Graciela de Garay
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 29-30.
Pedro Ramírez Vázquez y el grupo de arquitectos que a principios de 1970 proyectaron la recuperación del edificio de la antigua basílica se plantearon un lugar armónico para miles de visitantes que pasan allí a diario, y no sólo para venerar la imagen de la virgen. La resolución arquitectónica, polémica en su momento, se ha correspondido con el sentido colectivo, democrático y universal del culto guadalupano.
Uno de los lugares más visitados en la ciudad de México por nacionales y extranjeros es la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe (1976), junto con el Museo Nacional de Antropología (1964) y el Estadio Azteca (1963- 1966/1986). Curiosamente, la autoría de estas tres obras corresponde al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez (1919-2013), mexicano distinguido con innumerables honores, dentro y fuera del país, entre los que se cuentan el Premio Nacional de Ciencias y Artes que le otorgó el gobierno mexicano (1973), así como el nombramiento de Arquitecto de América, expedido por la Federación Panamericana de Asociaciones de Arquitectos (1996).
El papa Francisco anunció como prioridad de su viaje a México de febrero de 2016 venerar a la Virgen de Guadalupe en su santuario “para encomendar a María Santísima los sufrimientos y las alegrías de los pueblos de todo el continente americano”. Su santidad entiende la importancia de la virgen para los mexicanos.
Los retos de la obra
A principios de la década de 1970, Pedro Ramírez Vázquez se enteró de que el ingeniero Manuel González Flores arreglaba los cimientos del antiguo edificio de la basílica de la Villa de Guadalupe, afectados por los hundimientos del subsuelo fangoso de la capital. González Flores explicaba que los trabajos pronto serían rebasados por las necesidades de espacio que demandaba una creciente afluencia de peregrinos.
Ramírez Vázquez advirtió que el reto consistía en manejar los movimientos de un público masivo inspirado por el culto a la Virgen de Guadalupe, fervor religioso compartido por mexicanos y católicos de otras latitudes del mundo. Adoptó entonces una solución arquitectónica orientada a resolver las prácticas devocionales del momento. Con él trabajaron los arquitectos José Benlliure, Gabriel Chávez de la Mora y Alejandro Schoenhoffer. La cordinación de la obra estuvo a cargo de Javier García Lascuráin.
La basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, explicaba Ramírez Vázquez, es un caso muy particular. No hay ninguna iglesia en el mundo, ni siquiera la catedral de San Pedro en Roma, que tenga una afluencia de peregrinos y visitantes comparable a la que recibe la basílica de Guadalupe. Al Vaticano nunca arriba ese volumen. La concurrencia en San Pedro puede ser mayor, pero en un alto porcentaje son turistas, más interesados por ver la arquitectura que manifestar su devoción. En la basílica, en cambio, el porcentaje de turistas es mínimo en relación con la demanda devocional. Además, los fieles, nacionales o extranjeros, aspiran a tener una misa frente a la imagen de la Virgen. Esta expectativa implica un problema arquitectónico de espacio importante. ¿Cómo albergar a 20 000 peregrinos, deseosos de contemplar a la Virgen cuando, teóricamente, en la antigua basílica sólo cabían 3 000 personas y, de esas, únicamente 1 000, ubicadas al centro, podían ver al fondo, la imagen?
Los retos constructivos eran muchos. El terreno se encuentra en las faldas del cerro del Tepeyac y sobre un subsuelo lodoso con frecuentes deslizamientos hacia abajo, lo que provoca daños a las estructuras, como ocurrió con la antigua basílica. Para cimentar toda la superficie del templo había que llegar a la capa más resistente, ubicada a 32 metros de profundidad. Esta solución, por costosa, no era factible. Ramírez Vázquez resolvió cimentar toda la carga en un punto, con un mástil del que podría colgar toda la cubierta y soportar el máximo de carga. Ese sistema constructivo daba una carpa con un mástil y una cimentación a 32 metros de profundidad. Pero el mástil debía ser excéntrico para no estorbar la visibilidad. El resultado fue una carpa excéntrica. La carga frontal del mástil se equilibra con otra atrás que comprende los siete pisos de los anexos de la basílica; sacristía, cabildo, habitaciones de los sacerdotes residentes, etc. La cubierta colgante de la carpa genera un volumen creciente hacia el altar, totalmente libre, que permite la ventilación a través de una linternilla por la que escapa el aire caliente al subir.