Iván Lópezgallo
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 44.
El coraje y la valentía no serían suficiente para las menguadas fuerzas del Ejército de Oriente, que entre marzo y mayo de 1863 se enfrentarían en Puebla a la entrenada y bien abastecida expedición francesa. Prácticamente estaban en las antípodas.
Puebla ha sido, históricamente, una de las metrópolis más importantes de nuestro país. Fundada en el Valle Cuetlaxcoapan, su ubicación la convirtió un paso obligado para quienes se dirigían de Veracruz a la capital de la república o viceversa, por lo que en términos militares tomar Puebla abría las puertas de la ciudad de México. Esta situación la convirtió en escenario de una gran cantidad de sitios y enfrentamientos durante el siglo XIX, aunque ninguno tan famoso como el del 5 de mayo de 1862, fecha en que el Ejército de Oriente derrotó a quienes Ignacio Zaragoza, su general en jefe, calificó horas antes de la batalla como los primeros soldados de mundo.
El triunfo de los primeros hijos de México –adjetivo también empleado por Zaragoza– sobre el ejército francés, considerado en la época como el más disciplinado del planeta, originó una de las mayores celebraciones nacionales y opacó lo sucedido entre el 16 de marzo y el 7 de mayo de 1863, periodo en el que miles de hombres mal armados resistieron los ataques continuos de quienes se sentían obligados a vengar la afrenta recibida un año antes. Vale recordar aquí que Porfirio Díaz mencionó en sus memorias que durante la lucha por el cuartel de San Marcos sacó su pistola para defenderse, pero era tan mala su calidad que se le desarmó en las manos y tuvo que aventarle los pedazos a un zuavo que trataba de matarlo.
Dos fuerzas
Cuando marcharon de nuevo sobre Puebla, los expedicionarios franceses no estaban ya bajo el mando del conde de Lorencez, sino de un héroe de la Guerra de Crimea, el general Élie-Frédéric Forey. Y los 6 000 hombres con los que el conde se proclamó dueño de México antes de su inolvidable derrota frente a Zaragoza, habían sido reforzados considerablemente, por lo que en enero de 1863 sumaban 28 126 soldados con 50 bocas de fuego, plantándose frente a Puebla con 26 300 efectivos –cifra que incluye a 2 000 tropas conservadoras que se pusieron bajo sus órdenes– y 56 piezas de artillería.
Entre los defensores también se llevó a cabo una importante reorganización: a los 5 454 soldados con que contó Ignacio Zaragoza el 5 de mayo de 1862 se les fueron uniendo numerosos contingentes, por lo que al llegar el enemigo el Ejército de Oriente sumaba 24 828 hombres más 180 piezas de artillería, de acuerdo con lo que Juan Macías escribió en El sitio de Puebla. 150 aniversario. Sin embargo, en su conocido libro El sitio de Puebla en 1863, Luis Chávez Orozco sostiene que los defensores contaban con 23 930 efectivos, divididos de la siguiente manera: 22 206 soldados, 1 495 oficiales y 229 jefes con 178 cañones.
Más allá de estas y otras diferencias en las cifras –el general Juan Manuel Torrea afirma en Gloria y desastre del sitio de Puebla que entre jefes, oficiales y tropa, los mexicanos tenían 24 678 efectivos–, los autores mencionados concuerdan en que las fuerzas nacionales eran inferiores en número frente las francesas y en que estas últimas estaban integradas por profesionales muy bien adiestrados, venían precedidas por brillantes campañas y contaban con enormes caudales, mientras que el Ejército de Oriente estaba formado en su mayor parte por milicias estatales que no tenían los conocimientos ni la disciplina para poder ser consideradas como un ejército regular, ya que la mayor parte de sus soldados habían sido reclutados a la fuerza y llevados a Puebla de lugares tan lejanos como Chihuahua o Chiapas… recibiendo adiestramiento militar básico durante el camino y sin contar con mayor experiencia de combate.
Junto al mal armamento y la poca capacitación y experiencia de sus tropas, los republicanos también tuvieron que enfrentarse a la falta de dinero, algo que los acompañó durante toda la lucha e hizo confesar a un jefe guerrillero que le daba vergüenza llegar a un pueblo sin un centavo y tener que pedir a las autoridades paja, maíz, tortillas, carne, leña y todo lo necesario para asegurar la subsistencia de sus fuerzas; en cambio los franceses trataban de atraerse la simpatía de la gente pagando a buen precio todo lo que necesitaban.
También dejó constancia de esta situación Ignacio Zaragoza en un telegrama enviado el 9 de mayo de 1862 al ministro de la Guerra, general Miguel Blanco, en el que le informaba que sus fuerzas casi no tenían alimentos, que no logró cubrir los gastos del día porque sólo tenía en caja 3 300 pesos, cuando se necesitaban 3 700 pesos, y que no pudo conseguir más dinero porque los poblanos eran malos en lo general y, sobre todo, indolentes y egoístas. Concluía que sería bueno quemar una ciudad que estaba de luto por la derrota francesa.
Entre quienes lamentaron el triunfo de Zaragoza se encontraba Tirso Rafael Córdova, un clerical conservador e imperialista para el que nada ilustraba mejor la miseria del Ejército de Oriente que su desfile frente a Benito Juárez en marzo de 1863, ya que poco antes de marchar frente al presidente se pintaron carretas, cureñas y cañones y se dieron a los soldados flamantes uniformes… aunque no zapatos. Formándose, de acuerdo con él, un contraste ridículo entre la ropa nueva y sus pies descalzos.
Podríamos pensar que, por su postura política, Córdova exageraba las miserias de los republicanos –los juaristas, decía él–, pero Victoriano Báez registró en sus Episodios Históricos de la Guerra de Intervención y el Segundo Imperio que, al morir Ignacio Zaragoza, los soldados del batallón de zapadores, al no tener dinero, vendieron su ración de pan para comprar listón negro y hacer patente el luto que los embargaba.
Por otra parte, el periodista Francisco Zarco –un liberal convencido– escribió en El Siglo XIX que la apariencia de los defensores de Puebla era modesta y sencilla, grandes sus sufrimientos y terribles sus limitaciones; por lo que se necesitaba de toda la constancia, la fe y la energía del gobierno para evitar que murieran de hambre. Pero como una vez establecido el sitio resultó imposible hacerles llegar dinero, parque y comida, algunos oficiales –ante la falta del salario que les enviaba el gobierno y lo caro de los alimentos que se vendían en la ciudad tuvieron que comer el mismo rancho de la tropa… y que una o dos semanas antes del fin del sitio consistía solamente en carne hervida de caballo o de mula.
Lo más selecto
Si bien las condiciones en que tuvo que formarse y luchar el Ejército de Oriente no eran las más adecuadas, tenía a su favor el que lo dirigían los mejores generales, jefes y oficiales del ejército liberal… y hasta uno que otro conservador.
Ya no estaba al mando el general Ignacio Zaragoza, quien murió de tifo –y no de tifoidea, como aseguran algunos– el 8 de septiembre de 1862, quedando en su lugar el zacatecano Jesús González Ortega, un antiguo empleado público devenido en militar, quien obtuvo un gran prestigio al vencer a Miramón en Calpulalpan y definir la Guerra de Reforma a favor de los liberales. Esto lo había llevado a convertirse en enemigo político de Juárez y a disputarle infructuosamente la presidencia en 1861; de ahí que su nombramiento como general en jefe del Ejército de Oriente fuera visto por muchos como una forma de quitar del camino a un rival incómodo. Esta idea era compartida por el general Manuel Márquez de León, quien trató de hablar del tema con Benito Juárez, pero el presidente lo interrumpió para decirle que ya sabía lo que iba a expresarle: que González Ortega era un “pendejo”, pero que a la nación le había dado por considerarlo un hombre importante y ahora, como responsable de la defensa de Puebla, iba a ponerse en evidencia. El mismo Juárez hizo esta conversación del conocimiento de González Ortega, quien para el periodista Francisco Zarco era solamente un caudillo popular al que no podía llamársele, como a Forey, héroe de muchas batallas.
Sin embargo, el que González Ortega careciera de una educación militar formal, no significa que el Ejército de Oriente no tuviera oficiales de carrera. Su cuartel maestre, el general José María González Mendoza, poseía una extensa instrucción en la materia y era muy apreciado por él, además de ser todo un personaje: usaba un uniforme que llamaba la atención –grandes botas, una casaca con amplios faldones y un cuello enorme al que la corbata parecía darle tres vueltas– y tenía tantas ocurrencias y tan extrañas que lo conocían como “El loco” Mendoza. Era muy recordado cuando, siendo gobernador de Puebla, ordenó que no colgaran de las patas a las gallinas y los pollos que vendían en el mercado; como no le hicieron caso un día dispuso que alzaran a los infractores de los pies, para que sintieran lo mismo que sus animales, les dijo… y se terminó con el problema. Tras la caída de Puebla y un breve destierro en Francia, “El loco” se unió a los invasores como prefecto imperial del Valle de México, por lo que hoy en día ha sido casi olvidado por nuestra historiografía.
También gozaban de una sólida formación militar el coronel Joaquín Colombres –poblano de destacada participación en las obras de defensa iniciadas en la época de Ignacio Zaragoza– y sus compañeros de la sección de Ingenieros, además de otros oficiales del Ejército de Oriente que se educaron en el Colegio Militar.
Bajo las órdenes de González Ortega estaban, por otra parte, el ex gobernador de Veracruz Ignacio de la Llave, Francisco Paz, Felipe Berriozábal, Epitacio Huerta, José María Patoni, el italiano Luis Ghilardi, el español Nicolás Régules, Miguel Auza, Lorenzo Antillón, Francisco Lamadrid, Ignacio Mejía, Pedro Ríoseco, Juan B. Caamaño y dos protagonistas de la futura derrota del imperio: Porfirio Díaz y Mariano Escobedo. Además de Miguel Negrete, conservador que se puso a las órdenes del gobierno de Juárez para luchar contra los franceses y sus aliados conservadores, por lo que cuando le reprochaban que apoyara a sus antiguos enemigos, él respondía convencido que tenía patria antes que partido.
En un nivel inferior en el escalafón militar se encontraban personajes como Agustín Alcérreca y Francisco P. Troncoso –responsables de dos diarios que nos permiten conocer lo acontecido en el sitio–, Cosme Varela –quien registró el sufrimiento de los oficiales mexicanos que fueron desterrados a Francia tras la caída de la ciudad–, Jesús Lalanne –autor de una interesante comparación de los sitios de Puebla y Zaragoza, en España–, Bernardo Smith –jefe de la heroica defensa del fuerte de San Javier y descendiente del capitán que se casó con la famosa indígena Pocahontas–, Alejandro Casarín –escultor y pintor que décadas después creó los famosos Indios Verdes–, Octavio Rosado –último oficial en rendirse en San Javier al frente de 130 hombres tras quedarse sin municiones, situación que hizo del conocimiento de los franceses al entregar sus armas–, José Montesinos y Francisco Hernández, quien durante el sitio fue herido cuatro veces y no conocía el miedo.
Entre agallas y osadía
Y es que ante la falta de armas, equipo y alimentos, la bizarría fue la principal divisa de los integrantes del Ejército de Oriente, destacando entre ellos el coronel Auza, quien recibió la orden de defender el convento de Santa Inés hasta vencer o morir… obedeciéndola de tal manera que el mismo González Ortega lo llamó valiente entre los valientes, ya que durante el combate lo sepultó completamente una pared y, tras ser desenterrado por sus soldados, no permitió que lo llevaran al hospital, sino que siguió dando órdenes a pesar de los balazos que fue recibiendo durante la lucha. Dejó su posición tan solo cuando los franceses fracasaron en su intento de tomar el convento.
Sin embargo, estas muestras de coraje no fueron exclusivas de los oficiales, ya que durante uno de los ataques al Fuerte de San Javier, el artillero Tomás Martínez se puso a reparar su trinchera frente al enemigo, sin preocuparse por los proyectiles que explotaban a su alrededor, en tanto que el centinela Julián Hinojosa vio caer una bomba junto a donde se encontraba y en lugar de protegerse, permaneció tranquilo hasta que explotó… pidiendo después otro fusil porque una esquirla había roto el suyo.
La angelópolis y el sitio
Hablemos ahora de Puebla, ciudad en la que el lujo de algunos de sus vecinos contrastaba con la pobreza de la mayor parte de los 80 000 habitantes que tenía en 1863 –católicos y conservadores en su mayoría–, mismos que se dedicaban principalmente a elaborar productos textiles, de cuero, hierro, metal, cerámica y vidrio, para lo que se valían tanto de pequeños talleres artesanales, como de otros más grandes y mejor equipados.
Es importante mencionar que días antes de la llegada de los franceses, González Ortega promulgó un decreto que prohibía organizar levas entre los vecinos, especificando que quienes tenían de 16 a 60 años de edad estaban obligados a ponerse a las órdenes de los defensores en cuanto se presentaran los invasores para ayudar en lo que fuera necesario. Aquellos que podían pagar la contribución impuesta por las autoridades evitaron la molestia, la fatiga y el riesgo, aunque hubo civiles que colaboraron activamente y el mismo González Ortega escribió que el vecino Antonio Huerta ayudó a cargar un cañón hasta que los franceses fueron rechazados en uno de sus ataques contra el fuerte de San Javier.
No vamos a relatar los hechos de armas que se llevaron a cabo durante el sitio, pero sí a decir que, a medida que se prolongaba la resistencia, con cuerpos en las calles deshaciéndose al sol y cadáveres putrefactos a ras de suelo en los panteones bombardeados, empezaron a presentarse brotes de tifo, fiebre tifoidea y otras enfermedades que, tan solo en el Hospital de Puebla, mataron a más gente que los proyectiles.
Y no olvidemos el hambre, ya que la falta de alimentos no solo afectó a los soldados, sino a las 40 000 o 50 000 personas que permanecieron en la ciudad, por lo que llegó un momento en que muchas madres, desesperadas, se arremolinaron frente a la casa de González Ortega para llorar y suplicar que les diera algo de comer para sus pobres hijos. A la vez, cientos de personas de todas las clases sociales se arriesgaron a morir en los bombardeos para conseguir alguna pieza de pan.
Otros ondearon banderas blancas y trataron de abandonar la ciudad, pero los franceses los regresaron a cañonazos, sin importarles sus ruegos o que entre ellos hubiera mujeres, niños y ancianos… todo, escribió Troncoso, por no hacerle caso a González Ortega, quien el 14 de marzo –dos días antes de la llegada de los franceses– pidió a los civiles salir de Puebla para no arriesgar sus vidas.
El final… que no fue
Tras la que el historiador Vicente Quirarte califica como una defensa tan heroica y llena de esplendor como la victoria del 5 de mayo del año anterior –que fue festejada con cañonazos en la ciudad sitiada–, Puebla se rindió ante los invasores el 17 de mayo de 1863 y los generales, jefes y oficiales que la defendieron, tras negarse a jurar por su honor que dejarían de luchar contra ellos, fueron desterrados a Francia. Sin embargo, muchos escaparon camino a Veracruz y, junto con otros que volvieron del destierro – como el general de artillería Francisco Paz– sostuvieron la resistencia que, cuatro años después, terminó con el imperio de Maximiliano y consolidó a la república como la forma de gobierno de nuestro país.
PARA SABER MÁS
- Alcérreca, Agustín. Diario del sitio de Puebla de Zaragoza (1863), Puebla, Gobierno del Estado, 2013.
- Báez, Victoriano D., Episodios históricos de la guerra de la intervención y el segundo imperio, Puebla, Las Ánimas, 2014.
- Roeder, Ralph, Juárez y su México, México, Fondo de Cultura Económica, 2006.
- Taibo, Paco Ignacio, Patria, Tomo 2 (1859-1863), México, Planeta, 2017.
- Troncoso, Francisco P., Diario de las operaciones militares del sitio de Puebla en 1863, Puebla, Las Ánimas, 2013.