Olivia Moreno Gamboa
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 22.
Para el siglo XVIII, un caso atípico para las librerías que se concentraban principalmente en la zona del centro histórico de la capital, era la que pertenecía al abogado Luis Mariano de Ibarra. Ubicada puertas adentro de su propiedad, en un segundo piso distribuyó su acervo que llegó a ocupar cinco de las nueve habitaciones de la vivienda.
Hacia 1730, un abogado de la ciudad de México, Luis Mariano de Ibarra, se inició en el trato o la venta de libros. Por varios testimonios se sabe que en poco tiempo llegó a formar una muy buena librería, a la que un conocido suyo describió como un cuerpo florido por la riqueza de su catálogo. Dos décadas más tarde su viuda, Ana de Miranda, llegaría a afirmar que se trataba de la mejor del reino de Nueva España, refiriéndose a su gran tamaño y amplio surtido.
En efecto, el inventario de la librería –realizado en (50 a raíz del fallecimiento de Ibarra– constató la existencia de un vasto acervo de poco más de 2 000 títulos y 2 000 ejemplares. Habría que preguntarse si estas cifras la hacían el mejor establecimiento en su tipo, tal como la viuda aseguraba, pero también cabría preguntarse qué entendían los novohispanos del siglo XVIII por una buena librería. Asomémonos al establecimiento de Ibarra para saber un poco del comercio capitalino de libros a fines de la colonia.
De abogado a librero
En el siglo XVIII no era común hallar a un graduado universitario al frente de una librería, por más que este negocio implicara la venta de una mercancía de tipo cultural, afín a su medio socioeconómico. La mayoría de los dueños de tiendas de libros eran comerciantes de oficio. ¿Por qué entonces un profesional del derecho con licencia para litigar por parte de la Audiencia de México optó por esta actividad. Es factible que se debiera a la falta de oportunidades. En la primera mitad del siglo XVIII los abogados laicos, cada vez más numerosos, comenzaron a enfrentar dificultades para colocarse en la administración civil y en cargos de gobierno. Una alternativa a la carrera burocrática era la práctica privada en un despacho propio o ajeno, que podía llegar a ser muy lucrativa si se contaba con buenas relaciones y una trayectoria destacada. Los menos privilegiados debían contentarse con ejercer actividades ajenas al foro, e Ibarra fue uno de ellos. Por un tiempo trabajó como administrador de las propiedades de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri, pero como este empleo no le garantizaba prosperidad, prefirió arriesgarse en el comercio de libros
¿Por qué invirtió en este tipo de negocio y no en otro? En Nueva España la mayoría de los oficios –como el de sastre o panadero– estaban organizados en gremios, lo que significa que nadie ajeno a la corporación podía ejercerlo. Pero los comerciantes de libros carecían de gremio (al igual que los impresores), aunque desconocemos las razones de ello. La ausencia de gremio permitió que prácticamente cualquier individuo pudiera dedicarse a la venta de impresos en condiciones muy dispares. De ahí que entre los dueños de librerías encontremos, además del licenciado Ibarra, a varios tipógrafos, un par de eclesiásticos, un alférez y un pequeño grupo de comerciantes cuya escala iba del mercader mayorista al modesto viandante o ambulante, pasando por empleados y dueños de medianos y pequeños establecimientos. Fue así como Ibarra pudo invertir en la compra de un primer lote de libros para venderlos en su casa.
Barrio de libreros
Detrás del monasterio de carmelitas descalzas, en la calle de Santa Teresa la Antigua (hoy Guatemala), entre las de Relox (Argentina) e Indio Triste (Carmen), se encontraba la casa de Luis Mariano, herencia familiar que compartía con dos hermanas. Fue en su propia vivienda, hasta el día de su muerte, donde ejerció el trato de libros. La ubicación de la librería es otro aspecto interesante del caso, porque a mediados del siglo xviii casi todas las imprentas, tiendas y puntos menores de venta de impresos –entre los que se cuentan simples mesillas o puestos callejeros– se localizaban al sur poniente de la Plaza Mayor (Zócalo). Aunque no se puede hablar propiamente de un barrio de libreros, quien quisiera comprar un libro debía dirigirse a esa zona de lo que hoy llamamos el centro histórico. Además de librerías, en esas calles había tiendas de telas, ropa, artículos de mercería, cigarros y puros, objetos de plata, esto es, mercancías importadas y de consumo suntuario.
Pero esta librería era un caso atípico por hallarse fuera del área natural a esos negocios, y también porque no se trataba propiamente de una tienda abierta, es decir, de un espacio comercial visible al paso de los transeúntes. Se sabe que algunas librerías tenían ya esa importante característica, mas no se puede asegurar que todas ocuparan locales con vista a la calle, como lo hicieron a partir del siglo xix.
Si en el periodo colonial las librerías no eran necesariamente tiendas, ¿qué eran entonces? La palabra librería designaba, en realidad, un cuerpo o conjunto de libros, de ahí que en los documentos de la época se utilice también para referirse a las bibliotecas de particulares e instituciones como conventos, colegios y seminarios. De este modo, cuando se habla de librerías coloniales se piensa en colecciones de libros e impresos, más que en los establecimientos propiamente dichos.
Al momento de fallecer Ibarra tenía una inmensa cantidad de libros e impresos sueltos sin encuadernar, llamados “cuadernillos” en la jerga de los tipógrafos y libreros. Sin duda su negocio fue uno de los más grandes de la ciudad de México. Su tamaño era semejante al de las librerías mejor surtidas de Sevilla, importante centro editorial ibérico y de abastecimiento para las colonias. Así, a mediados del siglo xviii, una buena librería hispanoamericana constaba con 1 500 a 2 000 títulos y existencias que variaban entre 10 000 y 20 000 volúmenes.
Orden en los anaqueles
Trátese de locales comerciales o de viviendas, hay que admitir que aún se sabe poco sobre las librerías como espacios físicos: el tipo de mobiliario que empleaban y su distribución, la organización de los volúmenes y la manera como se exhibía a los clientes esta peculiar mercancía que hoy podemos tomar libremente y escudriñar antes de decidirnos a comprarla. ¿Podían los lectores novohispanos hojear los libros a su antojo?
Aunque la librería de Ibarra se hallaba en su propia morada, su organización debió ser similar a la de otras que ocupaban locales comerciales. El abogado era dueño de una casa de tipo principal, con dos patios alrededor de los cuales se distribuían cuartos de distintas dimensiones. En la segunda planta guardaba su valiosa mercancía. Con el tiempo los libros llegaron a ocupar cinco de nueve habitaciones. Para comprar un impreso sus clientes debían entrar a la casa, atravesar el primer patio y subir al segundo nivel. Se sabe que los cuartos destinados a la librería estaban tapizados de estantes de madera e incluso encima y a los lados de las puertas y ventanas se colocaron anaqueles para dar cabida a más huéspedes de papel. Únicamente se dejaron libres dos paredes para adornarse con espejos y cuadros de los santos de la devoción familiar. Las dos habitaciones más amplias contaban cada una con un mostrador grande y varios escritorios, papeleras, escribanías, sillas con brazos; esto es, con muebles adecuados para la escritura, la contabilidad y la lectura. Bien podemos imaginarnos a un clérigo sentado cómodamente frente uno de los escritorios leyendo las Epístolas de San Jerónimo o la Gazeta de Madrid.
A diferencia de las librerías actuales donde predomina una distribución temática, en la de Ibarra los volúmenes se organizaban por formatos o tamaños, que eran básicamente cinco de mayor a menor: infolio, cuarto, octavo, doceavo y dieciseisavo (es decir, el tamaño resultante del número de veces en que se doblara el pliego de papel producido en la época, que era el infolio). En segundo lugar, el abogado se guiaba por la calidad de la encuadernación (dorada o fina, pergamino o común). Es posible que la mayoría de los libreros de la época ordenaran su mercancía de esta forma; al menos así lo hacía también Cristóbal de Zúñiga y Ontiveros, cuya tienda estaba en el mercado del Parián. También se consideraba el estado físico del ejemplar, pues estos libreros vendían tanto ediciones nuevas como viejas (inclusive maltratadas, rotas y apolilladas). En cambio, el contenido de las obras no contaba tanto en la organización de los acervos, toda vez que el precio de venta se fijaba sobre todo en función de la materialidad del libro. Imperaba una lógica mercantil, opuesta al orden del saber de las bibliotecas por disciplinas y autoridades. Ibarra guardó algunos de los libros más caros y finos en los cajones de los mostradores, quizás para evitar que se maltrataran o extraviaran. Si bien todos eran infolios encuadernados en dorado, las obras trataban sobre diversas materias: teología, medicina, derecho canónico y romano, entre otras. Por el contrario, las menudencias sin encuadernar, como devocionarios y comedias, se acomodaron en estantes y en cajas.
Lecturas y lectores
¿Qué tipo de obras vendía Ibarra y a qué grupos sociales estaban destinadas? Como la mayoría de las librerías del periodo colonial, la de Ibarra ofrecía principalmente libros de temática religiosa, desde las magnas obras de los Padres de la Iglesia (San Agustín) y los teólogos y comentaristas de la Biblia más afamados, hasta manuales de espiritualidad muy populares, como la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, o los Ejercicios, del obispo Juan de Palafox y Mendoza. Así, más de la mitad de los libros inventariados en 1750 eran religiosos. Seguían en importancia las obras de derecho (eclesiástico y romano) y los textos para el aprendizaje de la gramática y la retórica latinas (Cicerón, Ovidio, Virgilio). Los lectores de estas obras eran sobre todo estudiantes de los colegios de las órdenes religiosas, los seminarios diocesanos y la Universidad, donde se formaban artistas –esto es, bachilleres en Artes o Humanidades–, teólogos, juristas en ambos derechos y médicos. Para estos últimos la librería de Ibarra disponía de numerosos tratados de medicina galénica y, en menor cantidad, de cirugía y farmacopea. Además de libritos piadosos, a un público más amplio y heterogéneo se ofrecían romances y novelas picarescas como el Lazarillo de Tormes, piezas teatrales del Siglo de Oro y la lírica barroca de Góngora y de Quevedo, entre otros poetas españoles.
Ibarra también vendía libros de carácter práctico y técnico de diversas materias: lunarios o pronósticos del clima para uso de agricultores, ganaderos y navegantes; tratados de aritmética para contadores y comerciantes; libros de albeitería o veterinaria, y manuales de medicina doméstica para parteras, sangradores y barberos. Ya que la minería constituía la principal actividad económica del virreinato, no podían faltar obras tan célebres, aunque tradicionales, como la de Alonso de Barba, Arte de los metales (1639).
En suma, las lecturas destinadas a la venta eran de amplia demanda, dirigidas particularmente a eclesiásticos, profesionistas y burócratas, sectores tradicionalmente vinculados a la cultura impresa.
Aristas del negocio
La inmensa mayoría de los libros que Ibarra poseía al momento de fallecer y que quedaron asentados en el grueso inventario venían del Viejo Mundo. La producción tipográfica del virreinato era modesta en comparación con la introducida por los barcos que periódicamente arribaban a Veracruz. Entonces, como ahora, la ciudad de México era un mercado para la edición europea, y desde mediados del xviii sobre todo para la ibérica.
Para adquirir sus mercancías los libreros debían recurrir a una red de intermediarios puesto que el comercio colonial estaba restringido a un pequeño grupo de mercaderes ubicados a uno y otro lados del Atlántico. El monopolio entre España y sus posesiones americanas se conoce como la Carrera de Indias. Estos comerciantes controlaban el tráfico legal y la redistribución de diversos efectos, entre ellos libros, impresos sueltos y estampas. En la capital del virreinato los almaceneros eran hombres ricos e influyentes, algunos de origen vasco y ascendencia noble; sus fortunas constituían importantes fuentes de crédito para la minería, las actividades agropecuarias y el comercio minorista. A través de uno de ellos, Miguel Alonso de Ortigoza, Ibarra adquirió a crédito varios lotes de libros que pagaba a plazos. También acudió a un mercader de Cádiz para otros pedidos y recibió en consignación varios cargamentos para venderlos a cambio de una comisión, como hacen hoy en día casi todas las librerías.
De este modo, Ibarra adquirió importantes deudas, y la muerte lo sorprendió sin haberlas saldado. Al respecto la legislación era muy clara: obligaba a los Cadores, viudas y familiares a pagar a los acreedores. De no hacerlo por falta de solvencia, los bienes del difunto debían rematarse al mejor postor en subasta pública (almoneda), para que con el producto de la venta se liquidaran las deudas. Este fue el desafortunado destino de los libros de Ibarra. Pero ante la dificultad de rematar íntegra una librería tan grande, los acreedores accedieron a dividírsela en partes proporcionales al monto de lo que se les debía. La mayor parte pasó a manos del almacenero Ortigoza, por ser quien había otorgado el crédito más elevado. Fueron necesarios 185 viajes en carreta o a lomo de mula para trasladar las cajas de libros a la casa del nuevo propietario. Asistido por un empleado, Ortigoza siguió así vendiendo los libros que años atrás él mismo hiciera comprar y traer de España.
Para saber más
- Megged, Amos, “Revalorando las luces en el mundo hispánico: la primera y única librería de Agustín Dhervé a mediados del siglo xviii en la ciudad de México”, en Bulletin Hispanique, Bordeaux, 1999, http://www.persee.fr/ web/revues/home/prescript/ article/hispa_0007-4640_1999_ num_101_1_4998
- Moreno Gamboa, Olivia, La librería de Luis Mariano de Ibarra. Ciudad de México, 1730-1750, México, Ediciones de Educación y Cultura, 2009. “Hacia una tipología de libreros de la ciudad de México (1700-1778)”, Estudios de Historia Novohispana, México, unam, 2009, http://www. revistas.unam.mx/index.php/ehn/ article/view/15319
- Suárez Rivera, Manuel, “‘En el arco frontero al Palacio’. Análisis del inventario de la Librería de Cristóbal de Zúñiga y Ontiveros. 1758”, tesis de maestría en Historia, Facultad de Filosofía y Letras, México, unam, 2009, http://www.academia. edu/4444686/_En_el_arco_ frontero_al_palacio_._Analisis_ del_inventario_de_la_libreria_ de_Cristobal_Zuniga_y_ Ontiveros._1758