Diego Covarrubias
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 52.
Los bosques que rodean Valle de Bravo y Avándaro fueron un vergel en los años ochenta para el campismo y escapar del ruido y la contaminación de la ciudad de México. Hasta que el Chopper desapareció.
Yo, que no soy capaz de recordar lo que desayuné hoy en la mañana, o peor aún, si desayuné o no, todavía recuerdo con claridad la mayoría de los acontecimientos que nos prodigó la década de los ochenta. Recuerdo, por ejemplo, la fabulosa música; el llanto de nuestro presidente al anunciar la expropiación de la banca y su canina defensa del peso; la irrupción del neoliberalismo y de la cultura pop; la explosión en San Juanico; los terremotos de 1985, los cuales viví como brigadista de la Secretaría de Salud en vecindades del centro histórico; el mundial de fútbol de 1986, que nos dejó una mano de Dios, una chiquitibúm y una rechifla sonora a la investidura presidencial; así como un fraude electoral orquestado desde la Secretaría de Gobernación dos años después, el cual retrasó la entrada de la democracia en nuestro México lindo y querido.
Pero lo que más recuerdo, sin duda, son los campamentos que hacíamos en los alrededores de Valle de Bravo a principios de esa maravillosa década, en un lugar al que le pusimos el lepidóptero nombre de Valle de las Mariposas, y que tenía un riachuelo que serpenteaba el valle de un extremo a otro, hasta desembocar en el famoso lago del pueblo, que no era ni es lago, sino una presa construida en 1947, y que desde entonces abastece de agua a la ciudad de México. El riachuelo llegaba hasta Avándaro, que pasó de ser el Woodstock mexicano al grito de “¡queremos rock!”, a un lugar de descanso de los privilegiados, sembrado de residencias de lujo y con aroma a bosque y plusvalía.
En aquellos años de acné y secundaria, nuestros campamentos empezaban los viernes en la tarde saliendo de la escuela y terminaban los domingos. Los preferíamos antes que cualquier otro plan, inclusive que ir a bailar al Bandasha, la discoteca de moda, o jugar póker en casa de algún amigo, que eran los típicos planes de nuestros compañeros de grado y posición social. Preferíamos la sensación de estar en contacto con la naturaleza, de mirar un cielo estrellado que no imaginábamos que pudiera existir detrás del cielo grisáceo y artificialmente iluminado de la ciudad de México; de sentir el frío del bosque y perseguir los rayos del sol cuando amanecía; de meternos al riachuelo y jugar carreritas de hojas en su corriente, y sentir cómo la amistad se nos metía en la piel y los pulmones, cuando en la noche encendíamos la fogata y nos quedábamos hipnotizados viendo las flamas bailando en la oscuridad al compás de la madera crepitando y de los acordes de la música de Cat Stevens o de Pink Floyd. Luego, cuando la noche se ahondaba y sacábamos las salchichas y los chicharrones con dip de cebolla, y otras cosas no tan legales, sentíamos que todo tenía sentido, incluyéndonos a nosotros, y anticipábamos la escena de Leonardo di Caprio en el Titanic, gritando en medio del bosque que éramos los reyes del mundo.
Siempre los mismos cinco amigos, y a veces más: otros compañeros querían saber por qué llegábamos tan renovados el lunes siguiente, y entonces los invitábamos a acampar con nosotros. Nos daba mucha risa verlos aparecer el viernes con sus mocasines Florsheim, jeans Jordache con cinturones de alpaca, chamarras Members Only y sus provisiones que consistían en Frutsis de uva, Trikitrakes y Gansitos Marinela, y nos decían con orgullo que ya estaban listos para su contacto con la naturaleza. Nosotros nos reíamos por lo bajo, pensando que en realidad no estaban tan listos como pensaban, que la naturaleza se los iba a cobrar con hambre y con frío. Tal vez por eso, al siguiente campamento éramos otra vez los cinco o seis de siempre, contando al Chopper, un perro labrador negro que casi siempre nos acompañaba, y que cuando sentía el aroma del bosque y del valle corría de un árbol a otro, persiguiendo conejos y sombras, y aullando a la luna y metiéndose al río y moviendo la cola para sacudirse tanta libertad.
¿Y el Chopper?
Toda esta felicidad acabó de golpe en un campamento que empezó como todos, con los back packs arrumbados en la minúscula cajuela posterior de la combi, y nosotros cantando canciones de Silvio Rodríguez. El Chopper iba acostado en el piso, brincando de un lado a otro porque el vehículo no tenía amortiguadores, o si los tenía no servían para nada. La carretera a Valle de Bravo estaba llena de baches y temblábamos como gelatinas. Apenas llegábamos a la desviación y entrábamos al camino de terracería, se acababa la tembladera y profundizábamos en el denso bosque, que de pronto se abría en un valle mágico que nosotros llamábamos de las mariposas. Ahí, de un extremo a otro, aparecía el riachuelo con sus curvas y llegábamos a la nuestra, muy apretada, casi un círculo perfecto. Justo en medio, rodeados de río, levantábamos la tienda de campaña y reuníamos leña para la fogata, llenábamos las cantimploras con agua fresca, poníamos el casete de Cat Stevens y cantábamos: “It’s not time to make a change, just relax and take it easy […]”.
Cuando terminamos el ritual de acomodarnos en la naturaleza, alguien preguntó: “¿Y el Chopper?” Y otro respondió: “lo vi corriendo hacia allá”, señalando una de las laderas que nos rodeaban, “al rato regresa”. Pero después de preparar la cena y tender los sleeping bags alrededor de la fogata, y que la noche le empezará a ganar terreno a la tarde, el Chopper no regresó. Salimos a buscarlo gritando: “¡Chopper, ven Chopper!”, alejándonos del campamento hasta donde la prudencia nos permitía, pero cada vez era más de noche. Regresamos por las linternas, y alguien dijo que mejor cenáramos y que el Chopper volvería más tarde, porque era un perro muy inteligente y ya conocía el lugar. Pero la realidad es que todos estábamos un poco inquietos cuando nos fuimos a dormir y él no regresó.
Nadie quiso contar las historias de miedo que contábamos siempre, un poco porque el Chopper seguía sin regresar, y otro poco porque a medianoche escuchamos unos cantos como de chamanes, o algo así, que parecían bajar de la ladera por donde se había ido. Cuando abrimos la diminuta ventana de la tienda de campaña para ver qué era y nos asomamos a la noche, vimos unas luces que se movían como si fueran una serpiente de antorchas iluminando la oscuridad y bajando por la montaña, y escuchamos con más claridad los cantos, que ahora parecían rezos, pero un poco más amenazadores. Ninguno de nosotros decía nada, sólo nos mirábamos tratando de disipar la nube verde que todavía nublaba nuestro entendimiento, pero sin atrevernos a salir de la tienda y hundiéndonos en nuestros sleeping bags, tratando de escondernos en el sueño, que a unos les llegó antes que a los otros, y los cantos que seguían cada vez más cerca y el destello de las luces, que no recuerdo cuándo se apagaron, o si simplemente se desvanecieron, igual que nuestras ganas de quedarnos en el campamento, y más cuando a la mañana siguiente nos fuimos despertando, cada quien a su ritmo, de una pesadilla que era real, y en vez de salir a perseguir los rayos del sol para calentarnos, o darnos un baño apache en las heladas aguas del riachuelo, nos quedamos paralizados del miedo viendo el collar del Chopper, que alguien, quién sabe quién, había colocado encima del carbón todavía humeante de la fogata. Sin hablar, como si con el puro ánimo nos entendiéramos, levantamos el campamento y nos subimos a la combi para irnos de ahí, y recorrimos el camino de terracería de regreso a la carretera, echando fugaces miradas por el espejo retrovisor, como si presintiéramos que alguien, o algo, nos seguía, y no fue sino hasta llegar a Toluca, cuando brincando entre bache y bache, se rompió el maldito silencio y alguien dijo, por decir algo: “¡Puta madre! ¿Qué pedo?”.
A los seis meses volvimos a salir de campamento, ya no al Valle de las Mariposas, a donde no regresamos nunca, sino a Tenacatita, una hermosa playa en el estado de Jalisco. Sentíamos como lápida la ausencia del Chopper, pero ya éramos otros, con una mirada menos ingenua y un rostro más endurecido. Además, teníamos una pistola escondida en una caja vacía de Zucaritas, debajo del asiento delantero de la combi, y al alcance de nuestro miedo.