La ópera queda relegada con Vasconcelos

La ópera queda relegada con Vasconcelos

Áurea Maya Alcántara
CENIDIM – INBA

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 60

El año 1922 marca un final de ciclo para la ópera como se la conocía entonces en México, dirigida a un público de altos recursos económicos. El secretario de Educación Pública articuló un nuevo proyecto cultural donde no se le consideraba prioritaria.

Propaganda de la temporada de la ópera francesa en el Gan Teatro Nacional, litografía a color, ca. 1880. AGN.

Durante los distintos gobiernos del México independiente, más que cualquier otra manifestación artística, la ópera sirvió como instrumento del afán civilizatorio. ¿Qué cambios se sucedieron durante el México posrevolucionario? El texto trata de explicar a continuación cómo la ópera conservó esa tradición, pero también desempeñó nuevos roles e incluso sufrió desplazamientos. Aun así, se mantuvo como un referente en el imaginario colectivo.

Durante la década de 1830, el gobierno mexicano, a través de una iniciativa del ministro Lucas Alamán, financió una compañía de ópera. Sus ocho temporadas significaron no sólo el intento de demostrar el avance como país independiente sino también la formación del gusto del público por ese arte que estaría presente durante todo el siglo.

Por qué la ópera y no otra manifestación artística?, ¿por qué se asoció con la idea de adelanto? El teatro ya contaba con un coro y una orquesta de músicos nacionales y había artistas que podían pintar telones para la escenografía según cada trama de la ópera, pero algo faltaba. En principio, buenas voces. Contratar una decena de cantantes extranjeros, un director de orquesta y uno o dos instrumentistas para reforzar la orquesta resultó una inversión más accesible que esperar cinco, diez o hasta 20 años para que un cantante, pintor, escultor o arquitecto originario del país destacara por su obra. El proyecto de la ópera fue casi inmediato. Las carencias se resolvieron contratando lo que faltaba. Por ejemplo, en 1836 se contrató al italiano Pedro Gualdi para resolver el tema de la calidad de los telones de la escenografía. La ópera como práctica cultural se volvió similar a los usos europeos. Ellos iban a la ópera y nosotros también. Comenzamos a transitar por idénticos caminos.

A partir de 1840 numerosos cantantes extranjeros llegaron al país y establecieron empresas que pusieron en escena diversos dramas musicales, los cuales se completaron con músicos mexicanos. Podemos contabilizar más de 35 compañías a lo largo del siglo. Durante su primera mitad y antes de la fundación del Conservatorio de la Sociedad Filarmónica Mexicana en 1866, varios de ellos formaron parte tanto de estas compañías pero también de las orquestas de las catedrales. Ambos lugares desempeñaron el papel de formadores de músicos nacionales. Uno de ellos, Cenobio Paniagua compuso la primera ópera mexicana que se vio representada en el Teatro Nacional (Catalina de Guisa, 1859). Estableció su academia e incluso fundó una compañía de ópera integrada por cantantes y músicos nacidos en el país. ¡Qué mejor demostración del avance civilizatorio!

Así, otros compositores y cantantes de ópera mexicanos adquirieron el estatus de casi héroes nacionales. Incluso hoy la figura de Ángela Peralta se encuentra presente como una figura puntera. Los pintores, escultores o arquitectos tuvieron un papel, un tanto menos visible, en la sociedad del momento. Cuando se representaba una ópera de autor mexicano, los periódicos se volcaban en halagos numerosos o críticas feroces. Una parte considerable del arte nacional se dirigió hacia esos esfuerzos.

La llegada del gobierno de Porfirio Díaz continuó el impulso. El Conservatorio fue un semillero de numerosos músicos que trabajaron en la ópera. La sociedad mexicana siguió llenando los teatros. En 1887, Fanny Natali de Testa, bajo el seudónimo de Titania, publicó en El Diario del Hogar sus comentarios sobre una función dedicada a la soprano principal de la compañía actuante. La crónica destaca la elegancia de la concurrencia, lo fino de las telas de los vestidos de las damas, lo delicado de sus perfumes así como la presencia de más de 800 arreglos de flores en el Teatro Nacional que “se había convertido en un bellísimo jardín en honor de la encantadora artista.”

En 1910, como parte de la organización de las Fiestas del Centenario, se programó una temporada lírica e incluso se encargó la composición de una ópera a Julián Carrillo como parte de los festejos. El proyecto no logró concretarse por la falta de recursos económicos. Matilde o México en 1810 tuvieron que esperar hasta 2010 para ver su estreno. Sin embargo, de alguna manera la ópera continuó siendo parte del aparato de civilización y progreso.

Transformación

Este periodo vio surgir discusiones sobre la idea de cómo concebir el arte mexicano. Los artistas señalaban que los tiempos habían cambiado y que existían “nuevas costumbres y necesidades”, sin embargo, el concepto de civilización seguía presente. El arquitecto Carlos Peña señalaba en la revista Arquitectura de 1922: “Si queremos tener arte nacional, no dirijamos miradas retrospectivas al pasado […], porque la mayoría de las presentes generaciones no comprendería aquel arte […], que los siglos han cubierto con el lúcido manto de una civilización más adelantada”.

En efecto, los tiempos eran otros. Según el censo de un siglo antes, 1831, el Distrito Federal tenía 250 000 habitantes y solo dos teatros (el Principal y el Provisional) cuya capacidad aproximada era de 4 200 personas. Ambos podían incluir alrededor del 1.68% del total de la población. Para 1921 el censo levantado arrojó la cantidad de 906 063 habitantes para el Distrito Federal; la urbe había aumentado su número, casi cuatro veces, en 90 años. En términos culturales, ¿cómo involucrar a esa población con la idea del arte nacional? Las élites seguían ahí, pero otros estratos sociales habían aumentado de forma considerable. Acaso, ¿les seguía interesando “ser vistos” desde la idea de la civilización? Sin duda, cambiaron los significados. Incluso, el concepto alrededor de los espectáculos teatrales cambió. La oferta teatral aumentó de forma considerable, pero sobre todo se diversificó.

El periódico El Demócrata muestra una cartelera con el funcionamiento de 13 teatros: el Principal (un teatro en herradura, construido desde tiempos novohispanos), el Arbeu (adaptado de la parte conventual, junto a lo que es hoy, la Biblioteca Lerdo), el Esperanza Iris (también en herradura, conocido hoy como el Teatro de la Ciudad), el Olimpia (desaparecido), el Colón, el Virginia Fábregas, el Hidalgo, el Ideal (después Cine-Teatro), el Teatro Casino, el Eslava, el Lírico, el Teatro de lona “La india bonita” (carpa) y la sala del Conservatorio, cuya sede se encontraba en una de las casas de Guerrero y Torres, en la calle de Moneda.

Charles B. White, Teatro Arbeú, 1907. Archivo General de la Nación, Propiedad Artístico y Literario, 6105.

La mayoría presentaban funciones de teatro dramático (“drama y comedia”, les llamaban), pero también actuaban compañías de opereta y zarzuela, un género que había dejado atrás las connotaciones negativas para convertirse en una de las diversiones preferidas. Para 1922, por ejemplo, hubo tres compañías actuantes, al mismo tiempo: la “Compañía Campillo”, la “Compañía de Zarzuelas y Revistas Mexicanas” y la de Mimí Derba, después célebre actriz del cine de oro mexicano. Estas empresas también competían con el teatro de revista y el couplet, encabezado por figuras como María Conesa (en el Virginia Fábregas) y Lupe Rivas Cacho (en el Esperanza Iris), entre otras.

Además de los teatros, en las carteleras de los diarios de ese año, aparecen pequeños recuadros con títulos como Garibaldi, Rialto, Monte-Carlo, La Paz o Salón Rojo. Alrededor de 20. La mayoría eran salas de cine mudo que también ofrecían bailes como parte de sus funciones (las películas sonoras llegarían hasta 1927). Algunas aparecen como Teatro-Cine, tales los casos del México, el Monte-Carlo, el Mina y el Olimpia. El cine congregó distintos tipos de público a juzgar por varias fotografías de la época que se han conservado. Al mismo tiempo, tres lugares ocupan espacios significativos en las planas de los diarios: la Plaza de Toros El Toreo, el Hipódromo y el Frontón Nacional. Los tres últimos, lugares de reunión de la clase política.

Su papel en 1922

Durante el siglo XIX hemos podido comprobar, que incluso el gobierno financió numerosas temporadas (algunas veces desde las partidas de gastos secretos). Para 1922 se comenzaron a vislumbrar algunos cambios. Los signos de civilización se convirtieron en signos de modernidad. La ópera dejó de ser instrumento civilizatorio para convertirse en un entretenimiento más. El arte intentó mostrar a un México moderno, ya no civilizado, aunque el término siguió estando presente.

Uno de los principales promotores de este cambio fue José Vasconcelos. En mayo de 1922, en el Boletín de la Secretaría de Educación Pública apareció una entrevista con el secretario en la que señaló: “No creo que el teatro ni ninguna otra actividad social se desarrolle mediante estímulos extremos, ni mucho menos gubernativos. […] Para estimular la producción de obras de arte mexicanas es necesario sacar al pueblo de las tabernas y de los toros. Mientras haya pulque y toros no habrá teatro mexicano, ni arte mexicano, ni civilización mexicana”.

a ópera se inscribió bajo la connotación de “diversión”. El proyecto cultural de nación que buscó la clase política debía romper con el pasado. ¿Cuál fue el argumento de Vasconcelos para no continuar con el apoyo a la ópera? Él mismo lo señala en El desastre: “Una de las exigencias de nuestro programa era poner en contacto, cada vez que fuese posible, al gran público con el gran artista, no con las medianías. Y lo que antes sólo escuchaban las clases relativamente adineradas que se pueden pagar un billete de ópera, se puso al servicio de las multitudes”.

Y remataba: “En resumen, pensábamos, la ópera es un espectáculo que en el día sólo puede darse cabal en Nueva York y en Buenos Aires.” Recordemos que en la ciudad de México ni siquiera había un buen teatro para ello. El Teatro Nacional había sido demolido desde 1901 y el hoy llamado Palacio de Bellas Artes se inauguraría doce años después, en 1934.

¿El gobierno dejó de apoyar a la ópera, como lo había hecho durante todo el siglo anterior? No, pero ahora lo canalizó a través de la educación. En el Boletín de la Secretaría de Hacienda, de 1922, se otorgó una partida de 20 000 pesos para la Escuela Nacional de Música de la Universidad “para fomento de la ópera nacional, concursos, subvenciones a cantantes, representaciones líricas y conjuntos vocales”. Vasconcelos había sido rector de la Universidad y desde la SEP seguía apoyándola. El Conservatorio, por su parte, en manos del director Julián Carrillo, impulsaba la música de concierto.

Los signos de modernidad encontraron nuevos horizontes. Primero, a través de la arquitectura, pero no como parte de un sello cultural auspiciado por el gobierno, sino a través de la iniciativa privada a partir de la urbanización de nuevas zonas de la ciudad. Los anuncios en El Demócrata muestran dos caminos: oferta de terrenos en el lujoso fraccionamiento “Lomas de Chapultepec” o el ofrecimiento de “casas baratas” dirigidas a “matrimonio modesto con dos hijos”, pero que contemplaban un cuarto para el servicio doméstico. Segundo, a través de la venta de inventos novedosos, también ofrecidos a través de avisos en el periódico, como la “Grafonola Columbia” que bajo el lema “Haga usted feliz a su hogar durante todo el año”, ofrecía la opción de que “su familia y usted tendrán siempre a su disposición y podrán gozar de toda clase de música cuando lo deseen”.

¿En qué momento, la ópera fue desplazada? La respuesta la obtenemos a través de la clase política del país (de nuevo, como en el XIX, a partir de la intervención del gobierno). Todavía en 1920 hubo funciones de cuatro compañías en distintos momentos del año. Incluso sabemos que para septiembre, el gobierno de Adolfo de la Huerta “patrocinó” una compañía con cantantes traídos de Nueva York y que actuó en el Teatro Esperanza Iris.

Luis de Pablo Hammeken señala que la temporada de 1921 “organizada como parte de los festejos del centenario de la consumación de la Independencia de México, […puso] en evidencia la crisis que este espectáculo, como dispositivo para dar legitimidad al Estado, atravesó […] específicamente durante el gobierno de Álvaro Obregón.”

Al año siguiente la temporada de ópera inició en noviembre. Sin embargo, a lo largo del año se escucharon algunas arias en conciertos misceláneos, es decir, conciertos con números de varios compositores, distintos géneros y estilos musicales. Por ejemplo, en enero, la soprano María Luisa Escobar cantó algunas arias con piano en el Cine Parisiana de la colonia Juárez antes de emprender una gira por Estados Unidos, y en mayo la mezzosoprano Lucía Fernández Flores, a su regreso de Italia, cantó diversas arias en la función dominical al aire libre en el Castillo de Chapultepec, así como las estrofas del Himno Nacional. Hoy sería extraño ir a un concierto y escuchar el Himno como una de las obras del recital, salvo que corresponda a un evento cívico.

Fanny Anitúa, una de las cantantes mexicanas más importantes de este periodo, fue apoyada con la mencionada partida presupuestal de la universidad y ofreció, entre enero y marzo, una gira con su compañía por distintos estados del país. Las tres últimas funciones fueron en la capital, en el Iris, con El barbero de Sevilla, Madama Butterfly y El Trovador, tres óperas que hoy son parte del canon de ese repertorio.

Propaganda de la temporada de la ópera francesa en el Gan Teatro Nacional, litografía a color, ca. 1880. AGN.

El 8 de octubre, desde el Teatro Ideal se transmitió por la radio, el concierto de ese día, con arias para tenor con el después célebre actor del cine de oro, José Mojica, quien ese momento era parte de una compañía en Chicago. La transmisión se repitió diez días después con otros cantantes, pero también con arias de ópera.

En el mismo octubre, el periódico El Universal anunció el primer premio de un concurso de ópera mexicana que había convocado meses atrás. El ganador fue José F. Vásquez con Citlali, una obra cuya trama se desarrolla durante la conquista española, en los alrededores del lago de Chalco. Una historia relacionada con un tema nacional, con tendencia hacia la tradición indígena. Cabe señalar que este caso corresponde a una corriente en los compositores mexicanos desde 1915. Ahora la iniciativa privada fomentaba la composición de un arte nacional que se resistía a ser desplazado. Curioso caso. La ópera se puso en escena en diciembre de ese mismo año, con parte del cuadro de cantantes que anunció su llegada, el 24 de noviembre, al Teatro Esperanza Iris (el mejor teatro para representar ópera, en ese momento), bajo el nombre de “Temporada de Ópera Fleta”.

Fleta era un tenor español que, precedido de gran fama, había actuado en distintos teatros del mundo como Nueva York y Buenos Aires, aquellos lugares que Vasconcelos exaltaba. Cantó sólo seis funciones. Abrió con Carmen y continuó con Il tabarro, Tosca, Aída, Rigoletto y La Dolores, zarzuela de Bretón que levantó polémica por presentarse como ópera.

Las pocas crónicas que se publicaron aclamaron la actuación de Fleta, pero llaman la atención el sentido crítico de algunas de ellas. Primero, antes de su llegada, en “Sólo para vosotras” de la cronista Mimi Galland, publicada en El Mundo, compara las tramas “inverosímiles” del cine así como de los “dramas musicales”: “¿Cómo se concibe una cosa seria, […] cuando en la Boheme, en lugar de correr Rodolfo en busca de un médico, se entrega al llanto con fiattos y fiorituras?”

En otra crónica, de fines de la temporada publicada también en El Mundo, el cronista Gastón Roger escribió: “Las partituras han sido de nuevo enrolladas y los trajes de etiqueta han regresado a los roperos. […] Y valgan verdades, la temporada de ópera se ha reducido a Fleta. […] Y surge en este punto una interrogación interesante: ¿no vale más que una estrella, un genuino y completo conjunto lírico?”.

Y por último, los cuestionamientos sobre el “alto” precio de las entradas. Los periódicos anunciaron no sólo la cartelera sino el costo de los boletos. Con Fleta, boleto de luneta de patio, 50 pesos y en Galería, 20 pesos; para Citlali, sin Fleta, luneta de patio, cuatro pesos y galería un peso. Es decir, 46 pesos de diferencia entre escuchar al español Fleta y al compositor mexicano Vásquez. Una desigualdad considerable. Pero además, comprar un boleto en 50 pesos significa mucho para el momento. Con 55 pesos se podía comprar un traje sobre medida de fino casimir, pero si comparamos con el precio de la entrada al cine, el contraste es abismal. Para el Cine Odeón la luneta costaba 50 centavos.

Otros ejemplos anunciados en la prensa nos ayudan a dimensionar el precio de la entrada a la ópera: Un “ajuar barato […] estilo inglés de cedro”, 115 pesos”; un “catre de hierro y tambor”, 18 pesos. Incluso los pianos se habían vuelto un artículo de lujo. Un anuncio publicado, también en el periódico ofrecía “Pianos alemanes. Nuevos, garantizados”, en 650 pesos. Sin embargo, hubo una diferencia. Fleta se presentó en la Plaza de Toros El Toreo, cuya entrada general, en sombra, costó tres pesos, la “luneta de redondel” seis y la entrada en sol, 1.50 pesos.

En ninguna de las crónicas localizadas, salvo el comentario de vestir de etiqueta en el teatro, se señala qué tanto público hubo en los recintos del Iris y El Toreo. Pero, sin duda, fueron muy pocas funciones las que tuvo la compañía.

1922 fue un año decisivo para la interrupción del apoyo del gobierno a la ópera en el México posrevolucionario. La cultura, desde la guía de Vasconcelos y bajo el periodo de Obregón, no dispuso fondos para su continuación como en años anteriores, salvo el apoyo a la Escuela de Música a través de la universidad. El secretario de Educación articuló su proyecto cultural de nación a través de privilegiar otras artes, de forma fundamental la pintura a través del muralismo que como eje, no del afán civilizatorio, sino como demostración de un México moderno dirigió la mirada hacia otros estratos sociales que, antes, no habían sido tomados en cuenta. La ópera pasó a ser un entretenimiento más, pero de gran lujo. Sin duda, se amplió la mirada hacia otros horizontes.

PARA SABER MÁS

  • Carrillo, Julián, Matilde o México en 1910. Coro y Orquesta Sinfónica de San Luis Potosí. José Miramontes Zapata, director, en <https://cutt.ly/z8Abt4L>
  • Hammeken, Luis de Pablo, “Ópera y revolución. La Compañía de Ópera del Centenario y la temporada de 1921”, Oficio. Revista de Historia e Interdisciplina, (2020), pp. 77-92, en <https://cutt.ly/j8AvMuZ>
  • Vasconcelos, José, Memorias. El Desastre. (1982) México, Fondo de Cultura Mexicana, vol. 2. “Fanny Anitúa en el Centenario de su Nacimiento (1887-1987)”. Documental producido y dirigido por Manuel Yrízar (grabación recuperada transmitida en Canal Once), en <https://cutt.ly/h8Av8y4>

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