Víctor A. Villavicencio – Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 13.
Sólo algunas figuras en la historia han tenido el talento y la agudeza suficiente para entender el presente que viven y analizarlo de tal manera que pudieron emitir juicios acertados sobre el futuro. Si bien han existido grandes hombres de estado, en la historia contemporánea son contados aquellos que han demostrado la capacidad reflexiva de Pedro Pablo Abarca de Bolea y Ximénez de Urrea, el conde de Aranda. Dentro de los estadistas españoles pocos han provocado tanto interés y con razón” como el nacido en el castillo de Siétamo, en 1719. Perteneció a una ilustre familia aragonesa de buena posición y durante su juventud se le propició una educación esmerada de corte liberal, pues fue enviado a estudiar a Bolonia y Roma, además de viajar por gran parte de Europa. Su inclinación por la carrera militar lo llevó a formarse en Prusia y, posteriormente, en el ejército de Fernando VI.
Gran parte de su fama fue ganada gracias a los cargos militares que desempeñó durante el reinado de Carlos III, llegando a ser nombrado gobernador de Valencia. Su entrada al protagonismo de la historia española se debió en realidad a una revuelta (conocida como “motín contra Esquilache”): con el ánimo de protestar por las nuevas reglas de vestimenta que el gobierno había decretado, a fin de aumentar la seguridad en las calles y mermar las conspiraciones que se sospechaba se extendían por la ciudad, el domingo 23 de marzo de 1766, una multitud iracunda se concentró en la Plaza Mayor de Madrid. La carestía de productos básicos y el rechazo a los ministros extranjeros que se encargaban de la política, los cuales se creía cercanos a los intereses de Francia e Italia, fueron dos motivos más de protesta. Durante un par de días los amotinados asaltaron comercios y enfrentaron a la policía.
Leopoldo Di Gregorio, marqués de Esquilache, en aquel entonces ministro de Hacienda era señalado como el responsable directo del alto costo de los insumos de primera necesidad, razón por la cual su casa fue saqueada y debió huir con su familia al Palacio Real en busca de auxilio. Dado que el tono de las protestas y la violencia fue en aumento, Carlos III se vio obligado a acceder a las peticiones populares: fijó los precios de los productos básicos y destituyó de su gobierno a los ministros extranjeros. No obstante, el monarca no se quedaría de brazos cruzados ante la revuelta. Llamó del gobierno de Valencia al conde de Aranda, lo designó presidente del Consejo de Castilla y le encargó una investigación especial para dar con los responsables de las protestas. Las pesquisas arrojaron que los jesuitas habían sido los instigadores, por lo que, en febrero de 1767, Aranda debió ejecutar el decreto que expulsó de la península y de todo el imperio español a la orden fundada por San Ignacio de Loyola.