El traje del emperador

El traje del emperador

Guadalupe Villa G. 
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 56.

Agustín de Iturbide fue proclamado emperador el 21 de julio de 1822 con la mayor pompa posible, pese a las restricciones económicas. La vestimenta siguió los lineamientos señalados en el Pontifical Romano, los principales edificios públicos fueron iluminados y engalanados, y las coronas de la pareja imperial se elaboraron con joyas prestadas y valiosas. Fue una gran fiesta que incluyó el lanzamiento de monedas de plata al pueblo desde la catedral y el antiguo palacio virreinal.

Agustín de Iturbide, acuarela sobre marfil, ca. 1822, Museo Nacional de Historia, Secretaría de Cultura-INAH-MÉX.

La situación económica del imperio en aquellos primeros días, veíase contrariada o desvanecida por la pobreza general. 

Lucas Alamán  

Proclamado y elegido Agustín de Iturbide primer emperador constitucional de México, se iniciaron los preparativos para organizar su coronación y la “Casa Imperial”. Imaginemos por un momento lo que para el novel monarca significaba su nuevo encargo. Desde luego ideó una ceremonia de entronización espléndida, algo único para estas tierras que jamás habían visto monarca alguno en persona. Los virreyes, representantes de los reyes españoles, eran la personificación del soberano; sin embargo, nunca trasladaron ni arreglaron en las colonias el boato de corte alguna.  

¿Cómo solemnizar la ocasión con toda pompa a sabiendas de la penuria de la Hacienda pública? Si bien Iturbide pidió al Congreso que en la planificación de la “Casa” se actuara con “recomendable moderación” y sólo se proporcionaran los fondos para gastos estrictamente indispensables, la sugerencia no aplicó para su investidura. Coronas, mantos y ropas especiales para él, su esposa y familia cercana parecían imprescindibles. Lucas Alamán, político, historiador y testigo, relata que, para confeccionar las coronas del emperador y la emperatriz, se tomaron prestadas joyas de gran valor para simular una riqueza artificial, “a semejanza de las representaciones teatrales”. 

Diversas láminas y grabados, los cuales mostraban la consagración del emperador Napoleón I y la coronación de la emperatriz Josefina en la Catedral de Notre-Dame de París el 2 de diciembre de 1804, sirvieron de guía para imprimir la majestuosidad necesaria al acto de entronización de Iturbide, el cual serviría para legitimar sus derechos como nuevo monarca y asentar la continuidad de su dinastía. 

Una modista francesa, al parecer baronesa, cuyo nombre se ignora, asumió el compromiso de elaborar los trajes para tan solemne ocasión, apegándose a los lineamientos señalados en el Pontifical Romano, documento que contiene los ritos que debían presidir los obispos, entre los cuales se encuentra la coronación de reyes. El Pontificale Romanum, escrito en latín, fue traducido al español, en la parte referente al ritual en cuestión, por el padre dominico Luis Carrasco y Enciso. La versión, aprobada por el Congreso, hubo de ajustarse a las circunstancias. Por ejemplo, el obispo celebrante no coronaría a Iturbide, le pasaría la corona al presidente del Congreso, Rafael Mangino –subrayando el hecho de que el emperador debía su nombramiento a la nación y al Congreso que la representaba–, quien a su vez la colocaría en la cabeza del emperador. El mismo procedimiento se realizaría para entronizar a la emperatriz: el presidente entregaría la corona a Iturbide y este a su vez la colocaría a su esposa. Entre otras modificaciones, se suprimieron del vocabulario palabras que implicaran la idea de un gobierno absolutista, sustituyendo “vasallos” por “súbditos”. Queda la interrogante de la razón por la cual no se optó por “ciudadanos”. 

La monarquía mexicana, fundada en el mérito, sería constitucional y hereditaria, con Agustín Primero como raíz de su estipe. Su padre, José Joaquín de Iturbide y Arregui, recibió el título de príncipe de la nación; a su hermana, María Nicolasa, se le distinguió como princesa de Iturbide. Agustín Jerónimo, hijo mayor y heredero al trono, fue intitulado príncipe imperial. Sus demás hijos: Ángel, Salvador, Sabina, María de Jesús, Josefa y Juana serían príncipes mexicanos con tratamiento de alteza. El 19 de mayo se declaró día festivo por ser el aniversario de la proclamación.  

Organizar la “Casa Imperial” implicó también buscar un modelo a seguir y fue el canónigo Gamboa –familiarizado con el ceremonial real por haber vivido durante su juventud en España– quien impartió algunas lecciones elementales. Como bien señala Lucas Alamán, la etiqueta europea “se sostenía por la tradición y la costumbre, pero en México, donde no se había visto nada parecido, era ridícula”. 

Acordados los títulos, había que nombrar a quienes ocuparían los siguientes cargos en la casa real: “Mayordomo Mayor”, intendente principal de palacio, recayó en el 5o. marqués de San Miguel de Aguayo (José María de Echevertz del Espinal y Valdivieso Vidal de Lorca ); “Caballerizo Mayor”, encargado de la dirección y gobierno de las caballerizas del rey, a quien acompañaba tan pronto salía de su residencia, en el Tercer conde de Regla (Pedro José María Romero de Terreros); “Capitán de Guardia”, cuyo cometido era proporcionar la guardia militar, rendir honores, dar escoltas al rey y a los miembros de la familia real, en el Sexto marqués de Salvatierra (Miguel Jerónimo de Cervantes y Velasco). Entre los muchos ayudantes elegidos por el emperador estaban el capitán general Gabino Gainza y Fernández de Medrano, el brigadier Domingo Malo de Iturbide, primo suyo, y José María Cervantes, entre otros. 

La designación de “Limosnero Mayor”, obispo de la Corte y jefe de la capilla real, fue para el prelado de Guadalajara, Juan Ruiz de Cabañas y Crespo, quien puso a disposición del Congreso, para la coronación, 35 000 pesos tomados de las obras pías de la Iglesia. Su encargo le permitía disfrutar de varias prerrogativas, entre ellas: caminar a la derecha del monarca en las procesiones; disponer de los fondos destinados para las diversas donaciones que hacía el rey, y administrar los sacramentos de la familia real. El cargo de “Capellán Mayor”, encargado de atender las necesidades espirituales del monarca, recayó en Antonio Joaquín Pérez de Martínez. Las crónicas señalan que hubo seis capellanes “de sus majestades” y diez capellanes honorarios escogidos entre los más reputados eclesiásticos de entonces. Entre los confesores estaban fray José Ignacio Treviño y fray Joaquín Silva, para el emperador y la emperatriz, respectivamente. El nombramiento de “Predicador Honorario” recayó en fray Gaspar Tembleque, también capellán privado de la familia real.

Otras designaciones fueron para chambelanes, encargados de asistir a las necesidades de palacio, y sumilleres –encargados del servicio de vinos–, actividad considerada de gran importancia, desempeñada por gente de probada lealtad al monarca. Originalmente la responsabilidad de un sumiller era prevenir un posible envenenamiento a su señor.

En el ámbito íntimo el papel de “Ayos” y de “Preceptores” fue fundamental. Los primeros se ocupaban de instruir a los pequeños en las “buenas maneras”, a desenvolverse con corrección, mientras que los segundos educaban en el ámbito de la enseñanza escolar propiamente dicha. También se nombraron médicos y cirujanos de cámara. La “Casa Real” requirió, al menos en papel, un ejército de empleados que sería prolijo enumerar, pero en el que no faltaron ni peluqueros ni guardarropas reales, encargados del vestuario de los monarcas. La casa de la emperatriz estuvo presidida por su “Camarera Mayor”, la condesa de San Pedro del Álamo (María de los Dolores de Valdivieso y Valdivieso); y la “Dama Primera y Guarda Mayor” (Ana María Iraeta de Mier). Las “Damas de Honor” estaban conformadas por jóvenes mujeres al servicio exclusivo de la reina para acompañarla dentro y fuera de palacio. En la organización de su Corte, la pareja real echó mano de lo que se pudo escoger entre la alta sociedad y la reducida nobleza del virreinato. Lucas Alamán señala que en la nueva Corte todos ignoraban el papel que debían representar.

Francisco Incháurregui, Dama (Ana María Huarte de Iturbide), acuarela sobre marfil, ca. 1822, Museo Nacional de Historia, Secretaría de Cultura-INAH-MÉX.

Algo similar había ocurrido en Francia cuando Napoleón se convirtió en emperador; a él no le fue difícil conformar su Corte, aunque resulta paradójico que quien había tomado las armas para, entre otras cosas, eliminar los privilegios de la nobleza, contara y aceptase la adhesión de ella a la emergente dinastía que representaba. Pero los arribistas “hijos de la revolución” tampoco pudieron acostumbrarse al ceremonial palaciego y nos dice una historiadora que “las memorias de aquel tiempo están llenas de pasajes chistosos de los nuevos cortesanos”. En México también ocurrieron situaciones chuscas pues la Corte no tuvo tiempo de aprender la etiqueta que le fue impuesta, ya que el imperio fue fugaz.

Iturbide y Ana María, su mujer, habitaron primero el palacio “Moncada”, una soberbia construcción barroca del siglo XVIII, antigua propiedad de los condes de San Mateo de Valparaíso y marqués de Jaral de Berrio, ofrecida como regalo de bodas a su hija Mariana Berrio de la Campa y Cos y a su esposo Pedro de Moncada Branciforte. La finca, ubicada entonces en la calle de San Francisco (hoy avenida Francisco I. Madero, número 17, Centro Histórico de la Ciudad de México), es popularmente conocida como Palacio de Iturbide y alberga en la actualidad el Palacio de Cultura Citibanamex. El emperador y la emperatriz cambiarían después su residencia al viejo palacio de los virreyes, hoy Palacio Nacional.

Aproximándose el día señalado para la coronación, el jefe político Luis Quintanar emitió un bando con órdenes e indicaciones para que desde la víspera se iluminaran y engalanaran las fachadas de casas habitación, establecimientos mercantiles, edificios públicos e iglesias, con banderas y gallardetes.

El 21 de julio de 1822, la ciudad amaneció hermosamente ornamentada. Los repiques de campanas y salvas de 24 cañonazos, que cada hora debían ser disparados para solemnizar tan señalado día, daban a la capital un aspecto alegre y bello que no desmerecía, a pesar de las fangosas calles encharcadas por las torrenciales lluvias de verano.

En la catedral todo estaba dispuesto para el acto de coronación. Los candiles de plata multiplicaban el resplandor de los cirios con sus centellantes luces; el cáliz, con incrustaciones de piedras preciosas, la campanilla y el copón o ciborio de plata y oro, la colocación de grandes cortinajes, doseles y tronos hacían lucir su interior con una “insólita y extraordinaria magnificencia”.

Entre ocho y nueve de la mañana, los miembros del Congreso se dirigieron a ocupar el lugar que se les había asignado. Mientras tanto, todas las corporaciones, encabezadas por los miembros del Ayuntamiento, se reunieron para acompañar al emperador, quien salió de su domicilio con la emperatriz, precedido por la caballería y la infantería. A lo largo del trayecto que debían recorrer los monarcas, en coche, se dispuso una valla de soldados.

El acompañamiento de la emperatriz lo componían tres generales, cada uno portaba la corona, el anillo y la canastilla que contenía el manto para la coronación. La comitiva del emperador constaba de cuatro distinguidos generales que ostentaban respectivamente las insignias para su entronización: corona, cetro, anillo y manto. Tras del emperador seguían el capitán de su guardia, el mayordomo, los limosneros mayores y cuatro edecanes. Cerraban la escolta ministros y generales de alta graduación. A la puerta de la catedral dos obispos bendijeron con agua bendita a los monarcas, conduciéndolos al trono chico, de donde bajarían para que el obispo consagrante les aplicara la unción en el brazo derecho entre el codo y la mano. En una sala inmediata se dispuso una mesa con abundantes viandas frías y vinos para los asistentes que así lo desearan y no se omitió, dice Alamán, “que estuviese prevenido el cirujano del emperador con botiquín y caja de instrumentos para lo que pudiera ofrecerse”.

El Pontifical indicaba que los soberanos vistieran ropa de seda blanca que luego complementarían con las de su nueva dignidad. No sabemos con certeza cómo resultó la vestimenta confeccionada por la baronesa, pero las crónicas mencionan que Iturbide salió rumbo a catedral vestido con el uniforme militar del regimiento de Celaya y en el momento culminante lució un “peculiar manto de terciopelo rojo, forrado con armiño, con pequeños carcaj y águilas coronadas bordadas en oro en su superficie”. La interrogante en cuanto a la descripción de la capa es ¿habrá sido armiño de verdad?

El pelo de este animal ha sido muy apreciado en peletería y los mantos de los reyes en Europa eran elaborados con este material, pero, en México, no resultaba fácil conseguirlo. En América, la distribución geográfica del pequeño mamífero se localiza cerca del círculo polar ártico. En las regiones más frías es donde suele cambiar el color café de su pelaje por otro totalmente blanco. Sólo la punta de su cola permanece negra. En las capas de armiño pueden apreciarse estas extremidades como decoración del atavío y constituye el sello que legitima la piel. Ni las comunicaciones terrestres o marítimas posibilitaban la rápida adquisición del armiño para que Agustín se diera el gusto de igualarse, al menos en eso, con Napoleón.

Agustín de Iturbide, óleo sobre marfil, ca. 1822, Museo Nacional de Historia, Secretaría de Cultura-INAH-MÉX.

Las crónicas no mencionan que Agustín I vistiera túnica alguna de seda en el momento de su entronización, no obstante que la Sala Capitular de la Catedral fue adaptada como camerino para que los soberanos pudieran cambiar su vestimenta “de calle” por los de su adquirida distinción. Las pinturas realizadas por Josephus Arias Huerta en 1822 muestran a la pareja imperial vestida de seda blanca y con el manto rojo y blanco antes descrito. El retrato de Ana María Huarte la exhibe, además, con una indumentaria impuesta en Francia por la emperatriz Josefina: el estilo imperio. Esta moda popularizó los vestidos de talle alto, con generosos escotes y brazos descubiertos.

Una vez bendecidas las insignias, el presidente del Congreso, como estaba previsto, coronó al emperador y este, a su vez, a la emperatriz para trasladarse luego al trono grande. Cuenta Lucas Alamán que Mangino, amigo de Iturbide, al ponerle la corona le dijo con doble sentido: “No se le vaya a caer a Vuestra Majestad”, a lo que el emperador contestó: “yo haré que no se me caiga”. El obispo celebrante se dirigió a los presentes y expresó: Vivat imperator in aeternum, respondiendo los asistentes: ¡vivan el emperador y la emperatriz!

Pasados el sermón y el ofertorio, Agustín I y su esposa depositaron en el altar las ofrendas señaladas en el Pontifical: dos cirios, uno con trece monedas de oro y el otro con trece monedas de plata; dos panes también de plata uno y otro de oro. Concluida la ceremonia, el jefe de armas de la casa real exclamó: “El muy piadoso y muy augusto emperador constitucional primero de los mexicanos Agustín, está coronado y entronizado: ¡Viva el emperador!”

Al salir de catedral se repitió la proclamación, para regocijo del pueblo, y desde una tarima levantada a las puertas de la iglesia se arrojaron a la multitud monedas de plata grabadas con el busto del emperador y el lema Agustinus Dei Providentia en el anverso y el águila coronada en el reverso, con la inscripción Mexici Primus Imperator Constitutionalis.

La comitiva oficial se dirigió al antiguo palacio virreinal para presentar sus respetos y las felicitaciones de estilo. A los parabienes del presidente del Congreso, Iturbide contestó renovando la promesa de cumplir con sus juramentos y de encaminar sus esfuerzos a la conservación de la religión e independencia y hacer la felicidad del país. Desde uno de los balcones de palacio, el emperador y la emperatriz repartieron con generosidad más monedas, mismas que el pueblo recibió con gran alborozo.

El imperio de Agustín de Iturbide fue efímero. Sus diferencias con el Congreso lo llevaron a disolverlo, acto que justificó mediante un folleto intitulado “Indicación del origen de los extravíos del congreso mejicano, que han motivado su disolución”. A partir de entonces las conspiraciones para hacer de México una república federal no se hicieron esperar. Las palabras de Mangino se cumplieron y su majestad Agustín I no pudo sostener la corona. Abdicó en marzo de 1823.

PARA SABER MÁS

  • Anna, Timothy, The mexican empire of Iturbide, Londres, University of Nebraska Press, 1966.
  • Carbajal López, David, “Una liturgia de ruptura: el ceremonial de consagración y coronación de Agustín I”, Signos Históricos, 2011, en https://signoshistoricos.izt.uam.mx.
  • Silke, Hensel, “La coronación de Agustín I. Un ritual ambiguo en la transición mexicana del Antiguo Régimen a la Independencia”, Historia Mexicana, 2012, en https://historiamexicana.colmex.mx.
  • Visitar el Palacio de Iturbide en avenida Francisco I. Madero, número 17, Centro Histórico.
  • Visitar el Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec.

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