Instituto Alfonso Vélez Pliego, BUAP
Revista BiCentenario # 19
Fotografía de Adalberto Ríos Szalay
Es el mes de septiembre y el Atoyac se derrama sobre los pastizales tlaxcaltecas. Se esparce mansamente, desentumiendo sus aguas con el sol matinal que reverbera suavemente, lejos de los bosques de encinos. Va discurriendo, lamiendo la base de los lomeríos y arrastrando desde las alturas un fértil limo arcilloso. Sonriente, ve internarse en el tembloroso cristal de sus aguas a tlacuaches y conejos cuyos sorbos espantan a las parvadas de aves canoras, que con cualquier pretexto escapan hacia el sur. Su corriente surge de los escurrimientos de la vertiente norte del Iztaccíhuatl, en la Sierra Nevada, a 4,200 metros de altura; viene drenando las tierras tlaxcaltecas y los valles de Puebla, Atlixco y Matamoros hasta reunirse en amoroso abrazo con las poderosas aguas del Nexapa dos mil metros abajo. Después de recibir las aguas alegres del Mixteco, del Acatlán y el Petlalcingo en el extremo suroccidental de Puebla, se une al Tlapaneco y con gran abundamiento entran los dos en tierras guerrerenses, fundiéndose en el hermosísimo Balsas, tan cantado por los felices habitantes de sus márgenes. Sin embargo, ¡quién podría suponerlo!, dentro de algunos lustros se cumplirán doscientos años de un lúgubre y misterioso suceso que quedó registrado en una causa criminal de la alcaldía de Santa María de Nativitas, Tlaxcala. En ella, hombres ligados a la hacienda de San Antonio, mal hilando indagatorias, concluyeron que el río era el responsable de un homicidio.
Debo advertir que entre la gente de los pueblos y las haciendas de Santa Clara Atoyatenco, Santa Elena, Santa Ígueda y Dolores, que eran las más cercanas, lo que se iba sabiendo del caso resultaba ser tan increíble que de a poco en poco se fueron convenciendo de que no podía ser sino una muestra del gran poder del diablo. Sí, el suceso pasó hace mucho tiempo, y sin embargo la poca claridad de los procedimientos que pusieron en práctica los encargados de administrar justicia nos mueve a no creer que el veredicto, por cierto mandado archivar por el juez de primera instancia (a reserva de continuarse si se arguyera malicia en el suceso), hubiera sido justo, y quizá revisando la causa criminal resguardada en los archivos de San Pablo Apetatitlán, Tlaxcala, el Atoyac tendrá que ser absuelto. Sigamos al río hasta el paraje en donde se desarrollaron los hechos.
El río había seguido su curso milenario por la población de Españita, bañando los terrenos que los indígenas llamaron Atzatzacuala o lugar de represas, aquellos en los que el rey poeta Netzahualcóyotl mandó se celebraran las guerras floridas. Descendía por entre bosques de enebros que oscurecían el ambiente en ciertos tramos, deslizándose sobre su lecho milenario, al lado de sabinos de un verde esmeralda cuyos troncos gruesos y rugosos separaban al río de los zacatonales. Era el fin del verano y la corriente empezaba a tomar tonos grisáceos en algunos parajes, rozando a su paso las caudas de heno que se mecían en los árboles. Más allá, infinidad de magueicillos se extendían sobre cerros y lomeríos. Finalizaban los meses de aguas de aquel año de 1830 y el río, como todos podían verificar, había pasado remozando los pastos para regalo de los rebaños de vacunos, coyotes, armadillos y mapaches. Detengámonos en el lindero sur de Tlaxcala, en las proximidades de la hacienda de San Antonio, en donde un muchachito servía como coleador o ayudante del boyero. Observemos de cerca.
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PARA SABER MÁS:
- Visitar las ruinas de Cacaxtla y Xochitácatl, que se hallan en el área de los sucesos de la historia.
- Visitar el santuario de San Miguel del Milagro, municipio de Nativitas, Tlaxcala. La fiesta patronal se inicia a fines de septiembre y se extiende hasta principios de octubre.
- Visitar la ex hacienda de Santa Ígueda, hoy un club privado, con decorados Art Nouveau y bellos emplomados.