Ana Esther Urquizo
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 57.
Opresión. Pérdidas. Dolor. Reconstrucción. Vivir el destierro.
Sólo en aquel momento tuve conciencia de cuán largos y devastadores eran los años del exilio. Y no solo para los que nos fuimos, como lo creía hasta entonces, sino también para ellos: los que se quedaron.
Gabriel García Márquez.
El escenario es Haití bajo el régimen dictatorial de François Duvalier. La mujer protagonista de esta historia es una maestra gallarda y valiente, de piel mulata, ojos de esmeralda, labios delineados, cintura definida, caderas anchas y corazón de algodón. Hermana menor de tres mujeres alegres, hija de padres opositores a la represión política de la época.
Su nombre es Chloé, su apellido es Lelong y su desgracia fue sufrir el régimen de terror impuesto por la policía secreta y milicia personal del dictador: los temidos Tonton-Macoutes.
Su familia, catalogada como enemiga del régimen represivo de la época, fue perseguida, y se vio obligada a huir de su isla querida. La señal fue aquel momento en que su casa fue baleada. De pronto, los disparos la ensordecieron y un torrente de olor a pólvora y metal envolvió el ambiente. Padres e hijas se tiraron al piso, boca abajo, cubriéndose la cabeza. Chloé se recargó en la pared echa un ovillo; ella ya no escuchaba ni los gritos de sus hermanas, ni los lamentos de su madre, ni las maldiciones de su padre. Ya sólo sentía el latido desbocado de su corazón; aun así, una estrofa de la canción de cuna criolla Dodo Titi le vino a la mente y la tarareó con el único afán ‒malogrado‒ de evadirse de ese momento.
Dodo ti pitit manman
Si ou pa dodo krab la va mange’w
(Duerme pequeño de mamá
Si no duermes el cangrejo te va a comer)
Chloé no se durmió, el cangrejo no se la comió.
Tan pronto pudo, corrió precipitada en busca del padre de uno de sus alumnos que trabajaba para el gobierno y quien, ante la súplica de la aterrorizada maestra, le consiguió salvoconductos para ella y los suyos.
Miami fue el destino de la madre, Puerto Rico el de la hermana mayor, México el de Chloé. El padre y sus otras dos hermanas habrían de volar a Panamá, pero ellos tres no llegaron al que sería su nuevo hogar. Al paso del tiempo, se supo que no pudieron subir al avión que los salvaría. Habían sido interceptados en el aeropuerto.
Cuenta una leyenda afrocaribeña que los hombres del saco o en creole, los Tonton-Macoutes, se llevan a los niños que no regresan temprano a su casa. Esa leyenda cobró vida. Esta vez, los maldecidos Tonton-Macoutes no se llevaron a ningún niño, sino al padre y a dos hermanas de Chloé. Los desaparecieron muy probablemente en sacos y nadie, nunca, volvió a saber de ellos.
Las tres sobrevivientes de la familia Lelong ‒las afortunadas que lograron huir de la isla, con apenas una maleta en mano‒ afrontaron nuevas vidas, separadas. Jamás regresaron a su tierra. Aun así ‒parafraseando a John Dos Passos‒ aunque las arrancaron de su país, jamás les arrancaron el país de su corazón.
Chloé había nacido en Puerto Príncipe en el seno de una familia acomodada. Había disfrutado una infancia feliz, una juventud color de rosa. Los bailes en familia, los aromas, la música y el ambiente de los carnavales quedarían para siempre tatuados en su memoria. Nunca olvidaría el sabor del tassot frit; pero eso, ya formaba parte de su pasado.
México le abrió las puertas a su futuro y ella supo ocultar sus heridas del alma y adoptar las tradiciones de su nueva tierra. La vista al mar en su nuevo hogar en Campeche no se compararía jamás con aquella de su isla; pero al menos, el color del agua, aunque más oscuro, el brillo del cielo, aunque más tenue, y el centelleo de las estrellas, aunque más lento, le recordarían siempre la primera parte de su vida. La segunda parte, a fuerza de trabajarla arduamente, la terminó amando. En tierra maya se dedicó también a la docencia y enseñó francés a cientos de estudiantes. Ahí se asentó, conoció a su marido, nacieron y crecieron sus hijos y sus nietos, y dejó huella en las arenas blancas y finas del lugar.
Chloé nació haitiana y murió mexicana.
Su último deseo fue que sus cenizas se esparcieran en el mar, con la firme convicción, de que, el vaivén de las corrientes haría que su espíritu fuera y viniera de un hogar a otro.