María Eugenia Arias Gómez
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 48.
A través de las siguientes páginas, los lectores hallarán el caso histórico de Emiliano Zapata, quien murió víctima de una traición; cómo e incluso por qué, antes y después de ocurrir ese hecho, tuvo una metamorfosis al generarse un ser mítico y legendario.
I
Emiliano Zapata Salazar fue asesinado el 10 de abril de 1919 en Chinameca, Morelos. Al otro día y hasta mayo, las noticias de los principales periódicos que circulaban en la Ciudad de México fueron encabezadas con expresiones sugerentes: “Emiliano Zapata fue muerto en combate”, “Cómo fue la muerte del Atila del Sur”, “Los zapatistas tienen imitadores en Rusia”, “Murió Emiliano Zapata: el zapatismo ha muerto”, “La muerte de […] Zapata no es la muerte de la rebelión”, “Emiliano Zapata, ya es tipo de leyenda”.
Se publicaron fotografías del caudillo, tanto en vida como ya fallecido, así como de varios familiares y partidarios suyos. Además, en son de burla, se intercalaron elocuentes caricaturas. Casi todos los reporteros dedicaron extensas líneas al terrible acontecimiento, con alabanzas y adulaciones para el autor intelectual y los ejecutores, y enseguida dieron a estos el fallo a favor. Otros, los menos, corrieron la pluma para expresar la protesta y otorgaron un reconocimiento al caudillo sureño y su causa.
Desde entonces, y durante años, se difundió de boca en boca y a través de escritos que Zapata no había muerto, que un primo parecido ocupó su lugar y que se vio que no tenía el lunar en la cara, ni “la manita grabada en la espalda”, con lo que se identificaba a “Miliano”. Se mencionó que él “se había ido a las montañas” o que se fue a vivir a Arabia…. Se dijeron y escribieron otras, muchas otras cosas, que narraron tanto sus simpatizantes como sus detractores, quienes contribuyeron al mito y la leyenda, acarreando con ello un fenómeno singular del individuo… Algunos apuntaron que al tiempo le correspondía juzgar los hechos, el tribunal de la historia.
Si bien el periódico Omega protestó contra el gobierno y dejó un concepto trascendental: Apóstol, Mártir o Bandido, para la opinión pública “el movimiento sin cabeza perecería”. Pero a pesar de que aumentaron las rendiciones zapatistas, los pueblos de Morelos siguieron apoyando a la resistencia encabezada por otros jefes locales, como Genovevo de la O, Francisco Mendoza, Gabriel Mariaca y Fortino Ayaquica, quienes días después de la muerte manifestaron a la nación que sus propósitos eran consumar la obra del caudillo, vengar la sangre del mártir, seguir el ejemplo del héroe e ir contra la dictadura de Venustiano Carranza. Otros, estando lejos del país, arremetieron con la pluma desde el exilio. Por ejemplo, la Revista Mexicana, publicada en San Antonio, Texas, aún sin estar a favor de Zapata, atacó al presidente como director intelectual del crimen y lanzó el “Yo Acuso…”.
La muerte de Emiliano fue un tema relevante desde abril de 1919. Pero no se generó entonces su figura mítica y legendaria. Años antes había sido acosado y denigrado: primero, al aproximarse la caída de don Porfirio, y luego, durante la revolución, cuando lo desprestigiaron junto a sus partidarios conforme se propagaba la causa zapatista. A la par de los denuestos, las campañas de las autoridades nacionales, salvo las convencionistas, continuaron firmes contra “el rebelde” y quienes lo apoyaran con o sin las armas.
II
La imagen extraordinaria del hombre de Anenecuilco surgió a partir de 1911 y fue por obra principalmente de sus difamadores. La prensa, la caricatura, la opinión pública y la oficial, los escritos nacionales e incluso extranjeros crearon una leyenda negra, convirtiendo al hombre en “bestia”, “chacal”, “moderno Atila” y “Gengis Kan”, y a sus seguidores en una “horda terrible”. En la cámara, “se convocó […] a la campaña de la ´civilización contra la barbarie´. Surgieron los peores denuestos y calumnias [contra] el líder”. Fue cuando relució el mayor encono de los conservadores: “Emiliano Zapata es la aparición del subsuelo que quiere borrar todas las luces de la superficie; os convocamos […] a la eterna tragedia de Ormuz contra Arimán”. Se dijo: “es más que un bandido, un reivindicador; el libertador del esclavo de los campos. Asume las proporciones de un Espartaco; es un símbolo, pero [también] un peligro social”.
Se escribió que el caudillo no reconocía “otro gobierno que el de sus pistolas”, que “violaba el derecho sagrado de la propiedad”; que lo apoyaban sujetos con tendencias atávicas salvajes; asesinos, violadores feroces, víctimas del alcoholismo y la ignorancia, gente de raza cruzada e inferior, producto de un determinismo étnico y climático. El periodista Héctor Ribot, por ejemplo, reiteró en 1913 que Zapata era un símbolo y agregó: es “un mito, un fantasma, una bandera y un redentor”, aunque “más que un Mesías [o] un Salvador”, “un personaje legendario con detalles de grandeza terrorífica”.
De manera contrastante, ese mismo año, el profesor zapatista morelense Otilio Edmundo Montaño absolvió de todo cargo a su jefe porque luchaba “en bien de la patria” y en 1915, su correligionaria, la periodista potosina Dolores Jiménez y Muro, en el proemio a una de las reediciones del Plan de Ayala, consideró que el líder era el defensor de los desheredados y oprimidos, además lo colocó a la altura de Hidalgo, Morelos, Guerrero y Juárez.
Tras la muerte de Emiliano, en 1919, el tabasqueño Antenor Sala en […]El Sistema Sala y el Plan de Ayala […], título que abrevio, se refirió a él como “glorioso caudillo”, “símbolo de la reforma agraria”, “un hombre de buena fe”, pero quien “no abandonó el grito de guerra”. Y el español M. Romero Ibáñez, quien epilogó la obra, enojado con Zapata porque no admitió al Sistema Sala, lo reprobó; para resolver la cuestión de la tierra, el sistema proponía principalmente: dividir los latifundios, sin perjudicar intereses “legítimos” de nadie, y crear la pequeña propiedad, así como colonias agrícolas.
Ni qué decir de la visión estadunidense, que en los años de la revolución consideró a México inmerso en el caos por la anarquía. Adoptando la leyenda negra, distinguió al movimiento zapatista como muestra del bandidaje, terror de los gobernantes y la sociedad. Hubo una interpretación sugerente y ambigua: la idea del “buen indio Zapata”, a la vez “príncipe de saqueadores”, en la obra The political shame of Mexico de Edward I. Bell, que data de 1914. Y un caso también llamativo es Benighted Mexico de 1916, cuyo autor Randolph W. Smith reconoció que la devoción, la lealtad y la fidelidad con que seguían los guerrilleros morelenses al caudillo, eran “méritos nunca cuestionados”.
III
Recordemos que un decenio antes del asesinato, en 1909, Zapata Salazar había sido electo por varios vecinos como “el principal” de la Junta de Defensa de Anenecuilco, Villa de Ayala y Moyotepec. Los problemas que intentaba resolver esta junta –no exclusivos de esos lugares–, llevaron a Emiliano a acaudillar una causa que heredó de quienes le antecedían en el cargo y que eran proteger y hacer válidos los derechos agrarios de los campesinos. El litigio contra las haciendas por recuperar y conservar la propiedad del agua, la tierra, los bosques, pastos, montes y otros recursos vitales, que pertenecían a pueblos y comunidades de la región centro sureña del país, se remontaba a la época colonial y constituyó, asimismo, una constante histórica en otras comarcas durante los años del México independiente y en tiempos de don Porfirio, cuando el problema llegó a su punto culminante.
Emiliano inició la lucha contra la dictadura de Díaz con unos cuantos vecinos, en marzo de 1911, sumándose al maderismo; en noviembre de ese año, ya con una multitud de hombres, se opuso al gobierno de Francisco I. Madero porque no resolvía el problema agrario y enarboló el Plan de Ayala. Este y el movimiento zapatista, localistas al inicio, aumentaron en principios y partidarios, propagándose principalmente en los estados de México, Guerrero, Tlaxcala, Puebla, Oaxaca y el Distrito Federal. El Ejército Libertador del Centro y Sur, los pueblos en armas y la gente unida por la causa agrarista prestaron sus fuerzas y apoyos entre 1911 y 1919 contra los enemigos y toda autoridad nacional que no cumpliera con las demandas del zapatismo.
“Guerra a muerte contra Morelos” se convirtió en una frase continua desde que el general carrancista Pablo González se hizo cargo de la campaña contra los rebeldes en la entidad y los estados vecinos en 1915, en una campaña de exterminio que no le pidió nada a la que comandó el general huertista Juvencio Robles en el año 1913. De nueva cuenta, se echó mano de la quema de pueblos, la leva, la deportación, el desarraigo, la reconcentración de los habitantes, los asesinatos en masa, a los que se aumentaron la destrucción de los campos y el saqueo de las haciendas e ingenios. Se iniciaba el principio del fin.
El zapatismo había pasado antes por etapas muy graves. Pero la presencia de González y sus tropas empeoró la situación. A pesar de la constancia de Emiliano, de otros jefes locales, de la mayoría del Ejército Libertador, de la resistencia y la lealtad de sobrevivientes en pueblos y comunidades, la crisis en el movimiento se agravó, además, por los fusilamientos, las venganzas, el separatismo, la intriga, la traición, la dispersión y la rendición de zapatistas y su afiliación a tropas enemigas. A todo ello se sumaron las pésimas condiciones del estado, las malas cosechas, las epidemias, el hambre, la fatiga y la muerte.
Una de las fases biográficas del personaje que permite encontrar el porqué de la celada en su contra, en abril de 1919, fue la oposición al carrancismo iniciada años antes. El punto álgido del desafío de Zapata a Carranza y su gobierno, el factor determinante para planear su fín físico fue la carta abierta del 17 de marzo del 19, que aquél dirigió “por primera y última vez, no al presidente ni al político del que desconfiaba, sino al mexicano, al hombre de sentimiento y razón”. Además de retarlo, le pedía que dejara el poder. El tono de esta misiva significó para Emiliano echarse la soga al cuello.
Carranza declaró que el orden y la vida pacífica en Morelos dependían de la caída o la extinción del caudillo. En estas circunstancias, los más cercanos al jefe zapatista sugirieron detener la lucha y que este se ocultase. Pero él se negó y siguió buscando alianzas contra aquél en el interior y exterior del país, e informes de sus espías en Cuautla, donde estaba el cuartel general de González, a fin de planear un golpe decisivo.
IV
Fue también en marzo de 1919 cuando Emiliano supo del resentimiento entre Pablo González y uno de sus subalternos, el coronel Jesús Guajardo, quien estaba preso porque en lugar de atacar a unos zapatistas, se había ido a la cantina. Zapata le envió una nota invitándolo a desconocer al gobierno. Pero el papel llegó a manos de González y a este se le ocurrió “un contraplan” que, con la anuencia de Carranza, empezó a fines de marzo. Guajardo fue llevado ante González, quien le enseñó la nota, lo llamó traidor y le propuso participar en el engaño. Guajardo aceptó. Siguieron cartas entre él y Zapata, en las que acordaron su deserción y cambio de facción.
Emiliano le dio la orden de amotinarse contra González y de capturar a Victoriano Bárcenas, un zapatista guerrerense que se había amnistiado. Luego envió a Feliciano Palacios a la hacienda de Chinameca, al campamento del “nuevo integrante”, para asegurarse de que no hubiera anormalidades; Palacios no las halló. Guajardo avanzó a Jonatepec, donde hizo un simulacro de batalla, ocupó el lugar y aprehendió a Bárcenas. Zapata se dirigió entonces a la estación Pastor para encontrarse con “su subordinado”. Después de abrazarlo y felicitarlo, aceptó de Guajardo un regalo: el caballo “As de Oros”. Era el 9 de abril. Corrieron rumores de una traición, pero el caudillo no lo creyó.
Él y Guajardo avanzaron hacia Tepalcingo. Tratando de ponerlo a prueba una vez más, lo invitó a cenar; pero Guajardo fingió estar enfermo y regresó a Chinameca, convenciéndolo de encontrarse ahí más tarde. Al día siguiente, se vieron fuera de la hacienda. Ante la comunicación de que fuerzas enemigas rondaban el lugar, Zapata le encargó la defensa de la zona, mientras organizaba refuerzos. Tras saberse que era una falsa alarma, Guajardo mandó a decirle que lo esperaba en el casco, convidándole a comer. Aceptó y pidió que diez hombres lo acompañaran.
Al entrar Zapata, primero se escucharon las notas de un instrumento de viento: El clarín tocó tres veces Llamada de honor e inmediatamente siguieron las detonaciones que provocaron su muerte. Ese 10 de abril llegó el cadáver a Cuautla, Pablo González envió un telegrama a Venustiano Carranza comunicándole la noticia. Desde luego, se corrió la voz de que “Miliano” no era el muerto. En Morelos, la gente clamaba: “¡no, no es él!”; otros, desesperados y muy tristes decían: “pobrecito, ya se murió”. El cuerpo fue identificado, entre otros, por el zapatista Eusebio Jáuregui, quien había recibido la amnistía del carrancismo, pero fue ejecutado días después. Ante los restos desfilaron fotógrafos, periodistas y una multitud local que había brindado su fe al defensor de la tierra. González amenazó a quienes siguieran apoyando a los “rebeldes” y Carranza premió a Guajardo ascendiéndolo a general, así como con 50 000 pesos, de los que este distribuyó una parte a sus colaboradores. El parte oficial de la muerte salió en la prensa; no así el parte zapatista, dado a conocer por el secretario particular del Cuartel General, el mayor Salvador Reyes Avilés en el folleto Cartones zapatistas, publicado en 1928.
Zapata murió y no murió. La significación de la vida y la muerte del personaje sorprenden en la investigación histórica. A la par de la presencia del hombre en el acontecer histórico, está la gradual creación de ese otro ser suyo, el mítico legendario. Fue a partir del asesinato, que su figura resultó positiva en el recuerdo, el lenguaje oral y el escrito, asimismo en el arte y la historiografía. Hay que hacer notar que, desde su fallecimiento físico, tras la revolución y hasta el día de hoy, se ha manejado al “mártir de Chinameca” como una figura emblemática en discursos, conmemoraciones y homenajes.
En la legitimación del Estado mexicano, de acuerdo con Felipe Ávila, los gobiernos posrevolucionarios se apropiaron del 10 de abril como una fecha clave, “agraria”; “el culto cívico a Zapata comenzó a ser utilizado por el gobierno obregonista, y luego por el de Calles, como uno de los pilares de la nueva ideología de la Revolución que fortalecería la identidad nacional surgida [después] de la lucha armada”.
Tras la muerte, se pensó por un tiempo que Emiliano era “un santo” y el “providencialmente” destinado a acaudillar las luchas campesinas de nuestro país; sus principios y ejemplo de resistencia se retomaron en Chiapas en 1994. A nivel internacional, se le concibió como un líder “mestizo indolatino” a la altura del niaragüense Augusto César Sandino. Y hasta hoy, sigue abanderando movimientos agraristas contra la injusticia y la desigualdad.
PARA SABER MÁS
- López y Fuentes, Gregorio, Tierra. La revolución agraria en México, México, Editorial México, 1933.
- Escuchar el corrido “Un recuerdo al general Zapata”. Se encuentra en: https://cutt.ly/9rn4K8I
- Escuchar la obra sinfónica de Arturo Márquez: “Leyenda de Miliano”, dirigida por Alondra de la Parra. Se encuentra en: https://cutt.ly/Lrn4LVP
- Fernando de Fuentes (dir.), El Compadre Mendoza, México, 1934, en: https://cutt.ly/Trn4XAC