Roberto Fernández Castro
Facultad de Filosofía y Letras-UNAM
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 54.
Si se quiere tener un retrato pictórico de lo que fue el centro de la ciudad de México a inicios del siglo XVIII, con sus comerciantes y viandantes, la diversidad de los productos locales e importados y una arquitectura única, no hay como detenerse a observarlos a detalle en las pinturas de Manuel Arellano Traslado de la imagen y estreno del santuario de Guadalupe y Celebridad de nochebuena en México. Año de 1720.
A principios del siglo XVIII, la Plaza Mayor de la ciudad de México era elogiada como una de las más famosas del mundo por su opulencia. Se la comparaba y se la hacía competir con algunas de las edificadas en la antigüedad y con las más célebres de Europa. La razón principal era que aquí podían verse tanto los frutos de la tierra americana como los de Europa y Asia. Y si había algo que por entonces llamaba poderosamente la atención de los viajeros era el bullicio de la gente que se reunía en ella para intercambiar productos de los más variados géneros.
Ya en su Segunda carta de relación, fechada en octubre de 1520, Hernán Cortés había descrito con interés las muchas plazas que tenía la ciudad, donde había continuo mercado y tratos para comprar y vender. Decía que en los mercados se vendía cuanta cosa se podía hallar en toda la tierra, que eran tantas y de tantas calidades, que por la prolijidad y por no tener en la memoria a todas, y aun por no saber sus nombres, no podía expresarlas. Tampoco dejó de mencionar el orden de los pobladores que a cada calle asignaban un tipo de mercancía para su venta.
Dos siglos después, a pesar de la violenta destrucción que significó la conquista, Juan de Viera también destacó los tres espacios diferenciados que se apreciaban en el mercado de la Plaza Mayor. El primero estaba dedicado a la venta de los bastimentos de primera necesidad, vendidos sobre todo por los indígenas; el segundo se destinaba a los lujos de importación, concentrados en el Alcaicería o Parián; y el último, conocido como el Baratillo, exhibía los artículos no comestibles destinados a los pobres.
Cada tendejón del primer apartado estaba construido con carrizos, techado con paja y parasoles de petate, pero se distribuían en corredores con trazado reticular en donde se podían encontrar frutas y verduras de Xochimilco, maíz de Toluca y Chalco, dulces de Cuernavaca y las Amilpas, o el muy apreciado pulque de Apam, el cual, según Fray Toribio de Benavente, cuando era bebido con templanza, resultaba saludable y de mucha fuerza.
El segundo espacio en la Plaza, llamado de la Alcaicería o Parián, era una enorme construcción de madera, ubicada en la zona poniente. Había tomado su nombre del mercado de Manila, pues la mayoría de los artículos de lujo eran los que procedían de Filipinas y eran llevados por los comerciantes del “gremio de chinos”. Este, según Viera, era un verdadero “teatro de maravillas” donde se podían encontrar libros, telas y ropa fina, biombos, camas, espejos, joyería, abanicos, cristales y cerámica.
En el Baratillo, por último, había un sitio para los dulces, pero también herramientas, ropa vieja, sombreros y botas. Aunque, como contaron algunos otros observadores de la época, el Baratillo también fue considerado un lugar para el comercio y el intercambio de objetos robados, donde malvivientes y ladrones encontraban refugio para su actividad ilegal y su desafío hacia la autoridad y el orden.
De acuerdo con Fray Antonio de la Anunciación, quien describió la apariencia de la Plaza hacia 1729 en su libro El Carmelo regocijado, entre las nueve y las once de la mañana, en la amplitud y el espacioso sitio abierto de la plaza concurrían los más variados pobladores de Nueva España. Su testimonio es sólo uno de los numerosos ejemplos que muestran la Plaza como el complejo espacio social y cultural de una nación multiétnica, cuyos pobladores comienzan a hacerse visibles en la pluma de los escritores y en el pincel de los artistas por su fisonomía, por sus vestidos y por sus actividades cotidianas. A veces esto se explica por lo extrañas que resultaban a los ojos de los viajeros las costumbres y las características físicas de la gente, pero también porque la ciudad y la plaza, además de ser la urbe de los edificios y el territorio físico, representaba la civitas christiana o el espíritu comunitario del espacio que los criollos buscaban enaltecer; la imagen de las virtudes nacionales defendidas por ellos, como españoles americanos que eran.
Tal vez esta fue la intención de Cristóbal de Villalpando cuando, hacia 1695, pintó su Vista de la Plaza Mayor por encargo del virrey Conde de Galve, quien, por conservar un recuerdo de su obra en el virreinato mexicano, dio énfasis a los proyectos que su administración promovió. Por eso, Villalpando pintó el mercado del Parián como se contemplaría si estuviera terminado, lo que no pasó sino hasta 1703. Sin embargo, la Plaza apareció en su obra puntualmente descrita, con toda su riqueza humana, incluyendo el bullicio.
Vistas monumentales
Quien sí pudo contemplar la Plaza Mayor, ya reconstruida después del motín que destruyó casi por completo el palacio virreinal en 1692 y con el Parián terminado, fue Manuel de Arellano, probablemente discípulo de Villalpando y miembro de una familia de pintores que estuvo activa en Nueva España entre 1690 y 1730. A pesar de que todavía existen algunas dudas acerca de su identidad y de la posibilidad de atribuirle otras obras, de él se conocen con seguridad dos vistas urbanas monumentales: Traslado de la imagen y estreno del santuario de Guadalupe (1709) y Celebridad de nochebuena en México. Año de 1720 (1721). En ambos casos, sin perder detalle alguno, Arellano desplegó una narrativa peculiar y muy poco convencional, así como una mirada aguda, capaz de traducir en imágenes las más variadas escenas cotidianas. Es posible imaginar a Arellano sobre la azotea de los edificios, tomando los apuntes que luego reuniría, a fin de conservar la espontaneidad de las pinceladas en el resultado de sus dos grandes vistas urbanas: Traslado de la imagen, de 176 x 270 cm, y Celebridad de nochebuena, de 252 x 282 cm.
Celebridad de nochebuena en México o Vista de la Plaza Mayor de México en Nochebuena, como también se conoce al lienzo de Arellano de 1721, es una vista nocturna en la que el elemento más destacado es precisamente el mercado. En él, tanto los diversos cuadrantes de la Plaza, como los cajones del Parián y cada uno de los puestos aparecen iluminados por las fogatas, las velas, los cirios y los farolillos que lleva la gente reunida, o aquellos que cuelgan y adornan los pasillos que sirven para circular entre las tiendas. Una decoración como esta sólo se hacía de manera especial para la celebración de la fiesta, porque también entonces como hoy, la Plaza fue, además de lugar para la civilidad, espacio para la festividad y para la protesta.
Habiendo conservado su cartela descriptiva, como se hacía en la mayoría de los mapas y muchas pinturas de tema histórico de la época, es posible identificar los principales edificios, sitios y sucesos de interés en aquella Nochebuena de 1720. Para mejor orientación, Arellano agregó las inscripciones con el punto cardinal que correspondía a cada lado del cuadro. Al tratarse de una vista de sur a norte, la Catedral aparece vista de frente y al fondo, en la parte superior dice septentrio, en la inferior meridio, en el lado derecho oriens y, aunque es un fragmento que parece faltar actualmente en la tela, es de suponer que en su lado derecho debió tener la inscripción correspondiente al occidente.
A pesar de que en una explicación social de la fiesta puede decirse que la mayoría servía para sobrellevar las tensiones de la vida cotidiana, y que al mismo tiempo era una forma de contravenir el orden moral a través de la embriaguez y los excesos, esto sólo permite entender, en parte, porqué la Iglesia y el Estado eran los principales interesados en promover celebraciones públicas que sirvieran para mantener las jerarquías, la desigualdad social y la unidad impuesta a la comunidad cristiana. Si la fiesta fue objeto de interés para propios y extraños, quienes dejaron noticia de su riqueza y complejidad, se debió sobre todo a la posibilidad de ser parte de algo que, de convencional, se transforma en extraordinario.
En la escena que pinta Arellano, la arquitectura de la Plaza, con sus edificios y sus numerosos personajes, transmite un mensaje y recurre a una retórica que principia con el paisaje urbano, en el cual la figura humana no es ya lo primordial, es pequeña y abocetada; su presencia y su actuar son más bien poéticos, porque su belleza se encuentra en la reproducción sincera y natural de lo que ocurre en esa noche. Así, la profundidad espacial y la perspectiva componen uno de los elementos más notables del cuadro. El artista no sólo optó por un punto de vista muy elevado, sino que además su mirada ofrece una de las soluciones más típicamente barrocas que se pueden reconocer en el cuadro, la de la doble mirada: una frontal para captar la portada de la Catedral en toda su monumentalidad, y al mismo tiempo, una vista “a vuelo de pájaro” que le permite ver las azoteas, los techos del mercado y lo que sucede entre sus pasillos.
Sin embargo, antes que, por su contenido, lo que hace del cuadro de Arellano una obra de verdad extraordinaria, es que se trata de una vista nocturna de la Plaza. Desde el siglo XVII, algunos maestros comenzaron a replantear el aspecto puramente formal de la luz, a través de programas teóricos y espirituales genuinamente innovadores. Si algunos de los primeros nocturnos renacentistas habían introducido el gusto por la alternancia rítmica de ciertos juegos cromáticos entre zonas iluminadas y oscuras, el cuadro de Arellano toma parte, en cambio, del virtuosismo que, en los siglos XVII y XVIII, implicó la observación de los efectos que causaba el registro de la luz artificial como un valor simbólico y evocador, algo que además servía para evidenciar todos los detalles de la escena narrada que se querían destacar. Dicho de otro modo, el pintor deja ver, con una mirada espiritual, lo que desde una perspectiva exclusivamente natural sería imposible de apreciar.
Entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, uno de los elementos más escenográficos de la arquitectura urbana es la plaza. Dentro de la ciudad, los espacios vacíos, rodeados de edificios monumentales presididos por la fachada de las iglesias o por suntuosos palacios, pasaron de ser espacios urbanísticos de especial decoro a ocupar el sitio más representativo en la proclamación de la religiosidad y la orientación política de los españoles americanos, quienes les fueron dando la forma que hoy siguen conservando como centro de poder. En la plaza se celebraba el poder, pero como un espectáculo cuya ficción no duraba más allá de su representación. Como registró Juan de Viera, entre las ocasiones especiales que animaban la vida y las ventas de la Plaza, había dos festejos anuales de indiscutible significado en la ciudad de México: el Día de Muertos y la Noche Buena.
En medio de la meditación acerca de la vida y la muerte, lo más importante no era la celebración religiosa, como podría pensarse, sino la venta generalizada de un tipo especial de mercancías que no se veían en el resto del año: los dulces. Según Viera, la fiesta era un pretexto para elaborar, con pasta de almendra, de pepita de calabaza o caramelo, todo género de figuras y confites. El dominico Thomas Gage, en su relato de El inglés americano, le dedicó todo un capítulo a los varios géneros de atoles y otras bebidas que ahí se vendían, pero para Fray Antonio de la Anunciación, cuando más resplandecían la grandeza, riqueza y opulencia de la plaza mexicana, era en las Pascuas de Navidad:
Porque, desde el día de la Concepción de Nuestra Señora, es tan sinnúmero el número y género de especies de cosas comestibles, dulces, frutas de España y América, que en multitud casi infinita de tiendas y puestos, vistosa y curiosamente compuestos, concurren y ofrecen a la vista y están convidando al gusto, la variedad de pescados, jamones y otras cosas de este género, que una de las mayores diversiones de las señoras y señores de México, en estos días y sus noches, es pasear en sus coches y forlones esta plaza, por las calles que forman estos puestos y tiendas, iluminadas con la multitud curiosa de varias y hermosas hechuras de luces y faroles, y recrear la vista y el gusto con tanto bueno y exquisito como del reino y de la Europa se les hace tangible y manifiesto. También aumenta mucho la hermosura de esta Real Plaza, una bellísima pila y fuente copiosa de agua que, con variedad de tazas y surtideros, refrigera a los sedientos y deleita la vista de los que la ponen en ella.
Fray Antonio de la Anunciación escribió su crónica nueve años después de que Arellano pintara su cuadro, pero en efecto, el centro de toda la escena, la más iluminada de toda la obra, la ocupan los puestos de la Plaza. El alumbrado de cada puesto forma un conjunto de faroles, estrellas, esferas, cruces e imágenes devocionales, entre otros adornos que no esconden su variedad de colores. Tal y como anuncia la cartela, los puestos de frutas secas y de temporada son los que más se destacan, junto a los numerosos puestos de pescado. El humo y los vapores que despiden algunos locales dan cuenta de los alimentos que se vendían calientes o cocidos al momento. No pocos transeúntes van comiendo y bebiendo. Mujeres, hombres y niños lucen elegantes peinados, vestidos y capas, aunque son de todos los estratos y colores. Tampoco faltan caballos y perros que recorren la Plaza, pero casi nadie parece percatarse de que el pintor nos permite observarlos.
Además de los numerosos grupos que se reúnen al calor de las fogatas encendidas a las afueras del mercado, el puente del palacio, en el ángulo inferior derecho, aparece sumamente transitado. Por la izquierda, hacia el poniente, el puente de los Flamencos y el puente de las flores lo son un poco menos, pero el bullicio se compensa con varias canoas que flotan sobre la acequia, alumbradas por faroles de quienes ofrecen productos a la venta o que se han reunido precisamente ahí para comer, beber y jugar.
En la mitad inferior izquierda del cuadro, aparece el segundo edificio que más se destaca: El Parián. La perspectiva del pintor nos permite ver los arcos de su fachada sur, la azotea y la celebración que tiene lugar al interior, con grupos que también pasean entre los pasillos o mantienen la fiesta junto a sus propias fogatas. Por detrás, hacia el norte, se abre un espacio amplio, menos transitado, pero de una convivencia muy distinta, es la que Arellano llama plazuela de la Catedral, en cuyo centro se encuentra la cruz que aparece en la cartela con el número nueve. A pesar de ser la sección más oscura, poco iluminada y, en apariencia, de menor importancia, Arellano pintó con todo detalle y belleza las tres portadas de la Catedral barroca de la ciudad de México, con su única torre todavía sin terminar y la pequeña plazuelita del oriente, donde más tarde se edificaría el Sagrario.
En la portada de la Catedral, no sólo se perciben los relieves y las columnas que la adornaban mirando hacia la Plaza, también sus puertas abiertas que dejan ver un interior iluminado al que se encamina cierto número de feligreses, unos recibidos por el sacerdote en la puerta más occidental y otros que ingresan portando las farolas que los iluminan. Es de notar que, por encima de la Catedral, el artista no ha dejado de pintar un cielo azul brillante, oscurecido sólo por algunas nubes que lo atraviesan, pero contrastante con el rojo intenso de la larga azotea que se extiende desde la esquina sur del palacio real, hasta la azotea del palacio episcopal, en el ángulo superior derecho.
El último elemento que destaca el cuadro es un suceso que parece más anecdótico o teatral, aunque no lo bastante inquietante como para romper con el resto de las escenas. Arellano lo registró en la cartela con el número 27 como “Pendencia que apacigua la guardia de Palacio”. El asunto es tan poco preocupante, que su notación aparece entre la “Calle del Relox”, número 26, y los “Puestos de buñuelos” del número 28. Mucha gente corre en distintas direcciones, desde la calle oriental que desemboca junto a la Catedral hasta la fuente de la Plaza, frente a la puerta del palacio. Tal parece que la pendencia y las riñas que no dejan de parecer aisladas en otros sitios del cuadro, también eran frecuentes en medio de la fiesta.
Así, el cuadro de Arellano resulta ser una obra de excepcional belleza por la calidad técnica de sus detalles y por su audacia de pintar la Plaza Mayor de noche, iluminada por la propia población y el mercado, empleando en ello recursos pictóricos muy poco comunes para su época. Pero, además, el pintor nos puso delante una imagen de la compleja sociedad del momento, entretejiendo un sinnúmero de narraciones simultáneas mediante detalles de aparente marginalidad. Junto a su valor estético, Celebridad de nochebuena es también un documento histórico.
PARA SABER MÁS
- Antuñano Maurer, Alejandro (ed.), Plazas mayores de México. Arte y luz, prólogo de Guillermo Tovar de Teresa, fotografía José Ignacio González Manterola, México, Grupo Financiero BBVA Bancomer, 2002.
- El Zócalo, 500 años narrados desde el Palacio de Moctezuma, México, Nacional Monte de Piedad, 2018.
- Gonzalbo Aizpuru, Pilar (coord.), Historia de la vida cotidiana en México. III. Siglo XVIII. Entre tradición y cambio, México, COLMEX/FCE, 2014.