Otto Cázares
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 39.
Un gran dibujante. Ese fue Ruelas, el artista de corta vida, cuyo pensamiento plástico lo plasmo en el dibujo y la gráfica en blanco y negro. Figura central del modernismo en tiempos porfiristas, su obra merecería un estudio detallado acerca de la imaginación y la fantasía.
A mi sol redentor.
Hace 110 años Julio Ruelas (Zacatecas, 1870-1907) logró autodestruirse. Fue su último empeño artístico y a ello dedicó sus últimos años de vida en el Barrio Latino de París: a fumar y fumar y a beber y beber. Ajenjo y otros brebajes, también estupefacientes (¿éter?); con tal que le ocasionaran delirios a la manera del monje desdoblado Medardo de Los elíxires del diablo de E. T. A. Hoffmann. Tenía 37 años cuando consumó su muerte.
En realidad, no murió para transfigurarse ayudado por el amor de alguna Isolda. En Ruelas el amor fue un desierto; cultivó la Nada amorosa en el campo infértil de los prostíbulos de París y la ciudad de México, con su olor a fermento de sexo desecado, y de la Nada, Ruelas extrajo una velada misoginia que bien podríamos comprender desde la morbidez pesimista del “decadentismo”, cuya fascinación más grande estribaba en adentrarse al misterio de las “Bellas damas sin piedad”, “mujeres de almas abolidas” o “Mujeres fatales”. Casi no es necesario apuntar que el decadentismo, es decir, el cansado y fétido último aliento del romanticismo, mantuvo una percepción de lo femenino que venía aparejada con una sublimación del deseo erótico que, las más de las veces, encubría un sentimiento de inferioridad y de impotencia; en todo caso, lo Femenino era un Enigma y su forma, una Esfinge Cruel de inescrutables designios. La lista es, desde luego, amplia, pero baste mencionar las escrituras paradigmáticas del erotismo sublimado que lleva a los protagonistas a los terrenos de la disolución: Carmen de Prosper Merimeé, Salambó de Gustave Flaubert y Salomé de Óscar Wilde.
Exotismo y erotismo son dos de los temas que el decadentismo simbolista inclinó con sumo placer en una copa afilada y siempre, de los terrenos del sueño y del deseo, emergió un símbolo de cuño estrictamente personal que a fuerza de altura artística se convirtió en Arquetipo; pero, en primera instancia, el símbolo del simbolismo es ajeno a “lo simbólico” (cuya interpretación está determinada por el sensus communis, sentido común o doxa). En esto estriba principalmente la diferencia entre simbolismo, como corriente artística, de “lo simbólico”, distinción que tantos quebraderos de cabeza produce, incluso, a los más informados de los especialistas. Julio Ruelas era un simbolista de pura cepa; decadentista hasta el tuétano, bebió de las fuentes exquisitas y pestilentes a un tiempo de la literatura y la música: Goethe (Fausto fue siempre su libro de cabecera), Hölderlin, Tieck, Von Chamisso, Eichendorff y Jean Paul Richter, por el lado de los alemanes; pero también Hugo, Balzac, Baudelaire, Rimbaud y Poe. La música modeló el alma del decadente zacatecano: Schumann, Chopin y ¡oh, fervor! Wagner, siempre Wagner. De modo que, en Ruelas, tenemos a un espíritu grande labrado a partir de la literatura y la música; es uno más de los grandes “artistas literarios” de su tiempo: Gustave Moreau –que dejó, a la manera de Wagner con el Teatro de los Festivales de Bayreuth, un museo consagrado por entero a su propia obra– y Arnold Böcklin, a quien conoció personalmente y con el que compartió dos personajes pictóricos: la Muerte y el Sátiro.
Pero si bien hemos definido el simbolismo distinguiéndolo de “lo simbólico”, también cabría definir decadentismo para comprender mejor el interior del artista que nos ocupa. Se les llamó “decadentes” a los seguidores de la estética mastodóntica, colosal, de los dramas musicales de Richard Wagner, provenientes de su programa filósofico-artístico La obra de arte del futuro. Fue Friedrich Nietzsche quien, en la Cuarta intempestiva y con el corazón ulcerado, se refirió a la música de Wagner como “decadente”, oscura y obnubilante; habríamos de preferir –apuntó Nietzsche– las luces meridionales de Georges Bizet sobre las sombras melódicas de su antiguo Dios personal. Fueron “decadentistas” los seguidores franceses de la música wagneriana: Baudelaire el primero de ellos, pero también Marcel Proust, que se hacía transmitir la tetralogía del Anillo del nibulengo vía telefónica. Pero Ruelas, como decadentista, no continuó la senda del colosalismo wagneriano, más bien prefirió los pequeños formatos pictóricos y los dibujos a plumilla que pudiera realizar sentado a la mesa de algún café. Si consideramos a Ruelas como un decadentista habríamos de decir que su Decadentismo, más que un estilo superficial, es la definición de su carácter más sustancial: melancólico, silencioso, contemplativo, alma solitaria en compañía de sus ausentes entrañables. Por último, habremos de agregar que Ruelas poseyó ese aristocratismo espiritual tan inclinado al desdén de quien sabe que todo está perdido. Y en esto se pareció a Hugo von Hoffmansthal, a quien leyó con devoción.
Una nota más para complementar la primera parte de esta cartografía: el “satanismo” de Julio Ruelas. Para rastrear el satanismo en la sensibilidad decadente habríamos de voltear al romanticismo inglés y, principalmente, a las creaciones de Lord Byron, el autoproclamado “poeta satánico”, muerto en Misolonghi, y cuya estética, sobre todo en sus obras Caín y Manfredo, se halla rebosante de algofilia: algos, dolor, filia, propensión, esto es, inclinación o simpatía por lo doloroso. Para un más cabal entendimiento de estos temas recomiendo la lectura del insuperable libro de Mario Praz La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. Baste para nuestra reflexión mencionar que el satanismo literario contiene una dosis alta de algofilia expresada en tormentos y suplicios de raigambre sadiana, pero también, sin lugar a dudas, provenientes de la imaginación de verdugo que poseyó el pintor barroco Alessandro Magnasco y aun Torquato Tasso en su poesía dramática Aminta, con ese suplicio de la ninfa Sylvia amarrada a un árbol con sus cabellos por un lúbrico Sátiro. Si Ruelas fue un satanista, lo fue del lado de la literatura. Más tarde el zacatecano entrará en contacto con el pintor Felicien Rops cuyo satanismo poseía un germen para el desarrollo más tardío de Aleyster Crowley: Télemos y su santuario.
En Julio Ruelas tenemos a un gran dibujante que pintó extraordinarias pinturas. Pero fundamentalmente su pensamiento plástico aconteció en el dibujo y la gráfica. Pensamiento en blanco y negro, de ahí que Alfonso Reyes haya descrito a Ruelas como un “docto sombrío”. Desde los catorce años, en los días del Instituto Científico e Industrial de Tacubaya (donde tuvo por compañero y amigo a José Juan Tablada), el adolescente Ruelas dibujaba con papeles recortados y papiroflexias ambientaciones grotescas que llamaba “titirimundos”. A menudo me he preguntado por el aspecto de estos “titirimundos” puesto que se trataría del germen de una obra fundada en el grotesquismo, pero también en el dibujo, que a fuerza de dobleces e incisiones, irrumpe en la tridimensionalidad, precisamente, aquella reflexión espacial que nos falta en toda la obra posterior de nuestro artista.
Cuando hacia 1885 Ruelas ingresó a la Escuela de Bellas Artes, comprendió el dibujo académico con mucha facilidad. Pero es necesario desaprender este dibujo, desaprender el yeso, desaprender la escayola, para encontrar en el dibujo un “idioma” de formas propias, vehículo de sus obsesiones cultivadas literariamente. Emprendió peregrinaciones artísticas, a la manera del Wilhelm Meister de Goethe, en dos ocasiones. La primera de ellas a la ciudad alemana de Karlsruhe en 1895 tenía boleto de regreso; la segunda peregrinación, la de París en 1904, tres años antes de su muerte y subvencionada por Justo Sierra, no tendrá regreso. Los dos viajes son, desde luego, modeladores de su fisonomía: en el de 1895, Ruelas entra en contacto con el romanticismo alemán, también estudia a Durero, Schongauer, Cranach, Grien, pero no a Mathias Grünewald. En el segundo viaje, de 1904, Ruelas “se disipa”, como afirmó Teresa del Conde en su libro de referencia. De hecho, en París, Ruelas trabaja poco “y tiene miedo de ser regresado a México”; en una palabra, el carácter del decadentista se forjó en el segundo viaje a fuerza de precarizar su salud, envuelto en una capa que era la nube de humo de los muchos cigarrillos de su faltriquera, el flaneurismo baudeleriano y las óperas de Meyerbeer. Un puro espíritu contemplativo que perdía el tiempo con suma elegancia cerca de las bóvedas de Saint Germain. De hecho, Ruelas solamente expuso su obra en dos ocasiones a lo largo de toda su vida. Es necesario conocer el hartazgo de la vida artística, sentirla hasta el tuétano, para desear el olvido deliberado en la contemplación y en la concentración ambulante del dibujo.
El dibujante e ilustrador
Sí, Julio Ruelas dibujaba todo el tiempo. Sus líneas crecían de sus cuadernos como yedra trepadora por los cafés del Barrio Latino. Pocas veces Ruelas dibujó en su habitación del Hotel de Suez, donde vivió hasta su muerte por espasmo en la laringe. Prefería la concentración del que se aísla en la algarabía. Esta característica no es exclusivamente parisina puesto que ya antes de su segunda peregrinación, cuando habitaba su taller de la calle del Indio Triste en la ciudad de México, como prefiriera el dibujo sobre la pintura, salía del estudio en búsqueda de la concentración mundana que es esa “atención acompañada” del ruido de los cafés, los prostíbulos o las tabernas.
Como dibujante e ilustrador Ruelas participó con mucha frecuencia en pasquines y revistas. Si poseemos un continuum de su obra es por la periodicidad de las publicaciones en las que participó. Tempranamente, antes incluso de ingresar a la Escuela de Bellas Artes en 1885, dibujaba figuras burlescas para el pasquín El Sinapismo, que dirigía José Juan Tablada. Mucho se ha discutido acerca de si sus chanzas impresas les granjearon la expulsión del Instituto Científico e Industrial de Tacubaya. Del Conde sugiere que no fue así. Más tarde, en 1894, nuestro artista se embarcó a la nave de los locos de la Revista Azul que fundó Manuel Gutiérrez Nájera y cuyo centro de operaciones era la cervecería Salón de Comercio de la calle Palma. Es en julio de 1898 cuando aparece el primer número de la Revista Moderna que fundó el siempre inquieto José Juan Tablada. Cuando la revista apareció, su formato era de una sola página pero su proyecto trascendía esta aparente limitación: dar cohesión al movimiento modernista latinoamericano, convocando a las voces poéticas finiseculares más significativas, voces de un “sentimentalismo neurótico”, al decir de Alfonso Reyes. Para la Revista Moderna, Ruelas produjo frisos, letras capitulares y viñetas de diversos tipos. La apariencia de estas obras de primer orden es la de la arborescencia y la germinación. Ramas y raíces van a ensortijarse a los cabellos de bellas mujeres decapitadas (ver la célebre Letra A capitular). También lo serpentino en nupcias con lo femenino: serpientes anidadas a los miembros a la manera del Laocoonte. El amor por Serpentina lo debe Ruelas a sus lecturas del cuento El puchero de oro de E. T. A. Hoffmann. Hay una ilustración de Job alimentándose del excremento de un ave dispuesta en un marco ornamental: el zacatecano devenido parisino conoció muy bien las ilustraciones para el Libro de Job de William Blake, sobre todo a partir del “redescubrimiento” blakeano por parte del círculo prerrafaelista de Dante Gabriel Rosetti. Este Job de Julio Ruelas es, desde luego, su lectura profunda de Blake, del romanticismo inglés y del posterior círculo decadentista del prerrafaelismo con el que Ruelas sintió una profunda afinidad electiva. Finalmente, los motivos de máscaras y los Pierrots son recurrentes. Años antes del Pierrot lunaire de Schoenberg (1912), Ruelas produjo una hermosa serie de dibujos cuyo protagonista es Pierrot caprichoso, Pierrot sepulturero, Pierrot perdido en el bosque, las nupcias de Pierrot. Según mi criterio, Los caprichos de Pierrot forman parte de la especulación literaria-dibujística de Julio Ruelas que se amalgaman en un proceso “fantasioso”.
Julio Ruelas, ilustrador, nos sumerge en una reflexión que bien merecería un estudio detallado acerca de la Imaginación y la Fantasía. María Noel Lapoujade ha pensado estos temas con mucha hondura en su Filosofía de la Imaginación. El ámbito en el que deambula el pensamiento plástico de las ilustraciones de Julio Ruelas es el de la Imaginación como la única salvación. Imaginación redentora. Si Ruelas murió según sus propios impulsos autodestructivos a los 37 años debido a un espasmo en la laringe, es que murió como su Sátiro Ahogado, pintura de 1904. La vida y el arte para cualquier decadentista son indisociables y la disolución de una es la unificación mística con la otra. Ese fue el único ámbito redentor que conoció esta alma bella de sátiro desecado como grillo de jardín.
PARA SABER MÁS
- Conde, Teresa del, Carlos Monsiváis, y Antonio Saborit, El viajero lúgubre. Julio Ruelas Modernista 1870-1907, México, Museo Nacional de Arte. Instituto Nacional de Bellas Artes, 2007.
- Praz, Mario, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Barcelona, Acantilado, 2003.
- Raine, Kathleen, Ocho ensayos sobre William Blake, Madrid, Atalanta, 2014.
- Safranski, Rüdiger, Una odisea del espíritu alemán, Barcelona, Tusquets Editores, 2009.