El Silencio y la furia

El Silencio y la furia

Arturo Garmendia

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm.  42.

Recuerdo, recordemos.

Esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca.

Rosario Castellanos. Memorial de Tlatelolco.

-Ya me voy, madrecita. Deme su bendición.

Sabía que sería inútil tratar de impedir su partida. Resignada, trazó en el aire la señal de la cruz y le dio a besar sus dedos entrecruzados. La primera vez que regresó su hijo cubierto de sangre porque le habían roto la nariz se alarmó, y casi no dio crédito a que el percance había ocurrido en una trifulca estudiantil disuelta a macanazos por los granaderos. Luego, a él se le hizo costumbre asistir a las manifestaciones y ya no le pasó nada. No obstante, al oír que Rafael iría a una brigada, el corazón le daba un vuelco.

Una vez que se quedó sola siguió planchando, empeñada en desarrugar el uniforme verde oliva, cuya tela de dril ofrece resistencia. A los soldados les limpian la ropa en el cuartel, pero por lo mismo nunca queda bien planchada, y doña Leonor, su patrona, se empeñaba en que la presentación de su hijo debía ser impecable y le confiaba sus uniformes. Pero esta tarea, que antes hacía con gusto porque le permitía completar el gasto, ahora le pesa porque debe soportar la maledicencia de su patrona, que suele despotricar contra los estudiantes. “¡Bola de vagos! Deberían ponerse a estudiar, en lugar de andar alborotando en la calle. Dicen que ya ninguna mujer está a salvo frente a ellos: ¡a todas les faltan el respeto!… Claro, ellas tienen la culpa por andar con esas falditas…”, se la oye rezongar de tanto en tanto, pero ella piensa que Rafael no es así. Siempre ha sido buen estudiante y es incapaz de faltarle el respeto a nadie. Tal vez doña Leonor piensa así porque se sabe que la policía disolvió a golpes una manifestación pacífica de los estudiantes y estos han estado protestando desde entonces.

Se apresta para llevar la ropa planchada a casa del cabo Ramírez y ahí, nuevamente. se topa con la arenga de doña Leonor: “Ay seño, Espero que no haya tenido un mal encuentro. En el mercado yo me encontré con esos dizque estudiantes y me pidieron dinero. Seguro que para sostener sus vicios. ¡ Mariguanos, malvivientes! ¡Yo no sé qué espera el gobierno para darles su merecido!”

No hace caso, aunque bien quisiera responderle que, como dice Rafael, el dinero que colectan sirve para imprimir volantes, hacer pintas y mantas que les permitan darles la voz que la prensa y la televisión les niegan. También se oponen a sentarse con ellos, a dialogar. De cualquier modo le entra la duda y decide ir a una manifestación, a ver qué sucede.

A las cinco en punto ya está esperando al contingente en la alameda. Se siente inquieta porque al llegar ve cómo en las calles aledañas a la Avenida Juárez se encuentran apostados camiones repletos de granaderos. Pero la multitud expresa entusiasmo y cuchichea, silenciando a aquellos que elevan la voz. Se trata de la Marcha del Silencio, le informan.

Finalmente, el contingente se acerca. Motoristas y ciclistas en la descubierta. Atrás vine un camión del Poli, luego una gran manta en la que se lee: “El silencio no significa ceder. ¡Aquí nadie se rinde!” Luego vienen los agrupamientos de las distintas dependencias de la UNAM y el Poli, de las carreras que ahí se imparten, de los sindicatos solidarios, de los padres de familia y el pueblo en general. Al centro avanza una nutrida columna, protegida por una cadena de jóvenes que marchan con los brazos entrelazados. Nadie habla y muchos asistentes llevan la boca cubierta por pañuelos o paliacates, o sellada con tiras de cinta adhesiva para enfatizar su mudez. No se oyen gritos, pero las pancartas hablan. “Hasta cuándo el pueblo ofendido abrirá los ojos”. “El gobierno jode, jode al gobierno”. “Matar a un joven es matar la esperanza”. “Hoy todo estudiante con vergüenza es revolucionario”. “El ejército es para defender al pueblo, no para agredirlo”. ”Presos políticos, libertad!”…

Hablan también el gritar de los pies arrastrados por el pavimento que producen un rumor marino, una oleada susurrante de la que surgen cientos, miles de manos haciendo la V de la victoria. Vocean también su protesta gráfica los carteles que muestran a la paloma de la paz herida por una bayoneta, al joven amordazado o encarcelado, el puño retador en alto… Nunca el silencio había sido más elocuente.

Ella acecha a la multitud en busca de un solo rostro. Finalmente lo alcanza a ver entre los estudiantes de medicina y le hace señas agitando los brazos. Su hijo llega corriendo y la incorpora a la manifestación hasta que arriban al Zócalo. Ahí, él la conmina para que regrese a casa.

-Ya ves que no pasa nada –le dice-. Tenemos derecho a protestar y lo hacemos ordenadamente. Ve a casa, que yo todavía tengo que ir a una reunión.

La calma duraría poco. Una noche Rafael no llega a dormir y su madre, con el alma en un hilo, inicia un recorrido por agencias del misterio público y hospitales tratando de encontrarlo. Ambos sitios estaban atestados de jovencitos, detenidos o golpeados. Al mismo tiempo se da a conocer la noticia que el ejército ha entrado a la Universidad y entonces, siguiendo una recomendación, conduce sus pasos a los separos de la Procuraduría del DF, donde en efecto lo encuentra. Los trámites para liberarlo son engorrosos, pero finalmente el joven sale.

– ¡Ay hijo! -, lo reconviene su madre. – ¿No ves que esas andanzas tuyas no dejan nada bueno?

-¡Pero si no pasó nada! – le responde Rafael. –Ya ve, aquí me tiene sin un rasguño… Aunque la verdad, si nos pusieron un buen susto… Estábamos imprimiendo volantes para el día siguiente cuando escuchamos pasos de botas que se aproximaban. Quedamos en silencio. Los pasos se detenían ante cada cubículo, se oía cómo abrían la puerta de una patada y luego continuaban. Estaban cada vez más cerca. No supimos qué hacer, finalmente los soldados llegaron hasta nosotros y nos ordenaron salir.

Relata entusiasmado su experiencia y no parece sospechar que otro podría haber sido el desenlace:

-Nos llevaron hasta la explanada de Rectoría. En el camino se nos unían otros chavos, a los que iban sacando de las otras facultades. Nos ordenaron tirarnos en el suelo, con los brazos extendidos hacia los lados. Éramos un montón, cubríamos toda la explanada. Sonó un clarín y un grupo de guachos empezó a bajar la bandera, que estaba a media asta. Algunos compañeros se pusieron de pie y empezaron a cantar el Himno Nacional. Los demás los seguimos. Nos dejaron hacer. Cuando terminamos, nos obligaron a tendernos nuevamente y luego empezaron a sacarnos por turnos, en camionetas, hasta donde estuvimos detenidos toda la noche. Empezamos a salir al día siguiente. Se ve que buscaban a los líderes del Consejo; a los demás nos dejaron ir.

– “¡Ay seño, usted que creía que los estudiantes eran unos angelitos! Ya ve, si hasta su hijo cayó en la cárcel –le dice a manera de saludo doña Leonor, cuando llega a entregarle la ropa planchada. Esta vez le respondió impaciente de otro tiempo:

-Sí, Rafael fue a la cárcel, ¡pero por culpa de los militares como su hijo, que es un asesino!

-Ya me voy, madrecita. Deme su bendición.

De nada han servido sus advertencias, su preocupación, sus súplicas… Rafael está decidido a acudir a la concentración. Alega que ya han realizado un evento en Tlatelolco y nada ha sucedido; que el desprestigio del régimen es evidente tras la toma de la Universidad y no se atreverán a hacer nada. Además, posiblemente lo dejen intervenir en el mitin y no debe dejar mal parada a su facultad. Besa la cruz que le tiende su madre y no sin arrogancia sale de la habitación.

Queda angustiada, sin saber qué hacer. Ni siquiera tiene ropa para planchar y así calmar sus nervios. Camina de un lado a otro, trata de rezar pero no se puede concentrar y finalmente toma su rebozo y va tras el hijo.

En Tlatelolco, la Plaza de las Tres Culturas está casi desierta. La enorme explanada, flanqueada por las ruinas prehispánicas, la iglesia colonial y los modernos edificios se va llenando poco a poco. Cercándola, soldados con tanquetas pretenden cuidar el orden. Contingentes de algunas escuelas o sindicatos se acercan marchando, otros estudiantes corren en tropel, familias enteras toman de la mano a sus niños y llegan a solidarizarse con los jóvenes. La multitud se hace más compacta. Aquí y allá sobresalen las mantas y carteles. Se escuchan porras y se corean consignas. Poco a poco la madre va entrando en confianza y se atreve a gritar junto con los manifestantes “¡Únete pueblo, únete pueblo!”. El ánimo es festivo.

Hacia las seis de la tarde empieza a haber actividad en el tercer piso del edificio Chihuahua, donde se ha instalado la comisión que conduciría el evento. Ella no quita la vista de la superficie cuadriculada de donde sale el sonido de las pruebas del micrófono, esperando ver a su hijo, pero está muy lejos.

Dos, tres oradores toman la palabra. Anuncian que pese a la hostilidad gubernamental el movimiento seguirá… Dos helicópteros sobrevuelan la plaza. De pronto, arrojan dos relámpagos verdes que dan un aire siniestro a la escena y de inmediato la furia se desata. El tableteo de las ametralladoras es ensordecedor, los gritos y lamentos de los heridos se agregan al caos, la sangre mana por doquier, la gente corre buscando refugio y no lo encuentra: tropieza, pierde el equilibrio, cae y se convulsiona hasta quedar yerta. El fuego cruzado no distingue edad, condición ni filiación política: una furia ciega lo arrasa todo.

Por instantes, ella ve lo que ocurre en torno suyo sin comprender. Un niño que corre, llorando, llama su atención. Lo detiene y lo abraza. Se tira al suelo, cubriéndolo, y sus últimas palabras son “Yo te protejo, mi niño. Yo te protejo…”

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