La “gripe española”. Un desastre inesperado en México

La “gripe española”. Un desastre inesperado en México

Claudia Patricia Pardo Hernández
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  41

México no estuvo inmune a la pandemia de influenza que en 1918 se propagó por los cinco continentes causando al menos 21 000 000 de víctimas mortales. Jóvenes adultos de entre 21 y 40 años, mujeres y personas de bajos recursos económicos, fueron los más afectados. Se cree que aquí hubo más de 7 000 fallecidos.

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Algunos autores postulan que la llegada a Europa de la terrible pandemia de influenza, mal llamada “gripe española”, precipitó en 1918 el fin de la primera guerra mundial. Los ejércitos, principalmente el alemán, el francés y el estadounidense, se vieron diezmados, más por la enfermedad que por las batallas bélicas. Como ocurriera en la antigüedad, los ejércitos y los medios de transporte, en este caso barcos y trenes, fueron los principales portadores y diseminadores de la enfermedad que en cuestión de semanas dejó su rastro de muerte.

En toda América, Europa, África, Asia y Australia se padeció el flagelo. La falta de estadísticas nacionales en muchos países ha impedido disponer de un conteo preciso de víctimas, pero se estima que tan sólo en España el saldo mortal fue de 240 000 personas. Los cálculos hablan de entre 21 000 000 y 50 000 000 de muertes en el mundo, monto que superó absolutamente a los caídos en la contienda militar. Fue el mayor desastre sanitario que ha vivido la humanidad. La Organización Mundial de la Salud catalogó el brote de 1918 con un índice de gravedad de cinco, el más alto.

Se ha considerado que fue en Fort Riley, Kansas, un campo de entrenamiento de los soldados estadounidenses, donde, desde marzo de 1918, se inició la influenza. Pero se maneja también la teoría de que el contagio surgió en el frente francés, mientras que otros hablan de que los portadores del virus fueron trabajadores chinos llevados a Europa a cavar trincheras. Actualmente se conoce que la pandemia se dio en tres momentos: en la primavera, con un ataque suave; en otoño, con el brote severo que provocó más muertes y, finalmente, a inicios de 1919, nuevamente de forma moderada. Después desapareció, pero otros ataques de influenza se han dado en diferentes momentos: en 1957 con la “gripe asiática”, en 1968 con la llamada “gripe de Hong Kong”, variantes de influenza con características parecidas. Finalmente, todos recordamos el terrible brote de 2009, idéntico al de 1918, de AH1N1, cuando en México se vivió con miedo al más leve de los estornudos.

El cuadro

influenza, “gripe española”, también conocida como la “muerte o peste púrpura”, es una enfermedad que se conoce desde la antigüedad. Ya Hipócrates describió sus síntomas. A partir de 1510 se tiene referencia de diversos brotes epidémicos con distintos grados de severidad. Es originada por un virus que puede ser de tres tipos A, B o C. Los más peligrosos son los dos primeros, que presentan los síntomas clínicos más graves, pues el C generalmente no manifiesta cuadros severos. Es un virus que muta, puede tener una serie de combinaciones en la estructura de proteína que lo envuelve (HN), siendo el de 1918 una combinación A H1N1. Entonces, una vez infectado el individuo, el periodo de incubación era corto: iniciaba con fiebre alta, dolor de cabeza, muscular y de garganta, inflamación de las mucosas, náuseas y tos. En las autopsias los pulmones se encontraban endurecidos, llenos de líquido, de ahí la imposibilidad de respirar y la coloración azulada que indicaba ahogamiento en el enfermo. Al no saber que pasaba con los infectados, se diagnosticaban otras enfermedades asociadas al sistema respiratorio, como neumonía aguda, bronconeumonía, bronquitis hemorrágica u otros males similares.

¿Por qué un padecimiento así fue llamado “gripe española”? Hoy en día se tiene la certeza que la pandemia no surgió en España, pero fue ahí en donde la prensa comenzó a publicar notas sobre la enfermedad que estaba provocando muchas muertes. Tanto los periódicos franceses, alemanes y estadounidenses tenían otras prioridades asociadas con la guerra, como la estrategia de guardar el secreto de tropas contagiadas, además de no provocar pánico entre la población civil con un problema de tal dimensión, así que el nombre se asoció a quien dio la voz de alerta y posteriormente así se le siguió refiriendo.

El contagio directo se da principalmente cuando el enfermo estornuda y tose, expulsando una gran cantidad de gotas de saliva microscópicas que son inhaladas por las personas sanas. Saludar, besar o hablar de cerca con el infectado también provoca la transmisión. Esas mismas gotas pueden ser el contagio indirecto al depositarse en toda clase de superficies que se tocan con las manos y llevarse estas a la cara.

Influenza en México

>Es probable que el primer ataque de primavera, que fue suave, pasara desapercibido en México, pero para finales de septiembre y principios de octubre ya se sabía que una terrible enfermedad se padecía en Estados Unidos, de ahí que fuese inminente su arribo al país. Los primeros casos de infectados se reportaron al iniciar octubre en los estados fronterizos de Nuevo León y Tamaulipas; específicamente las ciudades de Monterrey y Nuevo Laredo informaron que tenían un gran número de contagiados, que la enfermedad provenía del vecino país del norte y el número de enfermos aumentaba cada día de forma alarmante al igual que la cantidad de decesos. Al mismo tiempo, el estado de Coahuila se vio invadido por enfermos que se decía eran trabajadores que regresaban de la pisca en Estados Unidos. Torreón se vio imposibilitado para enfrentar a la enfermedad: tuvo su primer muerto el 3 de octubre, una semana después las defunciones en un solo día llegaron a 25, la cantidad de infectados aumentaba de forma asombrosa. Los telegramas enviados al Consejo Superior de Salubridad hablaron de que en la región de La Laguna se habían enfermado casi todos los empleados del ferrocarril, así como los telegrafistas. Por su parte, en un intento de frenar el contagio, el estado de Durango trató de establecer un cordón sanitario con Coahuila, pero fue inútil. En las ciudades norteñas la gente moría, principalmente los pobres, pues no había médicos suficientes, los medicamentos comenzaron a escasear y los que se encontraban estaban a precios inalcanzables. Entre otras medidas que se tomaron estuvieron el cierre de lugares públicos, incluyendo las iglesias y el cese del trasporte ferroviario. Sin embargo, en el centro del país los trenes siguieron circulando.

Las epidemias viajan más rápido que las noticias y para el 9 de octubre, en la ciudad de México el diario El Pueblo, de forma alarmante, reportó el primer caso. Decía que, procedente de “un lugar de la frontera”, había llegado a la capital el superintendente de la División del Norte atacado por el mal. Presentaba los síntomas de una “especie de pneumonía”, dolor de cabeza y fiebre mayor de 40 grados. El mismo día, El Nacional lo desmentía refiriendo que se trataba de “una ligera gripa”. Un día después se supo que en un cuartel de la villa de Guadalupe se encontraba infectado un buen número de soldados. En la ciudad de Puebla, el primer muerto fue el 10 de octubre. Una semana después las defunciones comenzaron a aumentar. El ferrocarril fue el medio de transporte que llevó el mal a diferentes estados como Tlaxcala y Michoacán. Para el 14 de octubre, en la ciudad de Morelia se anunciaba el primer caso de influenza procedente de León.

Llega a la capital

Ante las noticias alarmantes de la epidemia que avanzaba, el ayuntamiento capitalino comenzó a tomar medidas, muy parecidas a las que se habían practicado a lo largo de la época colonial y en el siglo XIX. El regado y barrido de calles por parte de los vecinos era una de las primeras disposiciones y se recomendaba no barrer sin haber regado primero pues “científicamente estaba comprobado que el polvo era el agente propagador más activo”. Se trató que los mercados fueran aseados y desinfectados diariamente y además se intensificó la recolección de basura. Los encargados de que esto se cumpliera eran los ocho inspectores de las respectivas demarcaciones en que se dividía la ciudad. En otro intento de frenar el contagio, el general y médico José María Rodríguez, presidente del Consejo Superior de Salubridad, decretó cuarentena a los barcos procedentes de España y La Habana; también acordó establecer una cuidadosa vigilancia de brigadas sanitarias en la frontera norte para frenar la entrada de todo individuo enfermo o sospechoso de estarlo.

El mismo Consejo Superior de Salubridad reportaba que los supuestos enfermos de influenza de la villa de Guadalupe y del pueblo de La Piedad, en realidad sufrían de paludismo hemorrágico y que los soldados ya se encontraban aislados en el hospital militar. Por su parte los civiles debían su condición al estado famélico que tenían antes de la enfermedad. Aunque se negaba que en la capital hubiera infectados de influenza, se dispuso solicitar en breve a los dueños de tranvías, carretelas, automóviles de alquiler, camiones, etcétera, la desinfección diaria de sus unidades. Se recomendaba la higiene ante todo y el aislamiento de los enfermos de gripe. Algunos médicos decían que en menos de dos semanas desaparecería la enfermedad y que los casos presentados no eran de cuidado. El paso del tiempo demostró lo equivocados que estaban, pues conforme avanzó octubre los casos se multiplicaron, las causas eran diversas enfermedades respiratorias. La media mensual de fallecimientos, en los meses sin epidemia, era de 343, cifra que se superó en la primera quincena, lo que indica que la epidemia sí estaba presente en la ciudad de México.

Para el 21 de octubre, el municipio dispuso que los lugares públicos como teatros, cantinas y restaurantes cerraran a las once de la noche para realizar una desinfección diaria. El día 23 se cerraron las escuelas y se recomendó a la Iglesia que después de cada misa se desinfectaran los templos. A la población en general se le pidió incrementar la higiene del hogar y la personal, además de abstenerse de dar la mano, besar, toser y estornudar sin cubrirse, así como el uso de tapabocas.

Conforme avanzó el mes de octubre los casos de influenza se fueron multiplicando en la ciudad, así como las defunciones que subieron a 1 089 y en noviembre a 2 853. En un reporte, no oficial, del 30 de octubre atribuía a la epidemia 796 fallecimientos, si bien se sabía que no todas las demarcaciones habían entregado su reporte y en los panteones tampoco se llevaba un registro meticuloso. En los diarios las quejas en contra de las autoridades eran constantes pues señalaban que el cierre de escuelas, pulquerías y cantinas, el regado de calles, el retiro de vendedores ambulantes, el surtido eficaz de medicinas y la visita a las vecindades para atender las necesidades de los enfermos no se realizaban con la puntualidad requerida. Para principios de noviembre, el Consejo Superior de Salubridad formó brigadas de agentes sanitarios para realizar en la colonia de La Bolsa una minuciosa inspección de varias viviendas, con el fin de recolectar toda clase de muebles, ropa y colchones cundidos de piojos y chinches para ser quemados. Los habitantes de esas vecindades fueron conducidos a los baños de la ex cárcel de Belem para que se ducharan. La higiene forzosa o no, así como el confinamiento de los enfermos, eran las medidas principales que se aconsejaban.

Por su parte, pese a los numerosos muertos, varios médicos declararon que se trataba de una epidemia de influenza común y corriente, que se podía atender. Reconocían que era sumamente contagiosa, pero atribuían el gran número de muertes a las complicaciones derivadas del descuido de los pacientes en su etapa de convalecencia en la que adquirían otra enfermedad que los llevaba al desenlace fatal, así como a la “miseria social”. En general veían el asunto de una forma ligera y añadían que “tomando precauciones sencillas, conocidas por todos”, no habría problema alguno.

A partir de estudios recientes, se ha calculado que entre octubre y noviembre de 1918, tan solo en la ciudad de México, murieron de influenza y otras enfermedades respiratorias 7 375 personas. La población más afectada fue de entre 20 y 40 años, mujeres y personas de menos recursos. En el otoño de 1918 ni las autoridades sanitarias ni las municipales estaban preparadas para enfrentar una epidemia. La prensa fue la encargada de informar del curso de la enfermedad, en algunos casos exagerando, pero instando al gobierno, principalmente al Consejo Superior de Salubridad, a tomar las riendas del problema. El mes de diciembre de ese año se consideró que la emergencia había terminado.

Tratamientos

Los medicamentos más utilizados para la influenza de 1918 eran sulfato de quinina, cacodilato de guayacol, cloruro de calcio, ergotina de Benjean; también se recomendaban vacunas que no estaban al alcance de las clases más desfavorecidas. Los médicos insistían en que para curarse había que seguir todas las indicaciones, como permanecer en cama, no fatigarse, comer adecuadamente y, sobre todo, evitar los enfriamientos. A su juicio, las muertes se debían a que no se habían seguido los tratamientos, a la falta de higiene o a que se padecía otra enfermedad que se complicaba con la influenza. Se pensaba que el causante era un bacilo, y es que faltaban años para identificar el virus de la influenza, que no fue aislado hasta 1933, así que los tratamientos sólo podían paliar algunos síntomas.

Ante la llegada de la influenza, la publicidad de los medicamentos cambió rápidamente su discurso. Así, el “Espiroquina laxativo”, que se anunciaba para curar catarros, resfriados y calenturas incluyó la influenza entre las enfermedades que podía remediar. Era un compuesto de aspirina, sulfato de quinina y ruibarbo de China, este último un poderoso laxante. Las pastillas alemanas de “Febrina del Dr. Sieg” también afirmaban aliviar “la grippe” y la influenza. Pero lo que prometía curar las inyecciones de sulfuro de calcio de los laboratorios El Águila resultaba milagroso, pues lo mismo servía para el asma, el reuma, la sífilis y la influenza. Otro remedio recomendado como muy efectivo era el jugo de limón, solo o diluido en refresco.

PARA SABER MÁS

  • Márquez Morfín, Lourdes y América Molina del Villar, “El otoño de 1918: las repercusiones de la pandemia de gripe en la ciudad de México”, en Desacatos. Revista de Antropología Social, 2010, https://desacatos.ciesas.edu.mx/index.php/Desacatos/article/view/386
  • Méndez, Marciano Netzahualcoyotzi, La epidemia de gripe de 1918 en Tlaxcala, México, Departamento de Filosofía y Letras-Universidad Autónoma de Tlaxcala, 2003.
  • Lourdes Márquez Morfín, América Molina del Villar y Claudia Patricia Pardo Hernández (eds.), El miedo a morir. Endemias, epidemias y pandemias en México: análisis de larga duración, México, Ciesas/Instituto Mora/BUAP/Conacyt, 2013.
  • Oldstone, Michael B. A., Virus, pestes e historia, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.