María Elena Crespo Orozco
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 28.
La emperatriz Carlota y Luciana Arrázola de Baz fueron pioneras en transformar la atención pública de las mujeres embarazadas en la ciudad de México. Mejoraron la higiene y la atención, trajeron nuevas normas sanitarias y, sobre todo, ampliaron la cobertura a sectores pobres de la población.
Durante el siglo XIX en México las mujeres no solían dar a luz en los hospitales, primero porque eran lugares caritativos dedicados a atender a los pobres, y en segundo lugar porque el momento del parto transcurría en la privacidad del hogar: en la habitación de la mujer encinta. Durante esa época, en el momento del alumbramiento eran las parteras, más que los médicos, quienes asistían a las mujeres incluso aquellas de clase alta, y sólo si se complicaba la situación y la familia tenía dinero suficiente, solicitaban los servicios del médico.
La posibilidad de la muerte materna por una hemorragia o una infección posparto era común. El caso de la condesa de Presa de Xalpa, en 1801, es un ejemplo de ello. Al momento del parto recibió una mala atención, la criatura nació muerta pero ella se quedó sin habla tras el alumbramiento, veía sin fijar la vista, y en vez de atenderla la dejaron en su cama hasta que murió. Por otra parte, las mujeres tenían los hijos que Dios les mandase como la esposa del conde Romero de Terreros, el minero novohispano más rico de ese momento, quien se casó a los 46 años con una joven de 23. La mujer se embarazó por lo menos nueve veces en diez años, y vivió momentos delicados para su salud, hasta que como consecuencia de un parto falleció.
El Departamento de Partos Ocultos del Hospicio de Pobres de la ciudad de México era un lugar que brindaba atención a algunas mujeres embarazadas de la capital. Fue inaugurado en 1806 y continúo operando hasta mediados del siglo XIX. Recibía a mujeres españolas que no podían dar a luz en su casa, generalmente porque habían concebido un hijo fuera del matrimonio, y deseaban conservar su honor y el de su familia. La institución les guardaba el anonimato: a su arribo al lugar, cada una entregaba un sobre con sus datos, el cual sólo era abierto en caso de muerte para notificar a los familiares. Durante su estancia eran alojadas en habitaciones aisladas, y se cubrían con velo desde el ingreso hasta la salida, inclusive durante el parto si así lo solicitaban. Finalmente, si todo transcurría bien, abandonaban el lugar luego de dar a luz y el recién nacido era trasladado a la Casa de Niños Expósitos en caso de que lo pidiesen.
La atención del Departamento de Partos Ocultos estaba dirigida a una minoría de la capital y no respondía a las necesidades de las mujeres pobres de la ciudad, en muchos casos inmigrantes de otras regiones del país, dedicadas al hilado, la costura, la venta de alimentos en las calles o bien que se ganaban la vida como cigarreras, tortilleras, atoleras, nodrizas, lavanderas o sirvientas domésticas. Por su situación de abandono y pobreza, para ellas resultaba complicado costear las atenciones de una partera, ya no se diga los servicios de un médico. Fue el caso de Inés Alcántara cuyo hijo nació gracias a la caridad y ayuda de sus vecinas, que le proporcionaron la ropita indispensable para envolver a su hijo, porque no disponía de recursos.
.