Rafael Méndez García
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 65
Hay un mito construido alrededor de la figura del más conocido de los cineastas mexicanos, que él mismo alentó. Pero su obra no fue sólo diversión y guía para educar, sino la de alguien comprometido con la sociedad y que exploró los sacrificios de la población para la construcción de una nueva nación, orgullosa de sí misma.
Nacido en Mineral del Hondo, Coahuila, Emilio “el Indio” Fernández, hijo de un coronel (Emilio Fernandez Garza) y una mujer descendiente de los indios Kikapú, es famoso, entre otras cosas, por la manera ingeniosa y tal vez tramposa que hizo de su cine y su vida un mito. Las anécdotas inverosímiles que dio por ciertas cuando contaba su biografía daban la impresión de querer coordinar la historia personal con la obra: ambas excesivas, pero sobre todo muy mexicanas. Emilio García Riera da cuenta de la biografía con un “Según el Indio”, porque por simple constatación de fechas los hechos relatados no se sostienen, en tanto que Julia Tuñón, en la advertencia de su extensa entrevista con él, dice: “Confieso que me costó aceptar que debía reconocer como válidas las mentiras de Emilio Fernández…” Y es que, si bien el escrutinio puede derribar a la monumental mentira, en el terreno de la memoria cada quien se cuenta como quiere, es el derecho a la memoria personal. Inventos dentro y fuera de la pantalla, en especial con el tema de la revolución mexicana, en la cual tuvo una doble participación: primero en filas y después al frente de un equipo de muy capaces realizadores fílmicos que le dieron la seguridad de poner a la bola a cuadro bajo los códigos del melodrama, educando sentimentalmente a los espectadores mexicanos.
La revolución a la que se unió de niño Emilio Fernández lo hizo “macho”, ahí aprendió a leer y conoció los burdeles, cuenta él, le dio una razón de ser. A pesar de llevar a cabo una participación destacada en el bando villista como joven soldado, no reparaba en las dimensiones de la contienda. Creció a gusto entre la polvareda de las batallas donde se muere fácilmente y comenzó una carrera militar que no despegó por su carácter rebelde. Vio partir a su padre al levantamiento armado a los seis años en 1910 y él mismo se hizo soldado en 1919, ingresó al Colegio Militar (en la Escuela Militar de Aeronáutica) en 1920, de donde fue expulsado en 1923. Una serie de circunstancias confusas, al parecer su participación en la insurrección delahuertista que lo llevó a prisión lo obligaron a huir al otro lado de la frontera. Allí fueron sus pininos en la ya desarrollada industria hollywoodense, donde se acercó a Greta Garbo, Rodolfo Valentino, John Ford (de quien aprendió el oficio del cine) e inclusive a varios hampones estadunidenses de la talla de Al Capone, según él. Si bien unos vínculos resultan dudosos, los que no, cimentaron una futura carrera en México, principalmente con Dolores del Rio y Alex Phillips, estrella de cine y fotógrafo respectivamente, colaboradores y amigos.
Fernández contaba en entrevistas (a Margarita Orellana, Adela Fernández, Jaime Valdés, José Luis Gallegos y la citada Julia Tuñón), que a principios de la década de 1930 cuando vivía en Los Ángeles, trabajó en los más diversos oficios (de 1925 a 1934), incluyendo el tendido de vías de ferrocarril, en la pizca de algodón, picando piedras, remachando edificios, bailarín y extra en Hollywood. Su encuentro allí con Adolfo de la Huerta es afortunado, pues lo desalienta de volver a levantarse en armas, le dice que la revolución ha terminado y que el país necesita paz, dado que el levantamiento delahuertista ya había sido aniquilado en 1924: “Tú estás aquí ahora, en un lugar que es increíble, tan significativo para el mundo, el cine, la meca del cine. El cine es más fuerte que un máuser, más fuerte que un 30-30, que un cañón, que un avión, que una bomba. Aprende cine, ya que estás aquí y regresa a México y enséñales”. Las circunstancias de este como otros de sus encuentros siguen siendo motivo de duda, sumados a los que ya han sido del todo descartados, como su cruce con Federico García Lorca en Nueva York o con el afamado actor y director Erich Von Stroheim. Se trata de una formación de todo un origen mitológico y declaración contundente de intenciones por parte de uno de los directores más influyentes en la historia del cine nacional.
Los inicios en el cine
Fernández se incorporó al cine mexicano como extra, bailarín y actor durante el sexenio de Lázaro Cárdenas y lo más sustancioso de su obra lo realizó en un periodo de ajustes políticos y económicos que determinaron el paso del gobierno de los últimos militares de la revolución con Lázaro Cárdenas y Ávila Camacho al del llamado “civilismo” de Miguel Alemán. Para el director coahuilense, quien así lo dijo a Julia Tuñón, el gobierno de Alemán era la prueba más clara del triunfo de la revolución, aunque la corrupción posterior socavara muchos de sus méritos.
Su colaboración en proyectos tan importantes como Cruz Diablo (1934) y Allá en el Rancho Grande (1936), dirigidas por Fernando de Fuentes, como actor en la primera y asistente y bailarín en la segunda, así como protagonizar la obra cumbre del cine indigenista de aquel entonces Janitzio (1934) le dieron la confianza para desarrollar sus propios proyectos. Así realizó su debut como director confirmando su cepa mexicana ante la otredad extranjera en La isla de la pasión (1942) y Soy puro mexicano (1942). Con el posicionamiento monolítico de un discurso nacionalista en plena segunda guerra mundial, ese primer cine buscó, como muchos otros cines, intelectuales y artistas de la época, darle sentido de originalidad a una nación redescubierta. Durante la década de los 30 y los 40, la búsqueda de ese México posrevolucionario originó debates historiográficos y expresiones artísticas de gran impacto, siendo tal vez el muralismo su manifestación más conocida.
Un buen inicio para su carrera como argumentista y director fue La Isla de la Pasión (1942), donde cuenta la historia de un grupo reducido de mexicanos que en 1908 defendieron la soberanía nacional sobre el territorio de la Isla de Clipperton ubicada entre las costas de Acapulco y de Playa Llorona de Michoacán, la cual ha sido reclamada a través del tiempo por franceses, estadunidenses y mexicanos. En Soy Puro Mexicano un charro enfrenta y vence a tres agentes del Eje durante la segunda guerra mundial al tiempo que enamora a una espía estadunidense. Su compromiso para con la causa mexicana estaba bien claro, el cine no debía ser sólo diversión, tenía que guiar, elevar y educar a las personas y como cineasta se sentía comprometido con la sociedad, “Mi cine no soy yo, es México, basta y sobra con tomar una cámara y fotografiarlo. México es tan bueno, noble y magnífico que lo que haga uno es bueno”, decía Fernández.
Pero no fue sino hasta el descubrimiento de la fotogenia mexicana junto con Gabriel Figueroa que logra grabar en la retina del águila real las imágenes que habían de darle razón de ser a su vida y la de su pueblo: así y por esto se hizo la revolución. A pesar de todo, el salvoconducto de su obra giró alrededor de la idea de que esta había valido la pena, de modo que la educación sentimental devino en orgullo nacional ¿Qué más se le puede ofrecer al mexicano que el consuelo de que todo ha valido la pena, que ahora será mejor? Después de todo, fue durante el periodo armado que la población atosigada por el movimiento halló consuelo en las salas de cine con la incipiente cinematografía nacional que proyectaba muchas más películas extranjeras y no fue sino hasta el periodo de estabilidad política que los mexicanos pudieron empezar a verse en las pantallas.
Una mirada diferente
Frente a un cúmulo de películas con tema revolucionario, las de Fernández triunfaron porque supieron dar una explicación comprensible y suficiente de lo que pasó sin herir susceptibilidades nacionalistas, todo lo contrario. La fuerza estética de su cine y su carácter humano lo ponían en ventaja frente a otros proyectos que de tan críticos en su momento se percibieron casi cínicos y no fueron exitosos. Fue el caso de la trilogía de la revolución de Fernando de Fuentes, hoy mejor valorada que las cintas de Fernández, cuyos personajes, a pesar de encontrarse en el ojo de la revuelta, se sienten irremediablemente ajenos al conflicto: la política está en segundo plano frente a los dramas personales, especialmente el de la relación amorosa entre hombres y mujeres.
En el cine de la revolución de Fernández, uno de los temas recurrentes consiste en explorar los sacrificios de la población para la construcción de una nueva nación: en Flor silvestre se ofrece a un marido y padre por el movimiento, en Las abandonadas una mujer sacrifica su propia maternidad para que el nuevo México haga de su hijo un “gran hombre” y, en Enamorada, una clase social completa pierde a una adepta después de que María Félix se fuga para ser la soldadera de Pedro Armendáriz. Estas películas enseñan un deber ser, pero no a través de la demagogia como muchos reprochan al cine del “indio”, pues este no pretendía más que explicar su pasado, tal vez contentarse con él.
La revolución como proceso político y social se halla en segundo plano, porque a su director le interesan más los close ups a los ojos de María Félix, que los militares sean coquetos y caballerosos con las cabareteras y los hacendados más jóvenes den por las buenas sus tierras dado que son conscientes de la labor de los peones y el ajusticiamiento que implica la distribución de tierras. La actitud desenfadada de Fernández en esas tres grandes películas mencionadas (después hizo otras menos afortunadas) está mediada por una idea estética que hereda del cineasta soviético Serguei Eisenstein quien visitó México en 1931 para filmar su ambiciosa ¡Que Viva México!, filme que no llegaría a completar y del cual se editó un corto, Tormenta sobre México, proyectado en algunas partes de México y Estados Unidos. Fernández contaba a José Luis Gallegos en entrevista para el periódico Excélsior del 1 de septiembre de 1985 haber visto la cinta: “Yo no sabía que el cine podía ser algo tan grandioso, tan bello, me dije entonces que yo tenía que hacer cine, un cine mexicano”. El cine mexicano que se propuso tenía que representar un carácter orgulloso explotando las capacidades fotogénicas del país. Sus protagonistas debían ser las estrellas más grandes a la manera hollywoodense y las historias ser expresamente sentimentales y populares, semejantes a la personalidad de su director.
La revolución mexicana aún era un proyecto social, su carácter histórico se empezaría a definir académicamente desde los años 50 y su final como etapa precisa del devenir histórico era inminente cuando Fernández dirigió estas películas, en su momento más que cine de género “histórico” o películas de “época” se trata de relatos contemporáneos que acabaron de definir el carácter popular del movimiento armado, dado que el cine es un arte de las masas. Así como el propio Fernández participó activamente en el movimiento y su subsecuente narración, también lo hizo por ejemplo Mariano Azuela, fundador del género literario conocido como “la novela de la revolución” mexicana, y lo que es más, su hijo Salvador Azuela fue el primer director del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INEHRM), exprofeso para lograr “el mejor conocimiento” de esa época, aunque se pensara no tanto como un espacio académico, sino como “órgano de consulta gubernamental”.
Emilio Fernández estaba determinado a “hacer su parte” en una labor, como se dijo, representativa de ese curioso espíritu mexicano, de la época de la década de 1920 a la de 1940, que hizo saltar las estampas nacionalistas de Jesús Helguera (imágenes alegóricas de la patria, de chinas poblanas, de grandeza azteca y la famosa imagen de calendario del Popocatépetl e Iztaccíhuatl) y Ernesto Icaza Sánchez (cuadros costumbristas de rancherías, jinetes y charros) a la pantalla grande, homologando y folclorizando una imagen de la nación en construcción. Pedro Armendáriz bien podía ser charro, indígena o guerrillero de ojos verdes y Dolores del Rio indígena de Xochimilco o pueblerina blanca del Bajío. Esta creación tanto local como extranjera hizo de Fernández el primer fenómeno internacional real del cine mexicano. Ahora bien, su cine no era sólo suyo, sino de todo un equipo (el escritor Mauricio Magdaleno, el fotógrafo Gabriel Figueroa y la editora Gloria Schoemann, además de los actores), animados a levantar un México nuevo.
Como fenómenos colectivos, las revoluciones y el cine encomiaron a todos al trabajo duro. La transformación requería figuras heroicas y ese paso de la nación mexicana como lugar indefinido, rancho extenso e ilimitado, a un sitio donde la mejora de la propia vida podía obtenerse por otra vía que no fueran los balazos, hizo que Fernández pusiera toda su confianza en el movimiento. Para él, su mejor resultado estaba en la figura del maestro, aquel que enseña los buenos modos de la vida civil en el orden democrático (en Las abandonadas el personaje de Dolores del Río logra la redención al ver convertido a su hijo en un abogado que lucha por los desposeídos), al que ya no le hacían falta caudillos y que en la lucha contra la ignorancia acometían empresas tan difíciles, si no es que más, que las de aquellos guerrilleros con los que luchó hombro con hombro.
La primera secuencia de Río escondido (1948) hace eco del primer encuentro en Enamorada del revolucionario José Juan Reyes (Pedro Armendáriz) con las autoridades del pueblo que pretende tomar y donde vive Beatriz Peñafiel (María Félix). Ahí, José Juan hace expreso su rechazo por la figura del padre y la de la familia más rica del lugar, pero al maestro lo trata con respeto, le paga el dinero que se le debe, le sube el salario y le promete un mejor equipamiento para la escuela. Cuando a Rosaura Salazar (María Félix) en Río Escondido el presidente de la república en persona le encomienda la tarea de enseñar en una escuela rural de condiciones paupérrimas de Coahuila, podemos constatar que la revolución no pudo, no supo o no quiso concretar sus objetivos, que el cambio no fue del todo sustancial, si bien tampoco por completo regresivo. La revolución mexicana en pantalla de Emilio “El Indio” Fernández tuvo como principio fundamental convencer a los espectadores de que todo había valido la pena, que las luchas emprendidas no estaban sujetas a una periodización estricta, muy por el contrario, que la revolución continuaba y era perpetua, con el objetivo fundamental de la educación que a él le faltó. Hoy, la historia de la revolución mexicana no se puede contar sin la de Emilio Fernández. Tampoco la de él.
PARA SABER MÁS:
- Fabio Sánchez, Fernando y Gerardo García Muñoz, La luz y la guerra: el cine de la Revolución Mexicana, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010.
- García Riera, Emilio, Emilio Fernández 1904-1986, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, Centro de Investigaciones y Enseñanza cinematográfica, 1987.
- Garciadiego, Javier, “La revolución mexicana: el reto de la historia reciente”, Historia Mexicana, 2021, en <https://cutt.ly/OesQx2f0>
- Tuñón, Julia, En su propio espejo: Entrevista con Emilio “el indio” Fernández, México, UAM, Unidad Iztapalapa, 1988.
- Ver las películas que se mencionan en el texto.