Arturo Aguilar Ochoa y Montserrat Valdez Alcántara
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 39.
Las grandes figuras del entretenimiento en 1836 en la ciudad de México eran dos bellas artistas italianas, María Albini y Adela Cesari que lograban poner paréntesis a esos tiempos de complicaciones políticas y económicas. Sus voces insuperables generaban desde aplausos frenéticos, lágrimas y suspiros hasta grupos de seguidores y discuciones acaloradas fuera del teatro principal donde representaban Norma, La Urraca o El Condestable de Chester.
El año 1836 podría pasar desapercibido en nuestra historia nacional ya que se inscribió dentro de una larga etapa que tiene como signo un gran número de dificultades para México o, dicho de otra manera, un nuevo eslabón en la cadena de calamidades, pero el espectáculo de la ópera encerró contradicciones de luces y sombras.
Apenas habían pasado quince años desde la consumación de la independencia y el optimismo con que se podía vislumbrar el futuro se ahogaba estrepitosamente: el país oscilaba por numerosos cambios de gobierno, desde un imperio hasta una república federal y otra centralista, que luchaban por imponer sus proyectos; un intento fallido de aplicar reformas liberales en 1833, que generó levantamientos en todo el territorio, las constantes revueltas y asonadas o, como se les llamaba en esa época, “pronunciamientos”, que no cesaron ni permitieron que se consolidara casi ningún gobierno. El único periodo presidencial que se cumplió por completo fue el del general Guadalupe Victoria, entre 1824 y 1828; todos los demás no llegaron a los cuatro años establecidos. En 1836 fueron aprobadas las llamadas Sietes Leyes, que tantos trastornos provocaron a la sociedad. Pero, en esos momentos, lo que más preocupaba a los mexicanos era lo que sucedía en Texas. A partir de que esa provincia había decidido declarar su independencia, el gobierno realizó enormes esfuerzos por recuperarla; con los consecuentes gastos para el aprovisionamiento, vestimenta y equipamiento militar que requería el ejército mexicano; el simple traslado a una provincia tan lejana, que implicaba más de un mes de viaje atravesando desiertos, ríos y zonas pocas pobladas, ocasionó la pérdida de muchos hombres antes de llegar a entablar alguna batalla, sin contar, desde luego, las deserciones. Por supuesto, el general que intentó recuperar el territorio rebelde fue el héroe del momento: Antonio López de Santa Anna quien, por cierto, no tuvo éxito en la empresa y, al final, también resultó un fiasco la supuesta reconquista.
Por si esto fuera poco, la amplia circulación de monedas falsas de cobre generó conflictos económicos y la persecución de importantes figuras que participaron en el delito de la falsificación.
Quizá por ello, en medio de estos grandes problemas que aquejaban a la nación, la sociedad capitalina de entonces buscó en las diversiones algún escape o refugio para olvidar y sustraerse de la dura realidad del momento. Las ascensiones aerostáticas del señor Robertson atraían multitudes en la plaza de toros, lo mismo que la llegada del primer elefante mexicano a un circo, lo cual asombró a los cándidos habitantes y, ni que decir, el furor causado por la presentación de lo que algunos periódicos mencionaban como el espectáculo de unas pulgas vestidas. Los toros y el teatro, desde luego, eran las diversiones más comunes; pero, lo que realmente sorprendió al público capitalino fue la llegada de una compañía de ópera y el favoritismo que se brindó a dos de sus principales divas italianas. La empresa había llegado al país a principios de 1836 y desde entonces todo el elenco –incluido el decorador de los telones, el pintor italiano Pedro Gualdi– despertó la curiosidad de los capitalinos; apenas salían los cantantes a la calle, la gente de todas las clases sociales se arremolinaba en torno a ellos para conocerlos.
La compañía comenzó a dar funciones desde febrero en el famoso Teatro Principal, viejo edificio que databa del siglo XVIII y que para algunos viajeros, como madame Calderón de la Barca, estaba “oscuro, sucio y foco de malos olores, y los pasillos que conducen a los palcos iluminados del modo peor, de suerte que en la oscuridad no sabe uno donde pisa”. Sin embargo, en ese marco la compañía causó inmediatamente un verdadero revuelo en todos los grupos sociales, ya que no era la primera vez que llegaba una compañía de ópera y los capitalinos estaban acostumbrados al bel canto y a escuchar el gorjeo de los cantantes, lo que se había convertido en una pasión.
Según Manuel Payno, quien lo registró en su conocida novela Los bandidos de Río Frío, las óperas favoritas del público fueron: Norma, La urraca ladrona, El pirata, El condestable de Chester, La italiana en Argel, Isabel de Inglaterra, La casa deshabitada, Los Capuletos, Guillermo Tell, Moisés en Egipto, La donna del lago, Zelmira, Lo straniera –de autores como Vincenzo Bellini y Gioachino Rossini–, entre otras más, las cuales tenían, según su relato, en una especie de encanto a la ciudad de México, sin permitir que nadie se ocupase de otra cosa ni hablase más que de la ópera.
Según el mismo Payno, los partidos políticos, tan vehementes, calmaron sus pasiones, las logias masónicas dormitaban, los hermanos preferían irse al teatro que jugar la tradicional partida de naipes en las tertulias. Yorkinos y escoceses llegaron a firmar una tregua, aquellas personas que no tenían dinero empeñaban sus alhajas en el montepío para continuar abonados al teatro e incluso “los empleados de algunas oficinas vendieron sus sueldos a los usureros. En resumen, las óperas favoritas del repertorio tenían a México en una suerte de encanto que no permitía a nadie ocuparse de otra cosa ni hablase más que de ópera”.
Cuando María Albini, la prima donna, cantó Norma por primera vez, fue tal la emoción del público que no sólo hubo aplausos frenéticos, sino lágrimas, suspiros, apretones de mano, quejidos; hasta los hombres lloraron y poco faltó para que los espectadores saltaran al foro, liberasen a Norma junto a sus hijos, se llevasen a la cantante que representaba a Adalgisa e hicieran trizas a los villanos de la obra.
Y no era para menos, Albini era una de las más destacadas cantantes de la época, que llegó de Italia a México precedida de una gran fama por sus actuaciones en Milán, Roma y París, además de ser una mujer muy bella, de unos 26 años de edad, descrita por Payno como “alta y robusta mujer, blanca como la leche, de porte majestuoso, de ojos pequeños pero muy negros y una perfecta nariz romana que le nacía de la frente, como a las estatuas que se ven en los museos”.
La otra cantante, Adela Cesari, concitó también la atención por su notable belleza, pues “era o parecía napolitana, llena de atractivos al mirar, al hablar, al reír, al moverse, al andar, toda ella gracia y voluptuosidad”, lo que le generó muchos admiradores y destacó en obras como El condestable de Chester. Con voz de contralto, Cesari provocó en su primera aparición un entusiasta y nutrido aplauso, y todo el ruido que se pudiera hacer con los pies, los bastones o las bancas. Desde luego, también impactaron varios hombres del elenco. Además de sus potentes voces, la mayoría –se decía– eran muy guapos, como Mussati, un delicioso tenorcillo al estilo de Nicoli y Sirletti, fogoso y arrebatador; Galli, un bajo profundo que hacía temblar el teatro cuando cantaba el aria del Duque de Caldosa; Supantini, el bufo popular y simpático que tuteaba a todo México, y, para completar el cuadro, la orquesta con los músicos y un gran número de coristas graciosas y atractivas a más no poder.
Como era de esperarse, el público formó grupos para apoyar a una u otra de las divas: el de los albinitas y el de los cesaristas. Nunca faltaron las discusiones acaloradas. Al entrar y salir del teatro se formaban en el vestíbulo bandas de apoyo a una u otra. Más allá de gritos, insultos o porras, se llegó incluso a duelos entre las personas de cierto rango social; la lucha entre yorkinos y escoceses, entre centralistas y federalistas, pasó a ser un juego de niños comparado, dicen, con las divisiones que generaron las compañías de ópera. Payno relata que en la noche de la función en beneficio de Albini, su cuarto estaba literalmente cubierto de flores y regalos y con sorpresa vio el regalo del viejo conde de Regla, que era una talega de 1 000 pesos, atada con cordones y cintas de seda. A su vez, en su beneficio, la Cesari también recibió muestras similares, además de una charola de plata que portaba un magnífico aderezo de brillantes con un valor de 5 000 pesos, regalo del conde de la Cortina.
¿Fantasía o verdad?
Todo esto, que se antojaría exagerado en las narraciones de Payno, tiene un fondo de verdad; en varios legajos sobre teatros y diversiones públicas en el archivo del Ayuntamiento de la ciudad de México, se encuentran innumerables quejas y solicitudes de aplacar el desorden a las afueras del teatro. Entre las encontradas, algunas por demás curiosas, está aquella fechada el 17 de julio de 1836, dirigida al gobernador de la ciudad de México en la cual se le pide que suspenda la ejecución de la ópera Los capuletos, ya que corría el rumor de que la interpretaría madame Albini y no la Cesari, como originalmente estaba programada. Se aducía, por supuesto sin ningún fundamento, que el papel en Los capuletos era adecuado especialmente para la primera. Entre los firmantes se encontraban personas de reconocido prestigio como María Ana Gómez de la Cortina (condesa del mismo nombre y madre del gobernador), Francisco Sáyago, Manuel Gargollo, Telésforo Castillo, el senador Basillo Guerra, Juan de Dios Peza (padre del famoso poeta) y don Anselmo de Zurutuza, entre otros.
Cabría preguntarse si efectivamente para los habitantes de la ciudad de México eran verdaderamente más importantes asuntos tan frívolos como los papeles de la ópera o, simplemente, se trataba de una forma de escapar a la dura realidad que asolaba a la república.
Por otro lado, también nos hemos preguntado si Manuel Payno recurrió a la fantasía o a la verdad al asegurar que, cuando la compañía de ópera viajaba a Veracruz para embarcarse de regreso a Europa, sus integrantes fueron asaltados en Río Frío; algo por demás normal, pues para el año en que regresaron –quizás a finales de 1837 o principios de 1838–, esa zona boscosa ya era el lugar predilecto de los asaltantes, los cuales no tenían freno a sus fechorías, y los débiles gobiernos no habían podido controlarlos. De hecho, se comprobó que un ayudante del mismísimo general Santa Anna, el general Yáñez, era jefe de una banda. En efecto, no fueron pocas las diligencias que sufrieron esos ataques y muchos viajeros, además de ser despojados de sus pertenencias, fueron obligados a desprenderse de sus ropas, quedando desnudos y facilitando así que los bandidos pudiesen escapar.
En la novela se narra el enorme susto que sufrieron los cantantes cuando, de improviso, aparecieron los enmascarados en medio del camino y obligaron a los dos coches a detenerse; hubo incluso el intento del valiente italiano Giaccomo Vellani, esposo de la Albini, por defenderse; pero todo fue inútil pues los bandidos, al darse cuenta, lanzaron disparos al aire para intimidar cualquier resistencia. Después procedieron a revisar las maletas, baúles y sacos, regando los vestidos y los adornos del teatro, que fue lo único que encontraron, pues inteligentemente, la compañía había mandado todas sus ganancias y regalos en una conducta secreta que los ladrones no pudieron detectar. Sin embargo, ante las súplicas de los artistas, el convencimiento de que no traían dinero y sabedores de quiénes eran sus víctimas, los ladrones tuvieron una idea sorpresiva que nadie esperaba: pidieron que en pleno bosque cantaran sus arias más famosas. Ante ello, algunos pensaron que era la mejor concesión que podían arrancarles pues el enojo y la frustración de los asaltantes podían ocasionar que los mataran a todos, de modo que decidieron cambiar de ropa para ponerse a tono. Enorme fue su sorpresa cuando vieron sacar de los baúles trajes de una reina de Babilonia, otro del Condestable de Chester o de Adalgisa, que a muchos –procedentes de la sierra de Chalma– les hizo pensar que eran ornamentos de la iglesia o de personajes muy elevados, ya que nunca habían visto nada parecido en las personas que atravesaban el camino, regularmente vestidos con sarapes y capotones, que nada tenían que ver con estas telas finas, de raso, terciopelo y galones de oro y plata que portaban los artistas.
Fueron el tenor Galli y la señora Cesari quienes aceptaron cumplir este capricho, haciéndolo con tanto entusiasmo que hasta los pájaros en las copas de los árboles se conmovieron, dice Payno. El primero cantó un aria que le inspiró la majestad del bosque y lo hizo, según se narra en la novela, como nunca antes en el teatro, a tal grado que el jefe de los ladrones, Evaristo –quien no tenía idea de esas grandezas del genio y su voz–, se quedó inmóvil y absorto al escucharlo. El mismo entusiasmo levantó la Cesari al improvisar notas de arias que salían con enorme dulzura de su garganta privilegiada; su voz resonó en medio de la montaña sorprendiendo aún más a la gavilla de bandidos, a tal grado que Evaristo intentó abrazarla cuando terminó el improvisado espectáculo.
Al final todos quedaron contentos y agradecidos e, incluso, los artistas se fueron saludando a sus captores desde la diligencia. Ha sido difícil comprobar si este último episodio fue verdad o fantasía; las fuentes de archivo no las registraron y tampoco los periódicos dejaron constancia de ello, al menos los que hemos revisado, quizá por no tener entonces la costumbre de narrar asuntos de nota roja; sin embargo, reconociendo a Manuel Payno como un gran retratista de la vida mexicana, nos inclinamos a pensar que tenga una base real, ya que refleja la importancia que la ópera tenía en esa época.
PARA SABER MÁS
- Archivo General del Ayuntamiento de la Ciudad de México, Ramo Diversiones, años 1836, 1837 y 1838.
- El escenario urbano de Pedro Gualdi 1808-1857, México, San Luis Corporación y Patronato del Museo Nacional de Arte, 1997.
- Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío, https://goo.gl/mpyS6r
- Olavarría y Ferrari, Enrique, Reseña histórica del teatro en México, México, La Europea, 1895, https://goo.gl/nvFSp5