Ana Suárez
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 49.
El destino mezcla las cartas, maare, y nosotros las jugamos
Refrán yucateco
El fraile
Las tumbas que rodean a la ermita hablan de quienes acaban de irse. Paseas entre ellas mientras aspiras el rocío de la madrugada, ojalá que el fresco durara todo el día. Tratas de rezar, no puedes, piensas cuán poco has hecho por tus hermanos, los más pequeños, los más desvalidos, pero piensas además que, de hacerlo, tus feligreses y el mismo obispo se habrían molestado. Santo Dios, de haber cumplido con tu deber cristiano, estarías más sosegado, al menos pudiste intentar que las mujeres y los niños se quedaran, siquiera el crío ese del gorrito azul y el kóotoncito blanco que montaba a la jineta en la cadera de su madre, que se aferró a ella y chilló cuando quisiste abrazarlo y provocó que el indio que los seguía por el muelle te mirara furioso. Pero fuiste cobarde, reconócelo. Sí, por cobarde acudiste ayer a mitad de la noche, solo en la oscuridad te sentiste seguro para llevar a la fortaleza la bendición que, como cura de Santa Isabel, has de dar antes de partir a todo peregrino. Mea culpa, mea culpa.
Sacudes el polvo del sayo y de las sandalias mientras arrastras el cuerpo por la escalera, es como si el remordimiento los tornara más pesados, entras en la capilla y te arrodillas frente al nicho donde estaba la imagen de Nuestra Señora del Buen Viaje. Madre Santísima, ni la imagen dejaron. Miras las paredes desnudas, golpeas el reclinatorio, una cosa es que tu padre San Francisco exhortara a la austeridad en el culto, otra es la violencia destructora que despojó a la ermita de sus bienes; fue esa casta maldita la que así pecó, y los pecadores tienen que recibir su castigo. Juntas las palmas para rogar a la Virgen que los acompañe y sobre todo les conceda el remordimiento y la resignación en el destierro. Pero se lo ganaron, tristemente se lo ganaron por matar, por robar, violar, incendiar, arruinar a la península entera. Que Dios les perdone, y a ti también, por cobarde. Requiescant in pace, amen.
El gobernador
Es responder o liquidar al propio que anoche entregó la maldita carta y hacerme guaje con que nunca la he visto. Me cachis, siento que me quema las manos y que el sello de la Federación me reta, el supremo gobierno no entenderá nunca, qué va a entender el espanto y la violencia que sufrimos los yucatecos, si está muy lejos y protegido por las montañas del Anáhuac. ¿Por qué joden con que condenamos a los huites a una esclavitud eterna, como la de los negros africanos, cuando ellos mismos firmaron contratas por diez años de servidumbre y se les permitió incluso cargar con los suyos? Pa sa maare. Lo malo de hacer matar al propio es que las sospechas caerían sobre mí, el centro intervendrá y deberé exiliarme.
Las cuatro, el calor no merma, el escritorio repele, siquiera de la galería viene un poco de aire. Cuánto diese por salir de palacio y guarecerme a la sombra de las ceibas y los laureles, esperar en la plaza la tertulia de la tarde. La ciudad vuelve a ser la que fue, lo conseguimos quienes combatimos a los bárbaros, y los huites tienen ahora lo que merecen y merecerán por generaciones. Pa sa maare. He de hacer palas antes de poder irme, el secretario aguarda para extender la respuesta y que yo la firme. Mi mano sangrará. Ni remedio, dependemos de la Federación. ¿Cómo digo a las autoridades supremas que el “México” zarpó ayer a la medianoche y nada puedo hacer ya? ¿Cómo anoto que obedecí a mi conciencia y al reclamo popular y que hasta esos malparidos aceptaron que las contratas les convenían más que el cadalso?
La plaza se anima; la gente comienza a llegar y cuenta sus monedas para comprar una bebida fría. Eso es, he de hacer cuentas para que al gobierno le quede claro, y se aplaque, cuánto se ahorrará en presidios y tropas de pacificación, probarle que por cada indio que se larga entrarán en caja tres onzas de oro. Que el secretario componga un oficio con estas ideas y lo baje a firma en la plaza, y que el propio que trajo la carta maldita regrese a la capital con la mía.
El capitán
Observa el mar, el mar frío y gris y taciturno del golfo es más amable que los seres humanos a quienes con gusto mandaría al carajo. Gobierna el timón desde que salieron, aprieta el hierro como si fuera a dejar sus huellas, que el piloto duerma pues él prefiere estar ocupado a revolcarse en la litera, y prefiere atender al mar, al terrible mar, el amado mar, el amenazante mar que no tarda en exponer su furia, y que aliado con el cielo va pronto a zarandearlos y aterrorizará a la indiada. Él va a gozar, un marino conoce que el temporal sólo dura unas horas y nada más lo pone a prueba. ¡Marino! Se pregunta si aún lo es, si retiene los sueños del grumete que hace años se alistó en un velero con el anhelo de ser un día el más grande almirante de la patria. ¡Mejor no recordar! Mejor no recordar que se ha vuelto un mercader, un vil abarrotero que compra y vende lo que sea por unos cuantos reales, que lo único que hoy desea es prevenir una vejez tranquila, que ni siquiera respeta a su barco pues lo alquila para la trata de esclavos y se vale de la oscuridad para esconder el crimen. Mejor no pensar en los hombres y las mujeres y los niños que hace más de un día subieron en Sisal y desfilaron por el puente, unidos con grillos y cadenas, inexpresivos, ¡dignos!, como si valieran más que él, y ahora se amontonan junto a las máquinas que abrasan y vomitan vapor y han de creer demonios. Menos quiere evocar al chiquillo vestido de azul y blanco que andaba entre sus padres, como si fuera un malhechor, carajo, y que giró para verle con ojos perplejos, sin imaginar que al descender encontraría, en la bodega sobre las aguas revueltas, el purgatorio que en tierra firme será el infierno para toda su vida, el infierno que ni el sombrío diluvio que empieza a caer podrá apagar. Afloja los dedos, le duelen, y clava los ojos en la bandera tricolor izada en la proa.
Los indios
Los más viejos de nuestros viejos no podrán contar lo que sucede a los que nos alzamos cuando los blancos nos quitaron las milpas y nos quemaron las trojes y nos hicieron sembrar el kij que no se come. Por atacar como antes ellos atacaron a nuestros padres y a nuestras mujeres estamos aquí, en medio del mar, vigilados por los kisines, y nuestros dioses, los que nacieron en nuestro mundo, los más primeros, están enojados. Kukulcán se enfurece pues los hombres que caminamos la tierra hemos molestado a Zamná, y entre los dos nos zangolotean a los indios, y obligan a sacar las lágrimas que supimos guardar cuando la tristeza más las empujaba y nos veían los blancos. El terror es mucho ya y el hambre nos puede, sólo nos dan bizcochos duros y el chool que aturde y ayuda a olvidar, pero causa sed, y el agua del calabazo apesta. El chan paal se ve mejor, va y viene entre su táata y su na’, ella le ofrece el pecho y la sonrisa satisfecha debajo del sombrerito azul nos da luego la paz que no tenemos, su kóotoncito dejó de ser blanco pues no teme y juega con el carbón que el cheem traga.
Antes pensamos, pero no rápido lo pensamos, tardamos pues nuestros pensamientos no van muy ligeros, que teníamos que defendernos y nos alzamos. Pero morimos de nuevo y el superior gobierno nos manda lejos. Muchos soles y muchas lunas nos tuvieron antes en la mazmorra oscura y hedionda, nadie daba a los indios más que tortilla y atole, nadie nos tenía lástima, ni el cura ese nos consoló, y menos su Dios. Nadie nos dice a dónde nos llevan, “no son gente de razón” dicen, “lo decía el papel donde pusieron su cruz”, dicen, “a donde van aprenderán a caminar derecho”, dicen.
El empresario
Lo despierta el cañonazo de las 4.30. Oye al poco que las puertas de la muralla se abren y los guajiros que arrían vacas y cerdos y mulos cargados de viandas entran a La Habana. Se despabila pues el “México” aparecerá hacia el mediodía y resta mucho por hacer; tan pronto atraque y los inspectores aduanales y médicos revisen la carga, habrá de subirse a los carretones y, sin perder un minuto, conducirla hasta el mercado de San Francisco. Llegan 200 mayas robustos, sanos, sin vicios, con algunas mujeres y niños que harán que la puja suba. El agente de Mérida escribió que no debo temer: aunque varios fueron insurrectos, los amansó el tiempo en prisión y esa raza puede ser dócil, el apremio de los azotes los logra morigerar.
Pero él prefiere no correr riesgos. Lo mejor es vender presto las contratas, que los siervos se vayan rápido y los corrijan sus amos. Si al caer la tarde quedan algunos, bajará su precio. Más vale perder un poco que gastar en frijol, arroz y boniato para alimentarlos, darles techo por la noche, menos exponerse a que los levantiscos perturben el orden, atraigan al celador y los guardias y líen su trato con el capitán general.
Repasa los pendientes. El tenderete con el toldo de rayas rojas y amarillas y los gallardetes para atraer la atención está listo para vender la mercancía. Los avisos en los diarios aseguran que llegará un enjambre de compradores. Los empleados corren del escritorio al muelle de la Luz, del almacén a la aduana, del retén sanitario a la Lonja. Todo parece en orden: los carretones en línea, los grillos y las cadenas prontos, dispuestos los rótulos que colgarán de los distintos cuellos. Siente como la sangre le corre por las venas y las arterias, pero de repente se paraliza: ¡los haberes del capitán! Calma, la libranza sobre Nueva York aguarda en una carpeta, la casa es seria, paga lo que ofrece, emplea a quien sabe cumplir.
El gozo lo invade. Las onzas de oro brillan ya ante sus ojos, tintinean junto a sus oídos, entibian la palma de sus manos y la imaginación. Porque descubrir Yucatán ha sido como descubrir África. La situación es única y él la ha sabido explotar: Cuba exige brazos baratos; la abolición del comercio de negros dañó su economía; los mayas contratados como siervos los suplirán.
Pero un buen empresario no debe fiarse sino estar alerta y él vela por sus negocios, prevé el futuro. De donde no dejará que el “México” zarpe sin flete, decenas de sacos de azúcar y tabaco ya esperan en el almacén; tan pronto repare sus averías, el vapor tomará rumbo a Cádiz, donde los entregará.
Ahora deja de discurrir, no se entretiene más. Y es que si descansa, pierde, y si pierde, fenece. Se apresura por la orilla del malecón para alcanzar el muelle y vigilar en persona el arribo de la valiosa mercancía.
Los diputados
—Sr. secretario, pase la lista de asistencia.
—Tenemos quórum, señor presidente, la sesión puede comenzar.
—-Lea el primer punto del orden del día.
—-La comisión de Yucatán propone recomendar al Poder Ejecutivo que revoque la ordenanza de impedir el embarque de indios prisioneros. Arguye que el gobernador actuó forzado por la necesidad y la prudencia y fue generoso con los cautivos, quienes antes debieron prever el castigo de sus atrocidades; que también pensó en el bien del estado, donde ahora la paz favorecerá el progreso, y en el de la Federación, que dejará de enviar dinero y podrá disponer de él para otros gastos urgentes.
—Ciudadanos diputados, tienen ustedes la palabra.
—Honorable Congreso, hablo por los estados del norte. Sus representantes me han comisionado para apoyar la propuesta, nosotros sabemos lo que es vivir asediados por los salvajes. Yucatán ha estado a punto de perderse, lo que sus autoridades hacen es salvaguardar a la raza blanca y permitir que el ejército acuda a otras fronteras.
—Igual sucede en Oaxaca y Chiapas, señores, y hasta peor. No es cuestión de si los proscritos son indios, ni si se violan los derechos del hombre, sino de que tratamos con malhechores. Deportándolos se les hace la gracia de la vida y a sus familias de civilizarse.
—Cuidado, compatriotas, la frase “derechos del hombre” es falaz y confunde. Resulta claro que la venta no fue simulada ni inmoral, como clama la prensa, sino que los reos firmaron antes de partiruna contrata escrita en español y en maya, por su voluntad y libremente. Consideren sobre todo que ya podremos empezar el pago de los acreedores extranjeros.
—Los estados del golfo deseamos alentar el comercio, señores. Hay que extender el cultivo y la venta del henequén, pero los mayas no lo entienden, neciamente se apegan a sus sementeras.
—¿Y el ahorro en cárceles, diputados? No es posible mantener a tal aglomeración de presos, menos vigilarlos. Mejor que se vayan.
—Legisladores, no olvidemos tampoco el respeto a la Constitución. El Poder Ejecutivo no nos tomó en cuenta al prohibir el embarque de los indios. Apoyemos la propuesta, aunque nada más sea para evitar sus medidas autoritarias.
—Creo que llegó el momento de votar, señor secretario.
—Quienes estén por la afirmativa, favor de manifestarlo.
—Señor presidente, existe unanimidad.
—Honorable Congreso, esta presidencia hará la recomendación correspondiente al Poder Ejecutivo. Pasemos al asunto siguiente.
El niño
Se va el miedo cuando la na’ me ciñe entre sus brazos y tomo su pezón, la leche me calienta por dentro y me sosiega, olvido al táataa que se quedó atrás, derribado en el piso por el correazo que le soltó el hombre que nos trajo desde el barco. Es que el táataa se atravesó cuando el kisin colorado que nos lleva en la carreta desvistió a la na’, le tocó los pechos y las piernas con las manos, le abrió la boca con los dedos y miró sus dientes, luego abrió la mía y miró los míos, riéndose nos miraba a la na’ y a mí, riéndose sacó taak’in del bolsillo y lo dio riéndose al hombre del barco, me enojan sus ojos y su risa. Pongo la mejilla junto al pecho de la na’, mis entrañas están tibias y cabeceo, aunque la carreta brinca mucho y ella tiembla y suspira y me impide dormir.
Me veo mayor, estoy con unos hombres de piel oscura, el sol flamea en el sembradío mientras descansamos a la sombra de la ceiba, les cuento sobre el día en que unos hombres como ellos metieron a mi na’ en un cajón de madera y la enterraron al otro lado del río; entonces me quedé solo, con el corazón roto, antes ella estuvo muy triste, tirada en el piso no podía alzarse, su leche se hizo agria y aguada, me supo mal.
Mientras la carreta se sacude de un lado y del otro y la na’ llora sin llorar, me le pego con ganas, ella me aprieta con el rebozo y me acaricia la espalda y el sol clava sus púas a través de mi gorrito azul y el kóotoncito blanco de los días de fiesta.
Les digo que más nunca miré al táataa, que luego se dijo de un indio que huyó al camino para buscar a su hijo y a su mujer, que lo descubrió su patrón y lo dejó morir en el cepo; que tengo el pálpito de que era él, no, lo creo, de seguro cumplió la promesa que sus ojos nos hicieron en el mercado.
No puedo dormir, la carreta se menea, la na’ gime, escondo el rostro en su hombro, pero lo levanto para ver al táataa, intento distinguirlo, a cada vuelta de las ruedas él se achica hasta ser ausencia. Me enredo en el rebozo, es mejor, doblo las rodillas y las piernas, el calor fastidia pero qué importa, mientras juego a que el tiempo se detiene y nada sucede. Succiono, muerdo, la na’ se queja.
Me preguntan sobre el lugar donde nací, quieren saber cómo es, yo callo pero necean, digo que olvidé casi todo, a mi memoria sólo la visitan una mazmorra negra donde pasé muchos días y olía mal, y un cura gordo que me quería separar de mi na’, y un hombre que mucho me veía en el barco, y los dioses furiosos que nos zarandeaban, y el táataa que no quería que los kisines nos separasen, miedo siento de recordar.