Pedimos Posada

Pedimos Posada

Marisol Tarriba Martínez López
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  22

Pocas fiestas mezclan de una forma tan espontánea y amena el juego, la música y la teatralidad, sin excluir un carácter solemne y espiritual. Una de ellas es esta tradición religiosa que los sacerdotes agustinos propalaron a partir del siglo XVI.

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Casi todo mexicano hoy en día puede presumir de haber asistido a una posada alguna vez en su vida. En México, la palabra posada se utiliza con más frecuencia para hacer referencia a las festividades decembrinas que preceden a la Navidad, que a aquello que dio el nombre a tales fiestas: la petición de alojamiento. Actualmente es común que en las escuelas primarias los alumnos celebren una posada el último día de clases de diciembre, consistente en romper una piñata con forma de alguna caricatura célebre y recibir bolsas de dulces. Entre las familias y amigos no falta quien invite, a partir de la segunda semana de diciembre, a celebrar una posada en su casa, es decir, tomar ponche, platicar y tal vez romper una piñata. Sin embargo, en contextos populares y sobre todo en barrios de larga tradición, las distintas familias se organizan para hacer una posada mucho mA?s apegada al rito de hace 200 años, y se percibe en este tipo de posadas aquella solemnidad religiosa de la que tanto hablan los autores de antaño.

BiC22-WEB_Página_28Quizá convenga preguntarse a qué se debe la popularidad e importancia de las famosas posadas mexicanas; ¿de dónde provienen?, ¿por qué?, ¿cuándo? Las posadas han devenido en un tipo de festividad muy amplio y algo ambiguo, pues casi cualquier fiesta que tenga lugar durante los días previos al 25 de diciembre y donde haya piñata y ponche, puede darse el privilegio de llamarse así. Sin embargo, eso obedece al carácter profanizado de nuestra sociedad actual; las festividades, como las sociedades, se transforman con el correr de los años. A mediados del siglo XIX, para que una celebración pudiera denominarse posada, debía cumplir ciertos aspectos que muchas de nuestras posadas actuales ya no cumplen. Para comenzar, y ante todo, debían profesar una naturaleza religiosa.

El tema de las posadas es algo recurrente en los escritos del siglo XIX y aparece en textos que van desde las crónicas y las memorias (como las de Guillermo Prieto y Antonio García Cubas), hasta los libros de viajeros como el de la señora Calderón de la Barca. Las posadas de mediados del siglo XIX eran una manifestaciA?n muy importante de las creencias religiosas y las diversiones decimonónicas; al estudiarlas, debemos tener presente su nexo con la religiosidad de la sociedad mexicana del siglo XIX, sin olvidar la importancia que tenían las fiestas como un entretenimiento que permitía convivir y olvidarse del trabajo cotidiano. En El libro de mis recuerdos, García Cubas define acertadamente el carácter de las posadas que buscamos transmitir: En ningunos actos, tanto como en estos, ha tratádose de unir estrechamente lo humano con lo divino, la diversión con el fervor religioso, o como vulgarmente se dice, la ópera con el sermón.

Raíces de una tradición

Si bien la Navidad ha sido para el mundo cristiano una fecha importantísima desde los primeros siglos del cristianismo, en México la celebración de la natividad de Cristo es precedida, hasta el día de hoy, por una serie de rezos y festividades que son practicados durante nueve días y culminan la noche del 24 de diciembre, conocidas mundialmente como las posadas mexicanas. Estos ritos remontan su origen a las misas de aguinaldo que introdujeron los agustinos en Nueva España desde el siglo XVI, y que durante la Colonia fueron adquiriendo rasgos distintivos y únicos, hasta volverse un fenómeno novohispano por antonomasia, que sobrevivió a la independencia y llegó al siglo XIX totalmente arraigado en la tradición de los mexicanos.

La historia de las misas de aguinaldo (de preparación para la Navidad) tiene una larga duración; sin embargo, en Nueva España adquirieron rasgos muy particulares y se extendieron durante el siglo XVI debido a la labor de los agustinos. Fueron ellos quienes difundieron el octavario y el novenario por el Virreinato, con la intención de sustituir ritos prehispánicos por cultos cristianos, haciendo coincidir sus fechas y permitiendo, a su vez, que los indígenas conservaran algunos de sus bailes y cantos populares. Las misas de aguinaldo se celebraban en el atrio de las iglesias, comenzaban el 16 de diciembre y terminaban el 24 con la misa de gallo o de medianoche. Los padres agustinos las acompañaban con villancicos para hacerlas más atractivas, y su éxito fue tal que para fines del XVI ya eran una práctica generalizada en muchas partes de Hispanoamérica. Tales misas tenían la doble función de preparar para la Navidad y enseñar su significado a los neófitos, por lo cual estaban llenas de simbolismos. Al finalizar, los agustinos daban fruta y dulces a los asistentes en agradecimiento por aceptar la doctrina de Cristo. Los padres, en sus misas, se servían del rezo de rosarios, de canciones y de representaciones para recordar al pueblo la peregrinación de José y María de Nazaret a Belén.

Tales misas fueron transformándose gradualmente hasta cobrar la forma definitiva de las posadas. Debido a la gran concurrencia que tenían, las autoridades civiles coloniales ayudaron a que se trasladaran de los templos religiosos a las calles y plazas. Para fines del siglo xviii, con sus variaciones, las posadas tenían ya la siguiente dinámica: primero se rezaba el santo rosario correspondiente y se cantaban las letanías mientras que los asistentes formaban dos filas, a cuyo término iban dos niños portando imágenes de María y José, simbolizando su peregrinación. Después, un grupo representaba a los peregrinos que pedían dónde pasar la noche, y otro se metía a la casa y les negaba la entrada un par de veces, hasta que llegaba el momento en que permitía pasar a los peregrinos. Al final se celebraba una Cesta acompañada de villancicos y se daba clausura a la noche entregando dulces, llamados aguinaldos. Posteriormente se incorporó al festejo la piñata, elemento dirigido particularmente a los niños y que posiblemente simbolizaba el triunfo de Dios ante Lucifer.

Hablar de posadas es hablar de religión; la sociedad mexicana de la primera mitad del xix era, en el aspecto religioso, casi igual a la novohispana. Las primeras décadas de la república no influyeron de manera importante en esta religiosidad, por lo cual la vida cotidiana seguía permeada por ella de forma esencial, dentro y fuera del hogar. La sociedad a la que nos referimos vivía aún bajo la sombra de la novohispana, y se veía rodeada de Cestas religiosas todo el año. Eran parte indisociable de la vida cotidiana: eran sus dotadoras de sentido. Guillermo Prieto, en sus Memorias, nos esboza el panorama de lo que llama el entusiasmo cristiano: En enero rifas de santos y compadrazgos; en cuaresma función los viernes, confesiones y comuniones por intención, y paseos con motivo de la semana mayor y sus procesiones. Ejercicios, desagravios, romerías, posadas, nochebuena, nacimiento…. ¡La mar! Se trataba de festividades periódicas que participaban de ese entusiasmo por lo divino; entusiasmo consensuado, que gobernaba las acciones y las pasiones de toda la sociedad.

Los días de posada eran días de gran movimiento, pues las personas iban del templo al mercado y a diversos comercios a prepararse para los rezos y las celebraciones. Apenas llegaba el 15 de diciembre, los jóvenes comenzaban a anunciar las posadas en las calles de las zonas más frecuentadas. Las campanas de los templos avisaban la hora de la misa de aguinaldo cuando apenas amanecía. Los templos adornaban sus altares con nacimientos decorados con heno, nochebuenas, trébol y encino, además de los clásicos personajes de José, la Virgen, la mula, el ángel y el buey.

En las misas reinaba un ambiente especial, festivo y jubiloso, alimentado por la música y los cantos que se hacían oír dentro de los templos. La alegría no se limitaba al interior de estos, pues también en las calles se experimentaba el sentimiento de movimiento y entusiasmo entre comerciantes y compradores; las familias de clase media enviaban a sus lacayos a las casas de empeño para así conseguir dinero y comprar lo necesario para la velada: cera, músicos, alcohol, prendas de vestir. Prieto critica que estas Cestas dieran lugar a tal despilfarro: Gastemos, empeñémonos, gocemos un día; ayunemos ciento… […] ¿para qué?, para la vanidad de unas cuantas horas, para halagar al pueril pundonorcillo.

La gente estaba dispuesta a sacrificar sus ahorros y pertenencias para conmemorar de una manera espléndida la jornada de los santos peregrinos. Aunque esto causara disgusto a Prieto, los mexicanos del siglo xxi todavía podemos comprender tal disposición al sacrificio por sólo un día de Cesta; es algo que aún sucede, ya sea en honor a un santo, a una boda o a unos quince años. Para quien comprende el sentido de la Cesta, el despilfarro lo vale. Así pues, las posadas eran días de consumo en que los puestos de frutas y golosinas hacían su fortuna; turrones, plátanos, obleas, canelones, cañas, coquitos, cacahuates, castañas asadas, jícamas, naranjas y demás confites eran ofrecidos por doquier. Y la Plaza de la Constitución, testigo de tantas épocas, era el lugar en donde los puestos se instalaban ofreciendo todo lo necesario para los festejos.

La gente ponía gran esmero en todos los preparativos: instalaba el altar y el nacimiento, no sin antes limpiar y restaurar las piezas de barro o cera, intentando decorar a los personajes según la moda de la época. El ruido del alborozo se hacía oír por doquier, pues sonaban pitos, sonajas de hojalata, panderos, tambores, flautas, guitarras, cohetes que iluminaban el cielo y cánticos provenientes de las casas y vecindades. Otra señal que anunciaba la llegada de las posadas era la decoración de las casas y las fachadas con faroles de papel de colores, lumbradas de ocote, arcos de tule y obleas, inciensos, flores, vasos de colores y cortinas. Prieto cuenta que una vez que todos los invitados llegaban a la casa anfitriona, se hincaban y comenzaba a entonarse el rosario por el sacerdote, de haberlo, y si no por algún hombre de espíritu laborioso. Se cantaba alguna cuarteta entre rezo y rezo, acompañada por algunos instrumentos musicales y, al finalizar los rezos, los asistentes se levantaban con una vela encendida e iniciaba la procesión.

García Cubas nos ofrece una imagen detallada de cómo se formaba dicha procesión en las familias de clase media o alta: primero los niños, después los jóvenes de ambos sexos, tras ellos las personas de mayor edad; a continuación seguían los niños que cargaban a los santos peregrinos, al ángel y a la mula, luego los músicos y, dependiendo de la familia, la servidumbre. Entre música y cohetes se daba una vuelta alrededor de la casa mientras se recitaba la letanía, hasta que la procesión se dividía en dos grupos, uno de los cuales quedaba dentro de una habitación (compuesto en general por mujeres), y el otro fuera de ella representando a los peregrinos José y María. Al pedir posada, se entonaban cantos en los cuales, dice Prieto, José expone la preñez de la Virgen, su frío, su pobreza, y el posadero testarudo erre que erre: le insta, le ruega, le suplica, le rehúsa, y el diálogo es animado […]: mientras los demás devotos a imitación de lo que pasa con los santos, piden posada, instan y se ruegan y dan celos… Al abrir sus puertas el posadero, se apagaban las velas del altar, se rezaba la novena y volvían el griterío y los silbidos. Terminados los rezos comenzaban el baile y la música y, según la casa, se distribuían cacahuates, dulces y confites, arrojándolos al suelo, o se rompía la piñata. Esta se colgaba del techo o se depositaba en el piso, y luego la gente la rodeaba en un círculo mientras un concurrente, con los ojos vendados, intentaba romperla de un garrotazo. Las piñatas eran parecidas a las de hoy en día: ollas de barro recubiertas de papeles y lienzos coloridos para representar diversas figuras grotescas, rellenas de fruta, cacahuates y demás confites.

Tales festejos ocurrían dentro de las casas, ya fueran particulares, en el caso de las clases medias y altas, ya fueran de vecindad, para las familias de menos recursos. Cada noche correspondía a una casa distinta ser la anfitriona para la posada, y las familias invitadas a la primera noche de posada estaban prácticamente obligadas a ofrecer sus propios hogares para las siguientes noches. El ceremonial de las posadas era muy similar para todas las familias, difiriendo en aspectos como la fastuosidad, las prendas, los cantos o la celebración en interiores o exteriores. En algunas casas se daba mayor importancia al aspecto religioso, mientras que para otras los rezos eran más bien parte del ritual para finalmente llegar al convivio.

La temporada de posadas era de las más animadas y alegres del año, quizá debido a que, como dijo García Cubas, es aquella en que se celebra el acontecimiento más grato que registran los fastos de la humanidad: la venida del Salvador. Los niños las disfrutaban debido a los juguetes y colaciones que recibían, y los novios por la oportunidad que se les ofrecía de cortejarse. Las posadas cerraban el 24 de diciembre, fecha en la cual se sustituían los regalos y aguinaldos por un banquete. El ritual era casi idéntico a las noches anteriores, pero al terminar el rezo de la novena jornada, se acostaba al niño Dios en el pesebre del nacimiento, y pasada medianoche se servía por Cn la cena de Nochebuena. Con este banquete culminaban las jornadas posaderiles que tanta devoción, diversión, sacrificio y emoción provocaban en la sociedad mexicana de aquellos tiempos. Gracias a un autor tan apasionado y lírico como Guillermo Prieto, podemos viajar al pasado a través de su detallado y nostálgico testimonio del día de Noche Buena en su crónica de 1868 en El Monitor Republicano:

 

En el comedor y la despensa se representaba otra escena, era la postura de la mesa para las personas, las mesitas para los chicos y la solemne distribución de colación en tompeatitos pequeños, pero con sus dulces cubiertos, sus cacahuates y tejocotes, su plátano pasado y su diluvio de anises, confites y canelones. En la sala, en una especie de grave aislamiento, la aristocracia de la familia, con el sacerdote de la casa disponiendo el nacimiento, reconstruyendo el portal, sacudiendo pastores y reyes magos, poniendo en corriente a las fuentecitas que han de arrojar agua y a los nadadores, sembrando el heno y la lama de refulgentes estrellas y cometas de estaño y de sutiles hilos de escarcha que han de reverberar flotantes con las mil luces del nacimiento. La posada, el rorro, el nacimiento, el baile…. ¡Oh cuánta deliciosa emoción! Y luego el baile, y si venía a cuento, la misa del gallo, y si duraba el fervor, a saludar la aurora tomando leche al pie de la vaca…

Pensar una tradición de tan larga duración, que aún vive en nuestra sociedad mexicana, incita a reflexionar sobre muchos aspectos de nuestra historia y nuestro presente. Hoy en día, las posadas son una tradición ampliamente extendida, mientras que muchas otras celebraciones han desaparecido o están en vías de hacerlo. ¿Qué tienen de particular estas Cestas decembrinas que cada año nos siguen anunciando los puestos de piñatas, frutas, musgo y heno? Quizá se deba a que pocas Cestas, como esta, mezclan de una forma tan espontánea y amena el juego, la música y la teatralidad, sin excluir un carácter solemne y espiritual. Cada año se imprimen libretas de villancicos, cada año se producen figuras para nacimientos. Cada año nos gusta ser parte de ese escenario que son las calles y sentirnos peregrinos aunque sea sólo por el placer de convivir. Cada año las posadas renacen, y somos los mexicanos quienes las hacemos vivir.

Para saber más

  • García Cubas, Antonio, El libro de mis recuerdos, México, 1904, http://archive.org/stream/ ellibrodemisrec00cubagoog#page/ n7/mode/2up
  • Aracil, Beatriz, Fiesta y teatralidad de la pastorela mexicana, México, Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, 2004.
  • Iglesias y Cabrera, Sonia C., Navidades mexicanas, México, Conaculta/Dirección General de Culturas Populares, 2001.
  • Staples, Anne (coord.) “Bienes y vivencias. El siglo xix” en Pilar Gonzalvo Aizpuru (DIR.), Historia de la vida cotidiana en México, México, FCE/El Colegio de México, 2005.

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