Una narración falsa sobre la muerte de Maximiliano

Una narración falsa sobre la muerte de Maximiliano

Emiliano Canto Mayén
Universidad Autónoma de Campeche

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 62.

El relato que suele prevalecer sobre el fusilamiento del monarca en 1867 ‒digno y noble ante la ejecución, en tanto los testigos dejan caer lágrimas por la pérdida‒, nació de un artículo publicado en París por el diario Fígaro que se lo atribuye al Picayune de Nueva Orleans, quien a su vez lo retomaba de un texto supuestamente impreso por La Esperanza de Querétaro.

Proceso de Maximiliano, Mejía y Miramón en el teatro de Querétaro, dibujo a lápiz, 1867, inv. 6949, SINAFO-FN. Secretaría de Cultura-INAH-MÉX. Reproducción autorizada por el INAH.

A fines de julio de 1867, Matías Romero escribió a Sebastián Lerdo de Tejada, quejándose de un artículo publicado semanas antes en el Fígaro de París. El texto, supuestamente impreso en La Esperanza de Querétaro el 20 de junio de 1867, había sido retomado por el Picayune de Nueva Orleans y narraba la ejecución del emperador Maximiliano. En realidad, tanto el origen como el contenido del artículo eran falsos. Como fue difundido en Europa y en diversas ciudades de Estados Unidos, Romero recomendaba que se diera una versión oficial de los últimos momentos de Maximiliano.

Este polémico artículo había surgido de la ebullición en que se encontraba la prensa francesa a mediados de 1867.

Desde la captura de Maximiliano el 15 de mayo, las comunicaciones con Europa, ya de por sí lentas, se enrarecieron y cayeron en contradicciones. A lo largo del mes de julio, mientras en París se celebraba la Exposición Universal y se recibían soberanos de todo el continente, se publicaron numerosas especulaciones sobre el destino de Maximiliano. Se rumoraba que llegaría en el próximo vapor, que Juárez pediría un rescate millonario por él, que las potencias europeas se encontraban en trámites para proteger su vida y que el gobierno estadunidense era el que, en realidad, diría la última palabra.

Cuando el 1 de julio de 1867 llegó a París la noticia de que tanto Maximiliano como los generales Mejía y Miramón habían sido fusilados, la prensa oficial dio a conocer, los días siguientes, el suceso con cierta cautela, puesto que, en su mayoría, se dijo que se esperaba una confirmación del fusilamiento y mayores informes sobre este acontecimiento.

En contraste, el Fígaro dio espacio a un artículo que narraba con detalle el juicio y últimos momentos de Maximiliano en Querétaro. Al imprimir esta versión apócrifa, el periódico parisino utilizó en su favor la curiosidad que prevalecía en Europa por conocer el final del segundo imperio mexicano e influyó en la reacción oficial de más de un gobierno de dicho continente.

Se apunta esto ya que ese artículo fue el primero que apareció con dicho contenido y, pese a sus datos “fraguados”, delineó el relato que prevalece hasta hoy de las últimas horas de Maximiliano; a saber, que este personaje se comportó con dignidad y nobleza ante la muerte y también que todos los testigos de su ejecución lamentaron con lágrimas su fusilamiento.

Por otro lado, el texto publicado por el Fígaro evidencia el espectro político de su autor, es decir, sus simpatías y odios se exponen con claridad.

Pelotón que fusiló a Maximiliano de Habsburgo, 1867, inv. 451736, SINAFO-FN. Secretaría de Cultura-INAH-MÉX. Reproducción autorizada por el INAH.

El protagonista es Maximiliano cuyos actos y dichos brillan por su solemne dignidad, Benito Juárez se expone como un mandatario inclinado a perdonar al archiduque, pero con un Matías Romero que incidía en la sentencia, acatando acaso órdenes del gobierno estadunidense.

En cuanto a los otros personajes principales de este relato, llama la atención el contraste trazado entre los generales Miramón y Mejía. A Mejía se le puso como un valiente en la hora suprema, a la par que se recalcó su origen indígena y su lealtad ante el emperador. En contraste, Miramón sólo se concentra en su muerte, lamenta de continuo sus heridas, es llevado a rastras al paredón y se desvanece de miedo en un par de ocasiones. Este juego de luces y sombras, por un lado, parece inspirarse en la crucifixión y los ladrones que acompañaron a Cristo y, al mismo tiempo, en la idealización del “indio” como bueno (Mejía) y del “criollo” (Miramón) como una raza decadente del nuevo mundo.

Si bien este texto es falso, el hecho de que el primer relato en Francia de la ejecución de Maximiliano fuera una ficción bastante convincente que se aprovechó de la distorsión reinante en Europa sobre la realidad mexicana, nos habla del morbo y curiosidad con que lectoras y lectores de periódicos parisinos buscaron noticias sobre el destino final del segundo imperio en nuestro país.

La ejecución de Maximiliano

Fígaro, 8 de julio de 1867.

Mientras preparábamos nuestra impresión, nos comunicaron el siguiente artículo que el Picayune de Nueva Orleans retomó de La Esperanza de Querétaro del 20 de junio con los siguientes detalles acerca de los últimos momentos del emperador Maximiliano. Publicamos inmediatamente este documento, cuya triste importancia no pasará desapercibida por ninguno:

… Es preciso explicar la causa de la tardanza de 34 días que sobreexcitó la opinión de nuestros conciudadanos. El primer correo llegado el 19 de mayo a San Luis con la noticia regresó aquí con las órdenes presidenciales el 22. Señalando la comparecencia del emperador ante el Consejo de Guerra.

Él protestó por escrito, solicitando ser juzgado por la Junta de Notables que lo había llamado al trono. Se suspendió el proceso y se envió al presidente esta carta acompañándola con algunos otros papeles. La respuesta, hacemos notar, regresó hasta el 30. Era una negación, motivada por el hecho ‒incontestable para cualquier persona imparcial‒ de que la Junta de Notables no había sido convocada por el mandatario de la república; a pesar de ello, el presidente, animado por un encomioso sentimiento, ofreció salvar la vida del emperador si este juraba nunca más volver a pisar suelo mexicano y firmaba, junto con esta declaración, su propia abdicación.

De manera espontánea y de viva voz, Maximiliano respondió que aceptaría gustoso estas condiciones, si los oficiales y soldados capturados junto con él fueran igualmente perdonados. En aquel momento ignoraba el destino de Castillo y de Arellano. La satisfacción ante estas condiciones dio paso a nuevas conversaciones que no llegaron a buen término.

Finalmente, el consejo se reunió en sesión secreta la mañana del 11, bajo la presidencia del general Corona, con la asistencia de los generales Escobedo, Martínez, Ruiz, Negrete y dos coroneles.

Los tres acusados fueron conducidos delante del tribunal, Maximiliano rechazó los servicios de un abogado defensor, mientras que Mejía y Miramón escogieron al mismo. No hemos podido obtener los detalles sobre esta sesión que duró apenas una hora.

La condena que partió el mismo día no volvió sino hasta la mañana del 18. Se asegura que el presidente se mostraba favorable a la clemencia: pero nuestro ministro en Washington, Romero, llevó y obtuvo la orden de ejecución, a pesar de que se argumentó la débil mayoría que había aprobado la sentencia.

Apenas el general Corona estuvo provisto del documento necesario, se hizo de su conocimiento a los tres prisioneros, los cuales no manifestaron sorpresa alguna ya que no se les ocultó por más tiempo el suplicio de los otros. Maximiliano pidió entonces que los dejaran juntos hasta el último momento, gracia que se le concedió. Se les transfirió a un antiguo convento que había servido como hospital a las tropas francesas, debido a que la sala en la planta baja era cómoda y espaciosa. En aquel sitio se encontraba la farmacia del hospital en una pieza con dos ventanas que dan hacia el jardín del claustro interior.

Se levantó un altar al fondo y los vigías recibieron la orden de disparar a cualquiera que entrara o saliera sin el salvo conducto del capitán González. También se impidió la entrada del abate Fischer, secretario y confesor de Maximiliano. Algo más tarde, se presentó el obispo de Querétaro, ofreciendo su divino ministerio que fue aceptado luego de una breve conferencia entre los prisioneros. Pasó la noche entre conversaciones en voz baja, se confesaron. Miramón sufría mucho por su herida en el ojo que curaba con agua fría.

Mejía durmió profundamente.

Maximiliano pidió papel y plumas, se requirió algún tiempo para encontrar estos en medio de la noche. Escribió dos cartas, la primera en alemán, dirigida a la archiduquesa Sofía, su madre y la segunda para su esposa. Entregó ambas al obispo suplicándole que las enviara. Las acompañó con un mechón de sus cabellos que la esposa de un guardia vino a cortarle personalmente, besó el mechón, lo enrolló y deslizó al interior del sobre ya cerrado.

Hacia las cuatro de la madrugada, Maximiliano deseó escuchar la misa que fue celebrada por el obispo, se despertó a Mejía y los tres comulgaron.

Al parecer, después de la misa, el emperador se mantuvo largo tiempo arrodillado sobre la dura piedra ‒no tenía reclinatorio‒ con los ojos escondidos y la frente apoyada sobre sus manos. No se sabe si rezaba o lloraba. Miramón se veía pálido y abatido. Mejía estaba radiante: No hay que olvidar que es indio y que es un acto glorioso para él morir junto a su señor, según lo que él afirmó.

Cuando sonaron las siete, se escuchó la música de la procesión y el capitán González entró a la capilla con las vendas. Miramón se dejó envolver la cabeza sin hacer un movimiento, Mejía se negó y, como el capitán intentó vencer su resistencia, el obispo le dijo algunas palabras en voz baja a las cuales se sometió el general. Sin embargo, el emperador adelantándose declaró que él no soportaría que le velaran los ojos. Después de un momento de incertidumbre, González se mostró indulgente y tomó su lugar, al frente de la escolta.

 

En ese momento la procesión se puso en marcha: el desfile era encabezado por un escuadrón de lanceros, a continuación, la banda tocaba una marcha fúnebre.

Un batallón de infantería, con fusil en la mano, formaba dos líneas cada una con cuatro hombres al frente, como valla.

El desfile se aproximaba a la puerta principal del hospital cuando Mejía dijo en voz alta:

—Señor, denos por última vez el ejemplo de su noble valor. Seguimos los pasos de Su Majestad.

En aquel momento pasaban los franciscanos, los primeros dos cargaban la cruz y el agua bendita, los otros traían cirios. Cada uno de los tres ataúdes era llevado por un grupo de cuatro indios; las tres cruces negras de ejecución con los bancos iban al fondo.

El capitán González dio entonces la señal a Maximiliano de descender a la calle. El emperador caminó con gran valor diciendo a los dos generales.

¡Vamos nos a la libertad![1]

La procesión remontó lentamente sobre la calle del cementerio, pasando a espaldas de la iglesia por la ruta del acueducto. Entonces el cortejo dominó toda la llanura y la escena, vista desde lo bajo, era verdaderamente imponente.

Marchaba en primer lugar el emperador, con el abate Fischer a su derecha, a la izquierda el obispo. Atrás, en la misma línea, iba Miramón, sostenido de ambos brazos por dos franciscanos y Mejía en medio de dos sacerdotes de la parroquia de la Santa Cruz.

Cuando llegaron a lo alto de la colina, Maximiliano miró fijamente el sol del amanecer. Tomó después su reloj, accionó un resorte que ocultaba un retrato, verdaderamente diminuto, de la emperatriz Carlota. Lo llevó a sus labios, después, extendiendo la leontina al abate Fischer:

—Lleve este recuerdo a Europa con mi querida esposa, y, si ella logra entenderle algún día, dígale que mis ojos se cerraron con su imagen que llevaré hasta el cielo.

Habían llegado hasta el gran muro exterior del cementerio, las campanas tañían con lentitud el redoble de los agonizantes. Tan solo las personas de la escolta se hallaban presentes puesto que cerraron el paso de la multitud para impedir que remontaran a la cumbre.

Los tres bancos con las cruces de madera se colocaron contra el muro, los tres pelotones de ejecución, compuestos de cinco hombres, cada uno de ellos con dos suboficiales de reserva, para dar del tiro de gracia, se aproximaron a tres pasos de los condenados.

El emperador, al ver el movimiento de los fusiles, creyó que iban a disparar y se aproximó rápidamente a sus dos compañeros a los que abrazó con una conmovedora efusión.

Miramón, sorprendido, casi se dejó caer en el banco, donde se mantuvo abatido. Los franciscanos extendieron sus brazos en cruz. Mejía rindió a Maximiliano su respeto con palabras entrecortadas que ninguno comprendió, después, cruzó sus brazos en el pecho, sin tomar asiento.

El obispo, avanzando, dijo a Maximiliano:

—Señor, otorgue a todo México, en mi persona, el abrazo de reconciliación. Su Majestad, perdone todo a la hora suprema.

El emperador, agitado interiormente por una visible emoción, se dejó abrazar silenciosamente. Después, elevando con fuerza la voz, exclamó:

—Dígale a López que le perdono su traición. ¡Dígale a todo México que perdono su crimen!

Después, Su Majestad apretó la mano del abate Fischer que, sin poder pronunciar palabra alguna, cayó de rodillas delante del emperador regando de lágrimas sus manos que besaba.

Muchos lloraban con abundancia, Maximiliano liberó con dulzura sus manos y, dando un paso adelante, dijo irónicamente y con una sonrisa melancólica al oficial que comandaba la ejecución:

A la disposición de usted.[2]

De inmediato, luego de un pase de espada, los fusiles descargaron sobre su pecho, él murmuró algunas palabras en alemán y la detonación envolvió de humo a los espectadores. Miramón rodó fulminado con todo su peso. De pie, Mejía extendía sus brazos en el aire hasta que una bala en la oreja le puso fin.

El emperador fue arrojado hacia la cruz que sostenía su cuerpo. Se le tomó de inmediato y se colocó en el féretro junto a los de los dos generales. Se dio sepultura a aquellos restos mortales en el mismo cementerio y el obispo dio la absolución.

… El general Corona mandó llamar al obispo y exigió la entrega de las cartas. La dirigida a la archiduquesa Sofía no fue abierta, era la madre del condenado y no podría contener nada que pareciera peligroso. A la de la emperatriz Carlota ‒por graves motivos de política y razones de estado, bien justificables‒ se le rompió el sello y se permitió al secretario tomar una copia:

Mi amada Carlota:

Si Dios quisiera que sanes algún día y que leas estas líneas, conocerás toda la crueldad del destino que me doblega sin cesar desde tu partida a Europa. Te has llevado contigo mi fortuna y alma. El no haber podido escuchar tu voz… Ay, ¡cuántos sucesos! Cuántos golpes súbitos han borrado el resplandor de mis esperanzas, al punto que la muerte para mí es una dichosa liberación y no una agonía. Caeré gloriosamente como un soldado, como un rey derrotado, pero no sin honor… si tus sufrimientos son demasiado vivos, si Dios te llama pronto a reunirte conmigo, bendeciré su mano divina que se ha cargado sobre nosotros… adiós… ¡adiós!

Esta carta estaba escrita en francés.

He leído con atención los extractos precedentes y sus detalles me parecen bastante fidedignos, la actitud de los generales Mejía y Miramón concuerda con lo que todo el mundo, en México, sabe acerca de su carácter. En cuanto al lenguaje rebosante de nobleza que se pone en los labios del emperador Maximiliano, certifico que es tal que ningún miembro de la familia imperial de Austria lo desmentiría. El hombre que se defendió como un héroe debió morir como tal.

[…]

D. G. d’Auvergne

Traducción de Emiliano Canto Mayén

  1. En español en el original.
  2. En español en el original.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *