Ciudad de México. Mexico City

Ciudad de México. Mexico City

Ana Suárez
Instituto Mora

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 37.

Ciudad de México. Mexico City

Entrada de Scott a la ciudad de México (2)

Basta el estruendo del primer cañonazo para despertarla, habría querido dormir otro poco, la madrugada estuvo llena de ruidos que interrumpían su sueño y le negaron el descanso: voces que daban órdenes, carretas que se arrastraban sobre el empedrado, patadas y relinchos de caballos a los que se disponía para el recorrido hacia el mar, botas que andaban, corrían, bajaban, subían. Se acurruca de nuevo, solo quiere un minuto de tregua, no pensar en la nueva realidad que se aproxima. Pero el segundo cañonazo le trae su obligación a la memoria, sí debe presenciar la salida del invasor, mostrar alivio y regocijo en una fecha que será notable en los fastos nacionales, las generaciones venideras recordarán este 12 de junio de 1848 como el día de la liberación, muchos países celebran uno, México tendrá? que hacerlo desde hoy y para siempre.

Ve el zócalo, son las seis, el sol se acaba de asomar, su luz viste a la catedral, los palacios y los portales con ropajes de estreno, ¿qué no es una fiesta? La infantería y la caballería, 10 o 12 o 14 000 hombres forman un cuadro azul alrededor de la plaza, mientras que 5 o 6 000 voluntarios, seguidos por más de un centenar de carretas cargadas con la artillería y un buen suministro de víveres,  trazan una línea multicolor que se extiende por Plateros, casi llega a la Alameda, entre todos semejan un ejército de juguete listo para desfilar en cuanto se le dé cuerda, pero esa es nada más una imagen. Ella lo sabe mejor que nadie, lo supo muy pronto, cuando sus dueños la abandonaron y no había quien la protegiera.

Mientras los cañones disparan y la bandera de las barras y las estrellas desciende del asta de palacio, se acuerda del 14 de septiembre, cuando el enemigo pasó por las garitas de San Cosme y Belén, para dirigirse luego hacia la plaza mayor. Ya desde antes (Padierna-Churubusco-Molino del Rey-Chapultepec) la había estado rodeando, la asedió, la acosó, pero ella se sentía segura, nunca creyó estar en peligro, su hogar era una fortaleza. Ese día se percató de su error, Él iba a tomarla, nada lo impediría, y tuvo miedo y reaccionó impulsivamente, tan pronto se le acercó, intentó empujarlo, lo araño, lo mordió y también lo golpeó, tenía que lastimarlo. Durante 37 horas se batió en las calles y las avenidas, acechó atrás de las esquinas y en los quicios de las puertas, desde las ventanas y las azoteas le arrojó piedras, palos, ladrillos y hasta agua hirviendo. Pero tu defensa no sirvió para ahuyentarlo, fracasaste.

Sí, su lucha había sido inútil, la resistencia sólo pareció excitarlo, con furia la doblegó. En cuanto pudo se le echó encima, la enredó entre sus brazos y sus piernas, le impidió moverse, luego, con una lentitud insolente, que a ella le pareció eterna y la hizo llorar y gritar de desesperación, exploró su cuerpo por fuera, por dentro, con sus dedos recorrió todos sus rincones. Entró, salió y volvió a entrar cuantas veces le apeteció, como si quisiera herirla y humillarla por su rechazo, por fin empujó y penetró hasta el fondo, al fin era más fuerte, sus rifles disparaban diez tiros, los suyos uno, sus cañones alcanzaban mil metros, los suyos 300. Así tuvo que rendirse al amanecer del 16 de septiembre cuando las calles y las plazas quedaron cubiertas de cadáveres y los heridos llenaban sus hospitales de sangre. Tú, que tan orgullosa estabas de tu pasado y de tu estirpe, fuiste violada por el vándalo del norte, la vergüenza y la rabia te quemaron, juraste que lo aborrecerías para siempre.

Él hizo lo que le se le antojó durante 272 días largos, casi siempre largos. Era suficiente con ver que se concebía como el favorito de Dios, el elegido para lograr grandes cosas, bien cierto estaba de haber cumplido con su misión. Su bandera, la que ahora saluda altanero, y luego recoge, dobla y guarda como un tesoro, le recuerda quién es y lo que ha logrado, le dice que donde quiera que se eleve gozará de todos los privilegios y sólo habrá una voluntad, la suya. Ella tuvo que vivir en estado de sitio y sostener sus gastos y pagarle tributo, y prestar sus casas, iglesias y conventos para que sirvieran de campamento. Su nuevo dueño la vigiló en cada momento, y cuando intentó dañarlo o rebelarse, sólo ganó sus burlas y su castigo, destruía las casas de las que escapaba un disparo y metía en prisión a todos sus habitantes. Lo detestabas, se te hacía insoportable, era sucio, grosero, pesado, hereje, pero estabas atrapada en tu propia tierra, y no había más remedio que obedecerlo y guardar silencio, a la mala aprendiste que no te le podías negar.

Y así transcurrieron más de nueve meses, tiempo suficiente para dar a luz a un monstruo, en eso ha tornado, es la única manera de explicar que desee a quien tendría que detestar, de entender que en fecha tan importante sienta tal desazón, la solemnidad debería conmoverla, ni siquiera la turba que los cañones martillen de nuevo para saludar a la bandera de México, los guardias nacionales que llegaron anoche la izan sobre el gran pórtico de palacio, y el pabellón se mueve, empieza a ondear gozosamente, como si supiera lo que significa, y sintiese la alegría que ella es incapaz de sentir. Y es que después de las primeras semanas se fijaron otras reglas, había que avenirse, el invasor quería reposar del campo de batalla, resolver sus necesidades, y prefirió desistir de las disputas y ser más benévolo. Aunque la culpa no te perdonó un instante, comenzaste a actuar como querías, confiabas en que, si eras dócil y mansa y mostrabas espíritu de cooperación, él dejaría de atormentarte.

Siendo así se convirtió en su anfitriona, quiso satisfacerlo: pre­paró las comidas al estilo americano y le obsequió vinos, licores, puros y cigarrillos de buenas marcas. Trató de hablarle en inglés y aplaudió sus intentos de hacerlo en español. Se les vio juntos en teatros, billares y coliseos. La tarde que compartieron en el Circo Americano fue mágica, los acróbatas, los mimos y los caballos amaestrados, y luego la corrida de toros y la pelea de gallos con que Mr. Bensley completó la función, los hicieron sufrir y reír al unísono. Estabas contenta, por un rato olvidaste lo que no podía ser, vamos, debió ser en esa ocasión cuando principiaste a buscar su sonrisa y las horas a correr con mayor rapidez.

A la última descarga del cañón, la banda militar toca el himno de los Estados Unidos, el ejército canta con entusiasmo, a leguas se percibe lo orgulloso que se siente. Se oye después algo más, es una marcha cualquiera, México ni a himno llega, ya es hora de que se invente uno, sería señal de que posee una identidad. La música llenó las noches y las madrugadas: la Bella Unión se puso de moda, ahí y en otras piqueras ella fue su margarita, la que con él bailó y bebió, y se desnudó para él, libremente le entregó su pasión. Mientras te abrazaba relegaste el hambre, el miedo y el pecado, el placer valía la pena, querías tenerlo más cerca, pero entonces el temor de que se alejara te empezó a estremecer.

La ceremonia ha terminado, el ejército se pone en movimiento después de presentar armas, la fila es muy larga, la caballería va delante, los infantes y los voluntarios en medio, las carretas a lo último. Desfilan con lentitud, caminan hacia el oriente, a continuación, harán el trayecto hacia Puebla y por último han de avanzar hasta Veracruz, allí aguarda la flota que los llevará al suelo nativo. Y se pregunta hacia qué tiempo depuso el odio: primero las diferencias perdieron valor, luego empezó a fascinarla, tuvo que ser poco a poco, a lo largo de esos meses en que le brindó seguridad y protección, la deslumbró con su éxito y su confianza en sí mismo. Cómo no recordar el 30 de enero, cuando le pidió la anexión, él sólo le dijo gracias, se conoce que la solicitud le pareció natural. Fue durante el paseo que hicieron al Desierto de los Leones, le preparó los mejores platillos nacionales, llevó los vinos más variados, hasta mesas, sillas y un toldo por si llovía, y contrató una banda y a tres guitarristas y dos flautistas para que alegraran la reunión. Los brindis se sucedieron, uno tras otro, lo admiraba, eran amigos, se comprendían, se querían, y se volvieron a unir. Sentías que flotabas muy alto, como en un sueño, te regocijabas en un mundo distinto, más tranquilo y más cálido, reconociste lo que guardabas dentro, le rogaste que se quedara, que no te abandonase, le suplicaste ayuda para salir de las dificultades y ordenar tu existencia.

El ejército llega en este momento a San Lázaro, va a cruzar la garita, entonces será definitivo, ya no lo podrá mirar. Se nota su felicidad, es lógico, regresa a la tierra natal, uno acaba por tener nostalgia. Se va además con los brazos llenos, le ha arre­batado la mitad de su herencia, más de lo que dijo al principio, más de lo que ella imaginó en sus pesadillas. Ni una vez vuelve la cabeza, tampoco se detiene a decir adiós, es como si le dijera que jamás quiso quedarse, siempre deseó que su estancia fuera corta, y aprovechó cada instante para afianzar lo ganado y para sacarle mayores ventajas. Y es probable que por ella nada más experimente desprecio, no la quiere, no la quiso, ésa (le duele) es la pura verdad. Se lo merece, no sólo fue tolerante con quien la forzó, la explotó, y además la humilló y la tuvo como secues­trada, sino que colaboró con él e incluso lo divirtió. Sí, olvidaste quién eras, relegaste la dignidad o la vergüenza o ambas, lo que te resta es borrar los últimos meses, esconder lo sucedido, hacer de cuenta que nada pasó, y omitir esa parte de tu vida en los calendarios patrios.

Son las nueve, se han deslizado tres horas, el reloj nunca retrocede. Por último, se queda sola, tan desanimada, también recela, sus antiguos dueños deben estar prontos para regresar, le pedirán cuentas, no por qué renunció a la batalla, eso se puede entender que al cabo ellos hicieron lo mismo, sino cómo anduvo de ofrecida, y cesó de resistir, y le permitió obtener placer, para eso ciertamente le falta una razón, fue cuestión de los instintos y por ventura de sentimientos, todo lo cual es difícil de justificar. Lo mejor será que calle, comience a vivir de nuevo y prepare el futuro, cuál, lo ignora, habrá que considerarlo, tal vez deba aplicar algo de lo que aprendió, una cosa es silenciar el pasado y otra transformarlo en bueno, eso es, tendría que hacer lo que a él le gusta, imitar sus virtudes, adoptar sus valores, copiarlo en todo aquello que lo hizo un triunfador. Piensa por dónde iniciar, qué hacer primero, si estudiar el inglés, o adoptar su fe religiosa, o enviar a sus hijos a sus escuelas para que al regreso estos la orienten, la guíen, la enseñen a gobernar, que sin duda ellos habrán aprendido cómo modernizar el país y dar paso a la democracia. Es cuestión de que seas paciente, y te esfuerces y trabajes mucho, sí, llegarás a parecerte, y entonces, cuando se asemejen (y hasta coman y vistan y jueguen del mismo modo), quizá él se decida a regresar.