José Francisco Vera Pizaña
Maestría en Historia, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 43.
Caballeros, villanos y guerrilleros asolaban los escasos caminos del país hacia 1850. Su auge, muchas veces vinculado a la admiración y en múltiples ocasiones al terror, obligó a medidas de seguridad y sanciones drásticas. Fueron personajes sin ideología, que supieron acomodarse también a los bandos ganadores cuando se trataba de luchas políticas, lo cual les permitió cierto ascenso social en algunos casos.
Innumerables son las historias de ladrones que uno escucha en México, algunas de ellas de interés emocionante y carácter romántico.
Waddy Thompson, 1846.
En su obra de 1905, El libro de mis recuerdos, el gran retratista de la vida cotidiana en México Antonio García Cubas (1832-1912), narra una colorida estampa de todas las peripecias, contratiempos y banalidades que esperaban a los viajeros que se atrevían a transportarse en diligencia desde la capital mexicana hasta el puerto de Veracruz a mediados del siglo XIX. Más allá de las trivialidades que daban cuenta de lo engorroso que llegaba a ser viajar en coches –incomodidad que se acrecentaban ante la casi inexistencia de caminos–, nada despertaba más terror entre los pasajeros de diligencia que la posibilidad de encontrarse con alguno de los muchos bandidos que asolaban la mayoría de las pocas vías de comunicación que comunicaban la nación.
García Cubas continúa su relato y nos presenta una ficción de aquello que pasaba por la mente de los tripulantes de la diligencia al ver una polvareda de tierra acercándose a lo lejos, señal inequívoca de una banda de asaltantes: “las damas [se preguntaban], si los ladrones tenían la costumbre de llevarse a las mujeres; el que la echaba de valiente, si estaban dispuestos todos los pasajeros a defenderse; y el fraile, si serían los bandoleros de los que pedían a los padrecitos su bendición y la mano para besarla, o de los que apaleaban sin respetar el carácter sacerdotal”.
Esta crónica novelada no debe tratarse como un mero recurso literario; al contrario, tiene que entenderse como un testimonio vívido que busca dar cuenta de un problema muy importante del desarrollo del México independiente: el bandolero. No nos referimos a los bandidos citadinos, cuya lógica y forma de actuar merecería un artículo propio, más bien nuestro interés versa en torno a los del mundo rural, apegados a formas y dinámicas bien definidas y que muestran la dificultad que tuvo el Estado mexicano para imponer su autoridad sobre los muchos grupos, comunidades y sociedades que conformaban la república.
La seguridad de los caminos que conectaban a la novel república mexicana del siglo XIX era muy escasa, pues la autoridad del gobierno –centralista o federalista– se caracterizó más por negociar con los caciques, hacendados y jefes político-militares, que por instaurar un monopolio efectivo de la fuerza pública –aunque no podemos decir que no lo haya intentado–, lo que se tradujo en una falta de eficacia policial en los distintos niveles de organización gubernamental. A ello hay que sumar los distintos conflictos políticos en las regiones más alejadas de la capital, las incontables guerras civiles que devastaron cualquier intento por generar un gobierno estable y las dramáticas invasiones extranjeras que en más de una ocasión sembraron el caos en el país. Al observar este panorama tan trágico, no sorprende el temor que sentía cualquier peregrino que tuviera que recorrer el territorio mexicano por cualquiera de sus caminos.
Basta con analizar los testimonios que algunos de los cronistas de la época dejaron a la posteridad para entender que el miedo hacia los bandidos era real y no podía ser tomado a la ligera. Madame Calderón de la Barca, en sus cartas escritas durante sus viajes por México y después editadas como La vida en México durante una residencia de dos años, narró su experiencia y el miedo que sintió a la presencia de los bandoleros en uno de los caminos que tuvo que recorrer en su viaje de Veracruz a la ciudad de México.
Dado que la capacidad del gobierno para imponerse a las comunidades locales y de someter a los cuerpos de disidentes del Estado fue muy endeble durante gran parte del siglo XIX, el papel de defender a la población contra los grupos de bandoleros recayó en hombros de los gobernadores estatales y de las autoridades municipales –a los que posteriormente se unieron los mismos hacendados–, quienes impulsaron la creación de guardias rurales de caballería, a veces integradas por veteranos de las diferentes guerras internas del país.
Así, en un primer momento, la policía rural junto con algunos cuerpos de ejército o de milicias eran los encargados de brindar seguridad en contra de las bandas criminales que asolaban las provincias mexicanas. Por ejemplo, la cuadrilla de Agapito Gómez sembró la desolación en gran parte del estado de Zacatecas en los primeros meses de 1863, por lo que se ordenó al destacamento del coronel Gregorio Sánchez Román que les hiciera frente, lo que terminó en la derrota del maleante después de varios enfrentamientos armados. También ese mismo año, la gavilla de Mauricio Barrera y Gil Ibarra “el Cuervo” fue sometida un contingente de soldados de infantería y caballería zacatecanos, quienes incluso tuvieron que operar en Aguascalientes para darles alcance a los bandidos.
Pero sería la policía rural o “los rurales”, la principal línea de defensa en contra de las tropas de bandoleros y salteadores de caminos durante la segunda mitad del siglo xix. Según el historiador Paul Vanderwood, en 1861 se conformaron cuatro cuerpos de 800 hombres en total, mismos que volvieron a reorganizarse y a extenderse en 2 000 al final de la guerra contra Francia. No fue sino hasta el porfiriato cuando los rurales adquirieron una importancia real a nivel nacional e incluso internacional, pues fueron reconocidos como un cuerpo de elite, lo que les dio un sentido mucho más romántico de lo que era México y contrastaba con los resultados concretos que llegaban a alcanzar, pues al final no resultaron ser un cuerpo tan eficiente.
Caballeros
La imagen del bandido romántico que se formó en el siglo XIX fue alimentada con anécdotas reales vividas por los viajeros de la época, quienes dieron fe de que los bandidos podían ser tan caballerosos y corteses con sus víctimas, como mortales y despreciables. En este sentido, la intensidad de la violencia con que los ladrones actuaban dependía tanto de las necesidades del atacante como de la respuesta que llegaban a ofrecer los asaltados. Por ejemplo, podría darse el caso de que los tripulantes se encontraran ante “caballeros-bandidos”, que cometieran su atraco de la forma decente, tal como lo describió Waddy Thompson en sus memorias tituladas Recollections of Mexico, pues después del asalto, los bandidos voltearon hacia sus víctimas y les dijeron “Señores, no supongan que somos ladrones de profesión, somos señores [somos caballeros], pero hemos tenido mala fortuna, y eso nos ha obligado a incomodarlos a ustedes, por lo cual le rogamos que nos perdonen”.
Esta fue la imagen que en gran medida quedó plasmada en el imaginario de los mexicanos y extranjeros que visitaban el país: el bandido caballero que era cortés con las damas y besaba la mano del cura. El barón Henrick Eggers, militar danés que acompañó a la expedición francesa de Maximiliano, explicó este comportamiento tan caballeroso de los bandoleros mexicanos en que “probablemente se debe al hecho de que tienen que tratar con damas y extranjeros”. La sociedad mexicana se refería a ellos como “caballeros”, que sobresalían por los buenos tratos hacia sus víctimas, pues incluso les permitían conservar una última moneda para comprar un desayuno cuando llegaran a su destino.
Este tipo de bandido caballeresco era aclamado por la sociedad a tal grado que se volvieron parte del imaginario colectivo. Las peripecias de bandidos como Heraclio Bernal “el Rayo de Sinaloa”, Santanón y “Chucho el Roto”, eran tema de conversación entre los habitantes de la ciudad de México. Muchos eran también respetados por su carácter colectivo y el gran dominio de la región en que se desenvolvían y, hacia finales del siglo XIX, se les admiraba por cómo se burlaban de los distintos intentos que el Estado realizaba para capturarlos, al grado de que muchas de sus acciones y desenlaces trágicos eran plasmadas en novelas, corridos y cancioneros populares.
Crueldad
Al mismo tiempo que generaban respeto y admiración por su cortesía y caballerosidad, los bandidos también podían ser personajes temidos por el pueblo y odiados por el gobierno, el cual consideraba al latrocinio como un mal endémico que debía de ser erradicado, pues generaba una mala imagen del país. Lo cierto es que muchos bandidos se ganaron a pulso ese desprecio, pues llegaban a sobrepasarse con sus víctimas, en especial si éstas se resistían a ser asaltadas o no acataban las órdenes que les daban: “Al que voluntariamente no ejecutaba tal acción [de arrodillarse], lo azorrillaban a golpes, y a los que desgraciadamente apartaban sus miradas de la tierra, a culatazos y empellones les hacían obedecer”, recuerda Antonio García Cubas. Y si los asaltados decidían resistirse por medio de las armas: “…se arma una balacera de la cual salen vencedores los que tengan mayor número de contendientes y mejores armas. Si los bandidos triunfan, no solo se llevan todo lo que encuentran, sino que asesinan a todos sin mayor consideración”, explicó el barón Henrick Eggers. Muchos no sentían remordimiento de despojarles hasta las últimas ropas a sus víctimas, como en 1835, cuando una banda de cuarenta bandidos se dispuso a asaltar una caravana de mulas en Río Frío, pero como llegaron temprano, se dedicaron a robar a todo el que pasara por ahí (cerca de ochenta personas) y a una diligencia, de la cual obtuvieron muy buen botín.
Otro tipo de bandoleros, mucho más agresivos y cínicos, eran aquellos que no tenían descaro al cometer sus fechorías y disfrutaban al molestar a sus víctimas. Uno de los casos más sonados ocurrió en los tiempos en los que gobernaba Antonio López de Santa Anna (1833-1855), cuando se descubrió que uno de los generales más cercanos al gabinete, el coronel Juan Yáñez, era el jefe de una gavilla de bandidos dedicada a ejecutar toda clase de horrores y a llenar de improperios a los mexicanos que tenían la mala fortuna de toparse con ellos. Al final –y ante la sorpresa de todos–, Yáñez fue condenado a muerte por garrote, una forma de ajusticiamiento muy común para la época, pero ni así demostró remordimiento por sus actos.
Aquí valdría la pena observar la forma en que el gobierno mexicano trató el problema del bandolerismo en las distintas etapas de su desarrollo. En 1835 se promulgaron leyes de excepción para transferir el ejercicio de la justicia contra bandoleros de los tribunales civiles a los militares, en los que se reducían las garantías de procesos imparciales. También en 1857, cuando el problema se volvió tan insoportable en Jalisco que el gobernador decretó que todo bandolero atrapado debía ser enjuiciado y fusilado, en caso de culpabilidad, en un plazo no mayor a 24 horas. De igual forma, en Aguascalientes se promulgó en 1862, que cualquiera que fuera atrapado en pleno acto de latrocinio debería ser ejecutado de inmediato, con la única condición de avisar a la autoridad política más inmediata.
Todas estas medidas, a las que se sumaban las duras condenas en las prisiones y la llamada “ley fuga”, ayudan a comprender que el bandolerismo no sólo era problema de una simple lucha de clases entre los que ostentan el poder y los oprimidos, más bien era un problema real que afectaba tanto a hacendados como a viajeros, campesinos, habitantes de pueblos periféricos a los caminos y al gobierno mismo.
Pero ni la necesidad ni el gusto por el latrocinio eran las únicas fuentes de inspiración para los bandoleros, pues lo que realmente buscaban muchos era la posibilidad del ascenso social. Al respecto, durante la última parte del siglo xix, aparecieron los llamados Plateados de Michoacán, quienes, según el historiador Paul Vanderwood, terminaron por ser la viva representación de lo que era el charro mexicano: “el mejor de todos los vaqueros, poseído por una arrogancia masculina que ponía de relieve sus cualidades de jinete y enamorado”; su único interés era el enriquecimiento rápido, por ser “rudos competidores en un sistema que todavía carecía de instituciones bien desarrolladas de cambio y medios legítimos de enriquecimiento”.
En ocasiones, estos bandidos se aliaban con los poderes regionales de los hacendados y gobiernos locales, ya fuera a través del soborno directo en una relación equilibrada o de la extorsión en una relación de superioridad, con el fin de adquirir una mejor calidad de vida. Además, como no estaban vinculados con ninguna ideología política, podían cambiar de bando y dar su apoyo al partido que mejor les conviniera. Por ejemplo, durante las guerras de Reforma, las cuadrillas de bandoleros servían tanto a liberales como a conservadores en función del lado que les ofreciera mejores dividendos políticos o, en su defecto, el que tuviera mayores posibilidades de triunfar. Al darse cuenta de esta dinámica, los bandos que luchaban por gobernar a México comenzaron a utilizarlos para presionar la rendición del enemigo en un sentido más allá de lo militar: saqueaban y destruían todo a su paso, lo que impedía que el Estado triunfante pudiera pacificar el territorio e imponer su propio gobierno.
De nuevo, los Plateados son un buen ejemplo de cómo se llevó a cabo esta dinámica política. En un primer momento lucharon al lado de los conservadores y de los franceses durante la intervención, pues éstos pagaban mejor, pero cuando el panorama se hizo más favorable a los liberales, prefirieron unirse a Juárez y combatir a su lado el resto de la guerra. Ello les permitió exigir al gobierno ganador ciertas garantías políticas a cambio de cesar las operaciones de latrocinio al final de la guerra, y en ocasiones fueron ascendidos a puestos importantes de gobierno o a la policía rural.
El imaginario
Héroes, ladrones, guerrilleros o políticos. De vez en cuando actuaban como caballeros, lo que creó en el imaginario social mexicano y extranjero un mito sobre lo que era el México del siglo XIX: un mundo idílico, rodeado de volcanes y valles pintorescos, coronados por pueblos folclóricos en los que el charro, vestido con galanura y autoridad, era amo y señor de los caminos. La viva imagen de un paisaje cual si lo hubiese pintado José María Velasco.
Quienes sufrían el asalto de estos bandidos-caballeros llegaban a presumir su suerte: la de haber vivido la verdadera experiencia de lo que era viajar por los caminos de México. Otros –con menos suerte–, conocían la otra cara de la moneda, la del bandolero desvergonzado, cuya necesidad de obtener rápida fortuna lo obligaba a cometer innumerables atrocidades no sólo contra los oligarcas, sino contra quien se cruzase en su camino, sin importar que fuera campesino o citadino, mujer u hombre de religión. Esta clase de ladrones no escatimaban la violencia, pues podían despojar a sus víctimas hasta de la última prenda, golpearlas por pura diversión y deshonrar a las mujeres sin la menor muestra de pudor o arrepentimiento.
Pero el latrocinio no era la única actividad por la que se les conocía, pues los bandidos también eran guerrilleros y unían sus fuerzas con los diferentes contrincantes que se disputaban el poder en México. Estos hombres –existieron poquísimas bandoleras– no eran ni independentistas ni peninsulares, tampoco liberales ni conservadores, mucho menos intervencionistas o nacionalistas. Más bien defendían sus propios intereses, ya fuera para obtener una mayor fortuna producto de la ausencia de un poder que les hiciera frente, o de crecimiento a partir de la política, única forma de liberarse de una sociedad rígida, que les impedía alcanzar un mejor nivel social más allá del ejército o las relaciones familiares.
Los bandidos, entre lo imaginario y lo real, han quedado plasmados en las novelas, cuentos y canciones populares del siglo XIX, arraigando cada vez más en el imaginario del mexicano siempre combativo de las injusticias y sinónimo de “macho”. Ni pueden considerarse del todo bandidos sociales como el historiador Eric Hobsbawm lo entendía, ni del todo políticos como Paul Vanderwood los veía. Entre la leyenda y la experiencia inmediata, los bandoleros existieron en una enorme franja gris, cuyas acciones de latrocinio eran entendidas en el imaginario como la justicia más antigua y más perfecta entre el pueblo y el Estado.
PARA SABER MÁS
- Altamirano, Ignacio Manuel, El Zarco, México, Ilce, 2009, https://goo.gl/MLWndC
- Hobsbawm, Eric, Bandidos, trad. Dolors Folch, Barcelona, Crítica, 2001.
- Vanderwood, Paul, Los rurales mexicanos, trad. Roberto Gómez Ciriza, México, Fondo de Cultura Económica, 1982. (Historia)
- El Zarco, dir. Miguel M. Delgado, 1959, 95 min, https://goo.gl/92RG6m