Y cuando despertó el feminicidio estaba allí…

Y cuando despertó el feminicidio estaba allí…

Diana Guillén
Instituto Mora

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 54.

Los crímenes en contra de mujeres persisten y aumentan, a pesar de los discursos -por parte de las autoridades de distintos signos políticos de combatirlos. Cruces rosas, Zapatos rojos y Tendederos retratan tres estrategias colectivas para que el olvido no se imponga, visibilizar el presente y exigir un futuro libre de violencia.

El siglo XXI se inauguró en México con vientos esperanzadores. Aun a sabiendas de que los tintes autoritarios del régimen que se pretendía dejar atrás no desaparecerían de la noche a la mañana, se abría un horizonte promisorio para avanzar en esa dirección. A dos décadas de distancia el optimismo ha decaído. Dependiendo de filias y fobias políticas se acentúan con mayor fuerza yerros o aciertos de los gobiernos encabezados por el Partido Acción Nacional (PAN) entre 2000 y 2012; por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de 2012 a 2018; o por el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) a partir de 2018.

Me atrevo, sin embargo, a pensar que, desde posturas y percepciones divergentes, y algunas veces incluso antagónicas, los sentires resultantes están hilvanados por una madeja común: la cantidad importante de deudas que siguen a la espera de ser cubiertas. Entre todas ellas propongo detener la mirada en una asignatura pendiente que día a día tiende a visibilizarse con mayor fuerza: la garantía de que nuestras vidas no se verán intempestivamente truncadas por ser mujeres.

Lo elemental de la demanda hace todavía más penosa la necesidad de plantearla. En medio de mutaciones sociales que han abierto espacios públicos y privados a la participación femenina, una empezaría por preguntarse cómo es posible que ese tipo de manifestación de violencia extrema persista. Surgen también dudas sobre por qué se toleran los niveles de impunidad que contribuyen a reproducirla y queda en el aire la interrogante de hasta cuándo terminará una pesadilla con costos individuales, familiares y sociales tan altos.

Las respuestas a estas y a otras inquietudes que se agolpan conforme las cifras de feminicidios se incrementan no son halagüeñas. Cuando los casos adquieren notoriedad y nos topamos con rostros y circunstancias que retan el anonimato, perpetradores y víctimas dejan de ser referentes estadísticos y la cercanía del horror se potencia. La mayoría de las veces no conocemos ni a unos ni otras, pero los primeros suelen provocarnos indignación y las segundas tristeza e impotencia.

Tipificar como delito la violencia hacia las mujeres llevada a su máxima expresión fue una conquista importante. Además de abrir la puerta para perseguir y castigar a los culpables de cometerlo, ayuda a llevar un registro de los casos que en términos judiciales son ubicados en ese rubro. De acuerdo con la información que ofrece el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), durante el último quinquenio han crecido los presuntos feminicidios que se registraron en México: de 411 en 2015 a 943 para 2019. A pesar de la emergencia sanitaria y el obligado confinamiento que la ha acompañado, para 2020 se consignaron 942.

Habría también que considerar en cuántas de las muertas a raíz de un homicidio doloso pesó su condición de género, aunque no se las clasificara en función de ello. Para este mismo periodo la tendencia que reporta el SESNSP bajo esa modalidad salta de 1 735 en 2015 a 2 794 en 2020. Lo mismo aplicaría para las presuntas víctimas de homicidio culposo: 3 391 en 2015 y 3 136 en 2020 (véase la progresión por año en el cuadro que acompaña a este escrito).

Quienes han trabajado el tema insisten en el enorme reto que conlleva sumar o restar a nivel macro conductas en las que intervienen resortes socioculturales que muchas veces únicamente pueden identificarse caso por caso. Las cifras anteriores reflejan sólo de manera parcial una dolorosa realidad que, conviene señalarlo, se materializa con distintos niveles de intensidad dependiendo del punto concreto del país del que se trate. Recurro a ellas porque con todo y sus limitaciones contribuyen a darnos una idea de lo que en el México de hoy está sucediendo sobre este tema. Decía antes y lo reitero: el que existan es una conquista cuyos alcances se deberán ensanchar, por lo pronto ayudan a reconocer los alcances del peligro que de manera permanente acecha a un sector específico de la población.

El término con el que se destaca el sello de género tras los asesinatos de tantas mujeres se construyó hace menos de media centuria. Antes, la violencia sin apellidos le servía de camuflaje. Algunos testimonios del siglo XIX aluden a él, pero fue hasta 1976 cuando la antropóloga Diana H. Russell lo utilizó por primera vez en el Tribunal Internacional de Crímenes contra Mujeres. Ella habló de femicides y autorizó a Marcela Lagarde para que en lugar de traducirlo como femicidio (homicidio femenino) acuñara el concepto en español de feminicidio. Lagarde “quería que fuera un concepto claro, distinto, para que entonces viniera junto con todo el contenido del concepto”, la intención era rescatar la complejidad tras el contenido particular que había señalado Russell para los crímenes motivados por odio, desprecio, placer o un sentido de propiedad sobre las mujeres.
Además de su larga trayectoria académica y su activa participación en las luchas feministas, entre 2003 y 2006 Marcela Lagarde ocupó un escaño en el Congreso de la Unión y desde la Cámara de Diputados impulsó entre otras cosas la Ley General de Acceso de las Mujeres a Una Vida libre de Violencia que se promulgó en 2007 y sigue vigente. A partir de entonces el feminicidio se reconoce como tal dentro de la jerga jurídica y hoy en día sus sentidos son de dominio público.

No siempre fue así, desde el presente cuesta trabajo imaginar que la condición de género pudiera ignorarse cuando las muertas de Juárez se empezaron a multiplicar. Sin embargo, para reconocer esa esencia hubo que erigir andamiajes en distintos frentes, incluido el conceptual. En las últimas décadas se ha alzado la voz para aclarar que la situación de vulnerabilidad en la que se nos ha colocado es fruto de estructuras y relaciones sociales poco equitativas, más que una marca de nacimiento. De manera paralela se ha exigido que en el diseño de las políticas públicas se adopten medidas que contrarresten las desventajas asociadas con esa inequidad y que en lo que se refiere a las conductas física y psicológicamente violentas que propician, se amplíen los márgenes de protección particular para las mujeres.

Batallas importantes se han dado y ganado; quedan otras por venir. Si en la primera década del siglo XXI tipificar los feminicidios como delitos de lesa humanidad y generar alertas de violencia de género para atender regiones y contextos específicos permitió avanzar en la real ubicación del problema, su utilidad para combatirlo ha resultado, cuando menos, insuficiente. A ello han contribuido la complicidad y/o pasividad de las instituciones responsables de garantizar nuestra integridad y el enorme desafío de transformar la cultura machista que amplios sectores de la sociedad mexicana siguen reproduciendo.

Los marcos legales, por bien diseñados que estén, se quedan en el limbo si no se acompañan de medidas que sancionan el deber ser comunitario. Tanto las estadísticas como los botones de muestra que un día sí y otro también encontramos en periódicos, noticieros y redes sociales permiten constatarlo. La incapacidad gubernamental y preocupantes atavismos sociales han sumado negativos a la hasta ahora infructuosa lucha por erradicar los diversos formatos que asumen las violencias de género.

Ninguna de ellas debería tolerarse, todas destruyen. Los feminicidios constituyen el acto más ominoso, si es que caben las gradaciones, de un abanico que va desde las frases y chistes sexistas hasta los golpes y maltratos físicos. Cada manifestación de este tipo forma parte de una cadena cuyo último eslabón propicia el fin de la vida. Romper las dinámicas que en tal contexto se originan e impedir que los resortes que las mueven continúen acumulando fuerza es una meta que deberíamos plantearnos todas y todos. No alcanzan la voluntad política de cambio, que tampoco está necesariamente dada de origen, ni la necesidad social del mismo, deben embonarse ambas para que gobierno y sociedad, codo con codo, puedan cortar de raíz las condiciones que alimentan y/o promueven el maltrato femenino tanto a nivel psicológico como físico.

Las inercias que se deben contrarrestar son producto del largo plazo, imprimirles un nuevo rumbo obliga a modificar condicionantes materiales y referentes culturales. El punto de partida es reconocer la necesidad de hacerlo, labor en la que, insistiría, se han dado pasos importantes. Quienes tenemos edad para ello recordamos lo que costó prender focos rojos cuando asolaron a Ciudad Juárez esas inercias cargadas de agresión que, de manera diferenciada dependiendo de la cuna a la que se llegue, pesan sobre quien nace mujer. Hoy las señales de alarma ya están encendidas y ha aumentado la toma de conciencia social sobre el tema, por lo que cada vez hay más convencidas y convencidos de lo impostergable que es contribuir a su solución.

Cruces rosas, Zapatos rojos y Tendederos

Alimentar la memoria colectiva con retazos del camino hasta ahora andado impide que el tiempo desdibuje los horizontes a alcanzar. Las estrategias para que el olvido no se imponga son muchas, algunas podrán compartirse y otras nos parecerán ajenas, en todo caso su común denominador es mantener presente el tema y exigir un futuro distinto. Cruces rosas, Zapatos rojos y Tendederos como símbolos que hacen presentes lugares y momentos sin importar la distancia que en espacio y tiempo nos separe de ellos, son tres ejemplos de objetos con los que se recrean situaciones particulares y, en el camino, generan sentidos que van más allá de las mismas.

Las Cruces rosas tienen su origen en Ciudad Juárez. Su uso para rememorar a las mujeres violentadas se ha extendido por los distintos puntos del país y en las marchas y acciones de protesta sobre el tema suelen recuperarse. Al inicio aparecieron cruces negras sobre fondo rosa pegadas en postes de luz, y que hacían las veces de alerta al ubicarse en trayectos peligrosos. Cuando la búsqueda de desaparecidas parecía más una necesidad privada que una obligación pública, las familias afectadas se solidarizaron formando colectivos e ingeniándoselas como pudieran para enfrentar el problema. Eso hicieron la madre y la hermana de María del Sagrario, joven de 17 años vista por la última vez en abril de 1998 al salir de casa rumbo a su empleo en una maquiladora:

Cuando pasó lo de mi hija nos unimos seis familias y formamos el grupo Voces Sin Eco, apoyando a las familias cuyas hijas desaparecían, y las acompañábamos para ayudarles y decirles dónde tenían que ir y poner las denuncias. Era la manera de apoyar a las familias porque no contábamos con recursos. Después de tres años decidimos apoyar, pero ya no de forma organizada. Fue entonces cuando mi hija pensó en un símbolo como prevención, que fueron las cruces negras sobre fondo rosa en memoria de ellas y colocamos una cruz de cuatro metros en la entrada de Juárez. Me preguntaron si tenía permiso para colocar esa cruz y yo respondí “a mí no me pidieron permiso para llevarse a mi hija” (entrevista realizada a Paula Flores por Javier Juárez Rodríguez en 2008).

La desaparición de Sagrario se sumó a la de siete mujeres que dos años atrás habían sido encontradas en la misma colonia donde ella vivía (Lomas de Poleo), y a las ocho que el año previo, 1995, aparecieron en Lote Bravo. En los terrenos baldíos de esas demarcaciones y de Camino a Electrolux y Granjas Santa Elena fue donde se empezó a enterrar o simplemente a abandonar a quienes enfrentaron un destino que debería ser borrado de cualquier oráculo social.

El simbolismo asociado con los Zapatos rojos también inició su camino entreverado con el dolor juarense. En este caso la apropiación del concepto ha rebasado las fronteras mexicanas e incluso, sin autorización previa de Elina Chauvet, su autora, se le ha replicado en espacios institucionales como el Palacio de Bellas Artes. La primera exposición se montó con el propósito de transmitir a públicos ampliados algunos de los sentimientos que provocan las violencias de género. Concebida como una representación artística que en el rojo fundía la esperanza con el inmenso dolor de quien perdió a su hermana, y, sobre todo, con el dolor social por la responsabilidad colectiva de permitirlas, se ha hecho presente en otras ciudades de Argentina, Canadá, Chile, Ecuador, España, Estados Unidos, Italia, México, Noruega y Reino Unido: “Nace en Ciudad Juárez en el 2009 con 33 pares de zapatos donados por mujeres juarenses. La primera instalación la realicé en avenida Juárez, la cual se conecta con Estados Unidos, un área donde se han suscitado desapariciones de jóvenes. El color rojo representa la sangre, pero también el corazón de la esperanza…” (entrevista realizada a Elina Chauvet por Mónica Vázquez Delgado en 2015).

Los Tendederos, por su parte, se han utilizado para visibilizar una de las manifestaciones de violencia de género que, sin llegar al maltrato físico y sus efectos más extremos, son igualmente perniciosas: el acoso. Dentro de culturas machistas como la mexicana se le ve como un mal menor, en el mejor de los casos, y se les acepta como algo natural, en el peor de ellos. Las campañas para erradicarlo de lugares de trabajo, medios de transporte, y cualquier espacio público o privado, incluido el familiar, se topan entre otros obstáculos con lo aparentemente inofensivo de este tipo de aproximaciones. Más que seguir cubriendo con velos lo que entraña, corresponde destruir la esencia que lo alimenta.

Denunciar el acoso sexual con tendederos es en la actualidad una práctica extendida en diversas instituciones mexicanas de educación media superior y superior. Alumnas de universidades públicas y privadas se han valido de ellos como recurso performático para hacerse oír y han conseguido llamar la atención dentro y fuera de sus escuelas. Está por verse si los cambios en las legislaciones y protocolos impulsados a raíz de tales montajes cumplen su cometido; de momento, sus posibles impactos se inscriben sobre todo en el medio académico.

La experiencia puede, sin embargo, repetirse en otros lugares y ambientes. De hecho, sus orígenes se ubican en la apuesta artística de Mónica Mayer titulada Salón 77-78: nuevas tendencias e inaugurada en marzo de 1978 en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México. En la obra de tres metros de largo por dos de alto, El Tendedero, colgaban papeletas rosas con las respuestas de mujeres de distintas clases sociales, edades y profesiones a la afirmación “Como Mujer, lo que más detesto de la ciudad es…” De manera espontánea algunas asistentes a la exposición añadieron en la parte posterior o en los espacios vacíos de las papeletas sus propias notas que, al igual que las originales, mencionaban insistentemente la violencia sexual. A partir de entonces la idea se ha materializado en otros espacios dentro y fuera de México y sus impactos potenciales como recurso para empujar el cambio están abiertos:

Nunca dejan de asombrarme las distintas formas en las que cada comunidad se apropia de El Tendedero. En este caso, el Tendedero de Indiana, que en teoría terminó a finales del 2020, ha sido retomado por un grupo de mujeres para ser usado como herramienta para reunir respuestas sobre acoso sexual en su estado, presentarlas ante su Congreso y exigir cambios legislativos. He acompañado el proceso desde que se inició, pero quienes me convocaron a hacerlo ya tenían muy claro para qué y cómo lo querían (Mónica Mayer, 2020).

En suma, los Zapatos rojos, los Tendederos y las Cruces rosas se han añadido a otras formas de expresar sentimientos encontrados frente a conductas siempre inadmisibles y que, en este momento de nuestra historia, resultan todavía más difíciles de entender. A través de las imágenes que generan se comparten dolor, rabia, impotencia, e incluso esperanza. Su apuesta es que todo ello y la denuncia que los cruza no se queden en el aire, cuando hagamos nuestra la necesidad de combatir de raíz las violencias físicas y psicológicas de género habrán finalmente cumplido su objetivo y quedarán en los recovecos de una memoria que a pesar de su dureza conviene guardar. Ojalá pronto podamos decir, emulando al cuento de Augusto Monterroso, cuando despertó el feminicidio ya no estaba allí…

Mujeres víctima de la violencia en México
Años   2015     2016 2017 2018 2019 2020
Feminicidios 411 605 742 893 943 942
Homicidios dolosos 1 735 2 190 2 535 2 763 2 871 2 794
Homicidios culposos 3 391 3 137 3 172 3 207 3 296 3 136
Fuente: Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP).

PARA SABER MÁS

  • Elina y sus zapatos rojos de lucha contra la violencia de la mujer, México, 2014, en https://cutt.ly/8ma4I9m.
  • Lagarde, Marcela, “Del femicidio al feminicidio”, Desde el Jardín de Freud, núm. 6, 2006, en https://cutt.ly/Kma4LLa.
  • Las tres muertes de Marisela Escobedo, México, Dir. Carlos Pérez Osorio, Netflix, 2020, 109 min.
  • Mayer, Mónica, “El Tendedero”, en De archivos y redes. Un proyecto artístico sobre la integración y reactivación de archivos, México, 2020, en https://cutt.ly/hma4NcO.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *