¡Fucking hero!

¡Fucking hero!

Yuri Lópezgallo
Universidad Tecnológica de México

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 50.

Two bombs tumble from a Vietnamese Air Force A - 1E Skyraider over a burning [Viet] Cong hideout near Cantho, South Viet Nam, 1967. Library of Congress, EUA.
Two bombs tumble from a Vietnamese Air Force A – 1E Skyraider over a burning [Viet] Cong hideout near Cantho, South Viet Nam, 1967. Library of Congress, EUA.

Los Ángeles, California, 1969.

Joe Martínez, hijo de mexicanos que emigraron a la Unión Americana y teniente del X Batallón de Infantería del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, regresa a su casa después de casi un año de haber terminado su “Tour del deber”.

–Te ves diferente, hijo.
–Soy diferente, ma’.

–¿Por qué no volviste directo a la casa, con nosotros, tu familia?

Porque mi intención desde que regresé de Vietnam era volarme los sesos y sé cuánto te molesta tener que limpiar la casa, se dijo para sí mismo.

Fifth Avenue Vietnam Peace Parade Committee, Wari s Hell! Ask the man who fought one, cartel publicitario, ca . 1968. Library of Congress, EUA, Yanker poster collection.
Fifth Avenue Vietnam Peace Parade Committee, Wari s Hell! Ask the man who fought one, cartel publicitario, ca . 1968. Library of Congress, EUA, Yanker poster collection.

–Tenía mucho que pensar.
–Tu hermano quiere enlistarse –agregó su madre.
–Por eso estoy aquí.
–Déjame llamarlo. Miguel, ven acá, tu hermano está aquí.
–It is Mike mom, I’ve been telling you since I was fifteen.
–Bro!!! You are really here, you are a fucking hero Joe!
–Háblame en español, Miguel.
–It’s Mike!
–Háblame en español Mike. Ma’, ¿puedes dejarnos platicar un momento a solas?
–Claro, voy a prepararte unos chilaquiles, que sé cuánto te gustan, mijito.
–Gracias, ma’.

–Pero, ¿qué pasa contigo, Joe?, ¿por qué esa cara? ¡Eres un héroe! Fuiste a la guerra y mataste a muchos vietnamitas, sobreviviste y aquí estás en una pieza, listo para conseguir lo que quieras.

–Yo no he matado a ningún vietnamita.
–No me engañes hermano, eres un marine…
–Lo fui.
–… peleaste muchas batallas y ganaste dos medallas. Eso sólo lo logra un héroe. Y un héroe en la guerra mata enemigos.

–Claro que maté enemigos, Mike, pero no eran vietnamitas. Eran gucos, nagolios, cerdos… llámalos como quieras, pero no eran hombres.

–No te entiendo, hermano.

–Exacto, ¡no entiendes! Y yo no entiendo la estupidez que me contó la abuela ayer cuando la encontré caminando en Glendale de que planeas enlistarte.

–Lo hago por mi país, Joe.

–No me jodas, Miguel. Nada tiene que ver nuestro país en esto. Esta guerra no tiene un sentido ni es por la patria, es diferente a las otras guerras y no vamos a ganar.

–Eso no lo sabes, Joe.

–Claro que lo sé. Lo vi y te lo puedo asegurar. Tú no fuiste sorteado, Mike, ni tienes beca del gobierno. No tienes que ir.

–¿Por qué dices que no mataste a nadie?
–No dije eso, pero ojalá pudiera decirlo. Dije que no maté personas, que es diferente.
–¿Podemos hablar de eso?

–Cuando vas a la guerra, no tienes ni idea de qué demonios te vas a encontrar. Al desembarcar yo iba lleno de un patriotismo insultante. Quería matar vietnamitas y quería ayudar a mi país a librarnos del comunismo… pero no tardé más que un par de días en cuestionar toda la maldita guerra.

Los ojos del teniente del cuerpo de marines Joe Martínez se llenaron de lágrimas.
–¿Qué fue lo que pasó, Joe? –preguntó Miguel.

–Paso que el capitán Smith nos ordenó revisar una aldea donde había indicios de miembros del Vietcong. Era una tarea fácil, o al menos eso pensé hasta que el hombre que venía a la vanguardia voló por los aires después de pisar una mina terrestre, justo a la salida de la vereda que conectaba a la aldea con un arrozal. “¿Quién iba al frente?”, grité. “¡Robertson!”, fue el grito que se escuchó desde la columna. Como te dije, acababa de llegar y tenía poco trato aún con los muchachos de mi pelotón, por lo que aún no los identificaba; además de que no confiaban mucho en los oficiales egresados de las academias militares. Decían que nuestros grados eran de papel y que sólo servíamos para hacer que los mataran. Ellos, en realidad, nos despreciaban desde el momento en que llegábamos a integrarnos a las columnas.

Miguel lo miró extrañado.

–Tienes que entender algo: los sargentos son la verdadera alma de las escuadras, ellos tienen experiencia en el campo y los oficiales recién graduados de la academia en realidad no tenemos ni idea de lo que estamos haciendo. De hecho, el primer consejo que me dio mi capitán al reportarme con él fue: “Conoce a los sargentos de cada escuadra, aprende de ellos, gánate su confianza y su aprecio, confía en sus juicios y si en algún momento llegaran a ordenarte qué hacer durante un enfrentamiento, hazlo”.

–¿Y qué pasó cuando Robertson pisó la mina?

–Toda la escuadra se tiró al suelo y conformó un perímetro de seguridad, pero no pasó nada. Seguimos avanzando y entramos a la aldea. Ahí empezó el infierno: mis marines juntaron a todos los aldeanos y los obligaron a arrodillarse. Mujeres, niños, bebés y ancianos estaban ahí, postrados, llorando y gritando en su maldito idioma imposible de entender. Mis hombres estaban furiosos. “Son enemigos”, me dijo el cabo Fischer. “Son civiles”, le dije yo. “A ver, teniente, ¿en la maldita academia no les explican que una jodida villa, además de mujeres, niños y viejos, tiene campesinos hombres? Si no hay hombres es porque huyeron. Y si huyeron es porque son miembros del Vietcong. ¡Y por lo tanto toda la aldea lo es!

–¿Y luego, Joe?

–No podía pensar. En ese momento llegó un par de soldados. En un poncho llevaban la mayor cantidad de partes del soldado Robertson que habían logrado reunir. Yo no podía pensar, no podía actuar y no podía ordenar nada. Nunca había visto a un muerto antes y mucho menos a un muerto en esa condición. “Robertson tenía un hijo, teniente”. “Era un buen amigo”. “Hagámoslos pagar”. “Solo tenía 19 años, señor”. Los marines se agrupaban cada vez más en torno a mí y me exigían hacer algo. El sargento Braise llegó a mi lado y me dijo que estaba terminando de revisar la aldea, “según mis órdenes”, puntualizó, pero yo no recordaba haber ordenado nada.

El teniente Joe Martínez hizo una pausa, ordenó sus recuerdos y continuó.

–Iba a hablar con Braise cuando escuché detonaciones que venían desde la selva. Todo se volvió lento, pero recuerdo claramente cómo los muchachos de manera automática dejaron de hablar, voltearon hacia la selva y accionaron sus M16. Los prisioneros se encontraban en nuestro campo de tiro, justo frente a donde se escuchaban los disparos que provenían de la selva, y justo en ese maldito momento, pasó lo que tenía que pasar: todos murieron, mujeres, ancianos, bebés… Los guerrilleros huyeron rumbo a la selva y yo ordené que se les persiguiera, pero el sargento Braise me llamó y me dijo: “Déjelo así teniente, hoy ya matamos suficientes gucos. El coronel estará contento con nuestros números señor”. Y viendo el poncho añadió: “Lástima por Robertson, era un buen soldado… a pesar de ser negro”. Ahí aprendí dos cosas: la primera es que a los enemigos no se les considera personas, son peores que animales, cosificamos al enemigo y eso evita el conflicto moral. La otra es que no importa que todos usemos el mismo uniforme, en la guerra existe el mismo racismo que aquí en casa.

Tras otra pausa, Joe agregó:

–Al regresar al campamento el capitán me preguntó: “¿Cuántos confirmados y cuantos probables, teniente?”.

–¿“Confirmados” y “probables”?

–Sí, el secretario de la Defensa MacNamara decidió que la única manera de saber el estado de la guerra era a través de estadísticas. En el caso del enemigo, los “confirmados” son los vietnamitas muertos con cadáveres que pueden ser contados, mientras que los “probables” son los enemigos de los cuales existían inicios para pensar que pudimos haberlos matado o herido. Es por ello por lo que los integrantes del ejército de Vietnam del Norte procuraban no dejar los cuerpos de sus muertos al retirarse.

–¿Qué le respondiste?

–Le dije: “No estoy seguro de cuantos enemigos matamos, señor”. “¿Cómo es eso posible?”, me respondió indignado, “El capitán Travis me dijo que desde el helicóptero observó una gran hoguera repleta de cuerpos.” “De eso quería hablarle señor”, le dije, “hubo un incidente después de que murió Robertson y varios civiles fueron abatidos, esos son los cuerpos que el capitán observó. No encontramos el cadáver de ningún enemigo cuando acabó la escaramuza.”

–¿Qué te dijo?

–Esto: “Creo que no lo has entendido, teniente. Estamos ganando esta guerra y para seguir así necesitamos los malditos números que nos piden los payasos de Washington. Así que cuando te pregunte cuántas malditas bajas le causamos al enemigo, tú vas a tomar en cuenta cada maldito cadáver con los ojos rasgados que hayan causado las balas americanas… así que escúchame y contéstame de una maldita vez: ¿Cuántos malditos gucos confirmados tenemos el día de hoy, después de haber perdido al maldito Robertson?

–26 confirmados, señor… no tenemos probables, indiqué. “Muy bien teniente”, me dijo el capitán, “buen trabajo, vayan a descansar… que se lo ganaron”. Y me fui a dormir, dándome cuenta de que algo me pesaba más que haber acabado y quemado una aldea completa: el no sentir que habíamos hecho algo mal. En ese momento supe que algo había cambiado en mí y que nunca volvería a ser el mismo… Luego tuve 394 días más de miseria, muerte y destrucción llenos de historias como esta. Cada uno de esos malditos días estuve añorando mi casa y esperando la muerte, pensando que ese sería mi último día, siendo un fucking hero, mientras embolsaba pedazos de chicos geniales ¡they were just little boys y ya no tenían un futuro! ¡Lo único que tenían en común era la falta de un apellido de abolengo que los excusara de ir a la guerra! La guerra es el infierno en la tierra y así día tras día hasta que regresé.

–Lo siento hermano.

–Yo lo siento más.

–Pero hoy tienes toda la vida por delante.

–Eso dicen todos, pero no lo siento así.

–¡Lo que hiciste, lo hiciste porque debías!

–En realidad hermano, lo que debí hacer era rehusarme a ir a la guerra. Te voy a decir la verdad, porque no quiero que cometas el mismo error que yo: quería ser un héroe, quería una medalla, estaba seguro de que esa podría ser la base de mi carrera. Un héroe de guerra condecorado, que tuvo a su mando un batallón en Vietnam. No fui por patriota. No fui por el deseo de apoyar a mis hermanos. Fui porque creí que eso era lo mejor para mí, y hoy una parte de mí se arrepiente desde lo más profundo de su ser; mientras que la otra parte no deja de sentir dolor por todos los amigos y compañeros que murieron para que yo pudiera presumir que soy un héroe y que fui condecorado en la guerra.

–No sé qué decirte Joe.

–Dime que no irás a la guerra. Dime que serás feliz aquí y que mi infierno al menos le dará la paz a mi hermano.

–Está bien, Joe. Dejemos esta plática para otro día.

–No, aún no lo entiendes. ¡Mis manos están llenas de sangre!

–Pero tú me has dicho que no mataste a nadie.

–¡No hablo de los nagolios, cabrón! Hablo de mis amigos. De los que murieron porque yo les ordené subir a la asquerosa cima de un cerro donde no había nada realmente importante. Algo que nos costó decenas de muertos, sólo para abandonarla horas después, ¿oíste? Murieron cientos de muchachos que aquí no tenían edad de tomar una cerveza. ¿Y para qué?, para tomarnos una maldita foto sobre una montaña de mierda, tomar un poco de Kool Aid y luego largarnos.

Joe hace una pausa y observa a Miguel con tristeza.

–¿Y sabes qué? Los malditos gucos volvían a tomar la maldita montaña. Y nos volvían a ordenar hacer la misma basura y dejar morir a más muchachos americanos, ¿lo entiendes? ¡Yo tengo una medalla porque mis amigos murieron! Yo tengo piernas porque, por alguna razón, tuve la suerte de nunca pisar una mina; pero no sabes cuántas veces he deseado estar muerto. No sabes cuántas veces puse una pistola en mi boca desde que regresé a la tierra de la libertad… si eres blanco. Un mexicano como yo no tiene un lugar en este país, a pesar de haberse condenado a pasar la eternidad en el infierno. Maté y mi espíritu murió por un país que no me considera un americano completo. Mi alma está sucia y te juro, hermano, que no siento que “tenga nada por delante”. No soy un héroe y estas sucias medallas me pesan como no te imaginas. ¡La mayor cantidad de muertos de nuestro ejército son negros! Y no muy debajo, y en proporción con la cantidad de soldados muertos que vamos a NAM, seguimos los latinos. También mueren blancos, por supuesto, pero adivina qué: la mayoría de los blanquitos que van a la guerra son pobres. No es tan difícil hacer la cuenta hermano: negros, latinos y pobres, las sobras de América.

–No sé qué decirte…

–Perdí mi alma, hermano. He visto el infierno y, ¿sabes algo? Mi país no ganó nada, pero los políticos esos que no pelean, que tienen a sus hijos en las mejores universidades, fueron los únicos que ganaron algo. Seguro dinero, pero eso no es todo: ganaron poder, el poder de ser Dios, el poder de decidir quién vive y quién muere porque ellos creen que tienen el derecho de decidir por todos nosotros, aquí, y por todos los chinos allá. Fui un marine, un oficial del cuerpo de marines, maté y arriesgué mi vida por el cuerpo, hice mío el lema de los marines: Semper FI, ¡siempre fieles! Y cuando regresé a mi país, al que creía mi país, no había un maldito lugar para tomar un café en un restaurante, porque no soy blanco, traía mi uniforme y nadie siquiera se molestó en preguntarme si quería pasar a esperar sentado. Este no es mi país. Fui a la guerra para mejorar mi vida y al final no puedo ni obtener una silla en un maldito café en Nebraska.

Miguel observa a su hermano con mucha atención, ve su largo cabello y barba desaliñados, estaba muy delgado y apestaba a algo que no alcanzaba a determinar. Tal vez drogas, pero no se atreve a preguntarle. Sin embargo, son sus ojos los que más llamaron su atención: se ven tristes, su color es diferente. O tal vez es algo más: que en esos ojos no hay tristeza, sino un dolor aún más profundo, el de la desesperanza.

–Me regreso a México, Miguel. Espero olvidar la guerra por allá y espero que nadie me vea en la calle y me grite: Baby killer. Deberías hacer lo mismo…

–Cuídate, hermano –responde Miguel–, mi vida está aquí.

–Dime que no irás.

–No iré.

–Promételo, Mike.

–Miguel.

–Promételo, Miguel.

–Lo prometo, hermano.

–¡Gracias!

–No sabes cuánto me duele verte así, Joe.

–Todo mejorará. Ahora sólo déjame despedirme de mi mamá. Necesito los datos de la familia en México. Yacualita, allá voy…

–Es Yahualica hermano, en Jalisco.

–No es Estados Unidos y con eso me basta.

Se dan un abrazo y Miguel se convence de que detrás de toda la desesperanza de Joe, hay una pequeña luz. Y eso lo hace sonreír mientras piensa:

–No iré a la guerra hermano. Hoy me salvaste. Salvaste mi alma y probablemente mi cuerpo, You really are a fucking hero.

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