Darío Fritz.
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 32.
Todas las profesiones se asocian a los cinco sentidos. Pero en algunas se fortalecen más. El olfato en el político, el gusto en el sommelier, el tacto en el masajista, la vista en el guardaespaldas, el oído en el adulador. Hay profesiones atribuíbles a las manos como la de los artesanos o a los pies en el caso de los desaparecidos pisadores de uvas. A los brazos en el campesino. Están las del sexto sentido, si es que eso existe: espiritistas, tarotistas, chamanes o apostadores. Profesionales de la suerte como los alpinistas, de la muerte como los taxidermistas o de la vida como los paramédicos. Y hay también profesiones asociadas al sedentarismo. Qué podían hacer ante eso empleados de comercio como los de la imagen si pretendían combatir la rutina detrás de un escritorio haciendo cálculos, revisando estados bancarios, haberes y deberes, o atendiendo a sus clientes.
Los empleados de la foto rompieron la rutina cierto domingo de 1909 para admirar la musculatura del especialista en lucha grecorromana. Sin abandonar el saco, la corbata, el sombrero ni el zapato de charol de la semana “la elegancia no siempre se relaciona con la practicidad”, sacaban boleto para echar el ojo en las luchitas que se daban en los desaparecidos jardines del Tívoli del Eliseo, donde en la actualidad se cruzan Insurgentes y Puente de Alvarado. La asistencia a las luchas era todo un acontecimiento en tiempos de élites porfirianas y también un servicio de la Sociedad Mutualista de Empleados de Comercio para sus agremiados, que alentaba a disfrutar del espectáculo, pero escasamente a su práctica en momentos en los que hacer deportes era cosa de rara avis.
De todos modos, los espectadores no parecen muy emocionados por el concentrado luchador que hace gala de fuertes bíceps, su pantalón de malla ajustado con cinturón de cuero, borceguíes y una axila devoradora de desodorante. Eran los comienzos de un deporte obviamente amateur en el país, que no estaba aún para olimpiadas ni para plantarle cara al más benjamín de los luchadores japoneses de sumo. Según las expresiones de los parcos integrantes del público, no parece que aquello de levantar 125 libras (casi 57 kilos) sea lo suyo. Su pasión estaba por otro lado. Nada que los asociara con la “vuelta de cadera”, la “cabeza a tierra” o el “puente”, como se conocían algunas de las técnicas de la lucha grecorromana. Sólo el joven semi-agazapado parece tomarse en serio la demostración. Al menos para salvar el pellejo ante una eventual debacle del luchador.