Charros y Jockeys. Encuentro de dos mundos

Charros y Jockeys. Encuentro de dos mundos

Faustino A. Aquino Sánchez
Museo Nacional de las Intervenciones

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 54.

La tradición campirana de la charrería tuvo su conquista urbana en la segunda mitad del siglo XIX, cuando se instaló en la ciudad de México y tuvo su principal centro de exhibición en Canal de la Viga y el pueblo de Santa Anita. La posterior incorporación entre los sectores acaudalados de la tradición inglesa de las carreras de caballos pura sangre generó reticencias y recelos.

Es un lugar común decir que las actividades ecuestres y vaqueriles mexicanas, que en conjunto conocemos como charrería, comenzaron a ser consideradas como un deporte de exhibición hasta después de la revolución mexicana, cuando las grandes haciendas ganaderas desaparecieron y la creciente urbanización obligó a que fuesen trasladadas del campo a la ciudad para ser practicadas en lo que hoy conocemos como lienzo charro.

Tal idea ignora varias fuentes que hablan de la charrería como deporte desde la primera mitad del siglo XIX. La señora Calderón de la Barca, Carl Christian Sartorius y Manuel Payno, por ejemplo, dejaron testimonios de que los herraderos, eventos en los que se marcaba el ganado con hierro candente, se convertían en una fiesta, pero también en una exhibición ecuestre, pues atraían masivamente a públicos que disfrutaban de las habilidades de los charros, quienes, al competir entre sí por lograr las mejores faenas (colear, tirar manganas y piales, jinetear toros y caballos, florear la reata), despertaban expectación y entusiasmo. Por tanto, puede decirse que ya, para entonces, la charrería se había constituido en un espectáculo ecuestre.

Campirana por naturaleza, la charrería comenzó a ser introducida de a poco en las ciudades hasta convertirse en un deporte de exhibición hacia la década de 1880. Tal evolución puede rastrearse en la prensa de la capital, donde, desde la década de 1840, las suertes charras aparecen asociadas a las corridas de toros, pues se hizo costumbre presentarlas al final de la fiesta taurina. Así lo muestra el siguiente párrafo de un cartel de promoción: Para que la diversión sea más completa, se dará una que rara vez se ve en la capital y consiste en:

Manganear Y Jinetear

Mulas Y Potros Cerreros

La referencia más antigua que hemos encontrado de la charrería como deporte data del 17 de octubre de 1869, en el siguiente artículo de El Monitor Republicano: “El pasado jueves una gran parte de lo que México cuenta de escogido, se dirigía desde las nueve de la mañana hacia la hacienda de la Teja. Un coleadero más íntimo que el de la semana anterior, era ofrecido por los sportman de esta capital a su elegancia femenina.” Cabe aclarar que el autor del artículo recurría al anglicismo sportman, derivado de sport, porque en español no existían las palabras deporte ni deportista. Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, la palabra deporte es un “calco del inglés sport”, que significa diversión; lo cual era apropiado aplicarlo a la charrería, pues los charros llamaban “travesear” a la práctica de las suertes charras cuando las practicaban por pura diversión. Suponemos que sportman sonaba mejor y más chica los oídos de los periodistas que “traveseador”, pues siguieron usando el anglicismo durante el resto del siglo, hasta que la palabra deporte se incluyó en el diccionario español para expresar la idea de ejercitarse por diversión.

También cabe destacar que el periódico reportaba la presentación de suertes charras porque las organizaban lo más “escogido” de la sociedad capitalina: la realización de los coleadores estaba a cargo de personas ricas que hasta construían tribunas para los asistentes.

También existía, al parecer, cierto empeño de conservación de la tradición ecuestre. Años después, en febrero de 1872, El Monitor Republicano volvía a reportar un evento de charrería en estos términos: “Voy a hablaros de una fiesta [el coleadero] que más llama la atención, porque recuerda las costumbres nacionales, que por desgracia comienzan a borrarse de nuestra memoria”.

A juzgar por una noticia del mismo periódico meses después, la celebración de coleaderos en la ciudad o sus alrededores inquietó a las autoridades por su novedad –es decir, los herraderos eran tradicionales, y se habían celebrado en pueblos y haciendas en fechas determinadas por siglos, pero a los llamados coleaderos los organizaban jóvenes aristócratas en cualquier lugar y fecha–, por lo que decidió prohibirlos. Por su parte, la redacción de El Monitor Republicano decidió apoyarlos criticando el hecho de que los garitos fuesen legales, pese a que concurrían “los viciosos o los necesitados en busca del oro”, mientras se condenaba un juego “de arte y fuerza como el coleadero” al que asistían “jóvenes de nuestra buena sociedad”.

La presión de la prensa tuvo éxito, pues los coleaderos continuaron celebrándose, ya fuera asociados a las corridas de toros o de manera independiente, y en medio de un creciente entusiasmo por la conservación de lo mexicano: “La plaza estaba tan animada como el domingo, los dandis de nuestra sociedad convertidos en charros…, mucha alegría, el gozo de volver a las costumbres nacionales”.

El traje de charro seguía dominando la escena campirana en las afueras de la capital, a juzgar por una reseña sobre el paseo del canal de la Viga publicada por El Monitor Republicano el 6 de mayo de 1877, la cual resultaba prácticamente idéntica a las que escribieron visitantes extranjeros sobre ese mismo paseo, y sobre el de Bucareli y la Alameda, desde la década de 1820. Describían allí el paisaje, la belleza de las mujeres paseantes en carruajes y el traje de charro: “A esto se añade el aspecto peculiar de los charros con sus ricas chaparreras de pelo y largas botonaduras de plata y oro, los sombreros jaranos de anchas alas bordadas del mismo metal y adornados de piedras preciosas […]”.

Según observadores estadunidenses, las “clases educadas” en México se cubrían y vestían según la moda de Londres y Nueva York, pero las clases medias y bajas mostraban verdadera devoción por la indumentaria tradicional. Un mexicano pobre era capaz de dejar a su familia sin comer o de renunciar al zapato y conformarse con el humilde huarache, con tal de comprar un sombrero jarano. La distinción máxima era montar a caballo, y las calles de todas las ciudades y pueblos se veían llenas de jinetes al amanecer y al anochecer. Uno de ellos podía gastar hasta 1 000 pesos en un traje charro, de 100 a 500 en una montura plateada, 25 en riendas con adornos, las enormes espuelas otro tanto, 50 por una espada y 100 por una botonadura doble de plata, a lo que había que agregar el sombrero, el látigo, un par de revólveres, entre otros elementos. “Pueden comprarse trajes de charros para niños; de seis años por $50; y es risible ver a un chiquitín […] ir a caballo con enormes espuelas al lado de su padre, de quien es una miniatura” (El Monitor Republicano, 11 de junio de 1887).

El pueblo de Santa Anita y el canal de la Viga eran el escenario de escenas folklóricas los fines de semana, en las que trajes de charro y china se entrelazaban al son del tradicional jarabe. Para la década de 1880, los empresarios teatrales decidieron –como décadas después harían los directores de cine– llevar tales estampas a los escenarios. El 19 de noviembre de 1882, El Monitor Republicano hacía la siguiente reseña de la presentación del jarabe en el Teatro Principal:

Preséntase una pareja moreliana legítima, el charro con su puro en la boca y su indispensable sarape, la china con su castor de cortes amarillos y su rebozo de bolita. Suenan los primeros acordes del jarabe y el público se electriza, comienza el pespunteo, la china se sube sobre las puntas de los pies y baila los nacionales brincos con mil figuras diversas; el charro echa sus brazos atrás y comienza a entretejer sus pies, a zapatear, a torcerse, a dar de punta y talón y el público grita entusiasmado, creyendo que va a bordo de la canoa en los paseos de Santa Anita.

El Jockey Club

Todo este bullir nacionalista enfrentó un inesperado desafío con la fundación del Jockey Club mexicano en mayo de 1881. Ya en 1824 Sartorius había temido el día en que el estilo de monta europeo sustituyese al pintoresco traje de charro en los paseos de la ciudad de México, y la redacción de El Monitor Republicano no dudó en tomar partido por lo nacional y advertir del peligro. En su artículo del 24 de julio de 1881, expresó gran nostalgia por la antigua fiesta de Santiago, en la que, en medio del ambiente festivo, charros y chinas lucían con orgullo la abigarrada riqueza de sus trajes, para terminar, sonando la alarma con exagerado tono apocalíptico: “Todo eso se veía en la fiesta de Santiago; hoy fiesta, y charros y chinas van desapareciendo, van acabando, el cuadro nacional se borra a impulso de nuestros tiempos. Dentro de poco y en cambio tendremos Jockey Club, catrines cabalgando sobre ligero albardón, y renegando del jarano para pasarse al sorbete con todo y bagajes.”

El Jockey Club fue fundado por un grupo de aristócratas mexicanos, pero con fondos de la Secretaría de Fomento, lo que produjo la animadversión de la opinión pública, sin hablar del rechazo instintivo hacia una tradición ecuestre extraña. No ayudó el hecho de que la nueva institución tuviera por objetivo la introducción en México de la raza caballar thoroughbred (pura sangre inglés), y por ello importase las estrictas normas inglesas de reglamentación de las carreras de caballos, lo que implicaba excluir de sus competencias a los criadores mexicanos y sus productos.

La extrañeza que produjo la llegada de la hípica inglesa entre los charros se aprecia en un artículo sobre la inauguración del hipódromo de Tlaxcala: “Entre los concurrentes se notaban algunos ricos hacendados de los alrededores, y no pocos de esos gallardos rancheros del sombrero galoneado y la plateada calzonera, que iban a juzgar sobre la diferencia que hay entre el sport del hipódromo y ese otro que llamaremos también sport del coleadero, herradero, etc.”

No sabemos qué relaciones y negociaciones se habrán dado entre charros y jockeys (el jockey era el dueño de los costosos pura sangre, quien también se encargaba de montarlos en las carreras), pero el caso es que al poco tiempo de inaugurado el Jockey Club, si bien en efecto excluyó de las carreras a los caballos mexicanos, aceptó que el espectáculo incorporara al final de la función, igual que en el caso de las corridas de toros, un “coleadero y manganeadero”. En adelante, la sección deportiva –llamémosla así– de los periódicos se iba a componer con los carteles de las corridas y de las carreras, con sus respectivos coleaderos. Estos eran los únicos deportes que tenían promoción en la prensa; una nota sobre béisbol no la hemos encontrado sino hasta mayo de 1895.

Tres años pasaron de asociación entre charrería y Jockey Club, hasta que en 1884 comenzó a hablarse de su separación, tal vez por el interés de los jockeys por limpiar el turf (el ambiente formado por las carreras y las apuestas) de la presencia folklórica, pues no faltaron ocasiones en las que la rusticidad del campo mexicano alteró el refinado ambiente del hipódromo de Peralvillo (sede del Jockey Club): “Hubo carreras y coleadero, apuestas y charros y jockeys, y por último, una fuga de toros que puso a los concurrentes en un brete”. Así, el 28 de octubre de 1884, El Monitor Republicano celebró que, a su parecer, la hípica inglesa no podía superar a la afición por el coleadero y se había decidido a expulsarlo del hipódromo construyendo una plaza aparte para la práctica del sport mexicano: “Las carreras de caballos parece que no se aclimatan en este país, nada más natural que pensar en otro sport. Las colas, las manganas, los piales […] olvidemos por un momento el turf y aficionémonos a los arciones”.

No fue necesario que el Jockey Club financiara un lugar para el coleadero. En enero de 1885 se anunció la creación del Club de Coleadores, que tendría su propia sede, nada menos que a la vera del canal de la Viga, ya por entonces considerado el “refugio de las costumbres del país”. Ahí se construyó un estadio o plaza para más de 1 000 espectadores, el cual fue inaugurado por el presidente Porfirio Díaz, y ante la más distinguida concurrencia.

En los meses siguientes, el diario estuvo reportando el éxito que día con día cobraba el Club de Coleadores, sin abstenerse de compararlo con una supuesta decadencia del Jockey Club: “Así han terminado las carreras de caballos [con poca asistencia] el domingo el Jockey Club quiso hacer al turf sus debidas exequias, las carreras han muerto”. Los coleadores podían carecer de un elegante casino, pero contaban con el gusto del público, que decididamente “prefiere con mucho el sport de la cola al sport de Peralvillo”. La concurrencia al coleadero era tan numerosa que se tenía pensado ampliar las tribunas. Los charros eran tan aplaudidos “que se propusieron reformar y continuar un espectáculo que renace bajo tan buenos auspicios”. Comenzaron por cambiarle el nombre de coleadero por el de jaripeo, espectáculo que incluía coleadero, manganas, piales y monta de toros y broncos, es decir, la estructura básica de lo que hoy conocemos como charreada.

Sin embargo, el Jockey Club no murió y la contaminación extranjera en la equitación nacional no pudo detenerse. Para marzo de 1886 el diario hacía notar que el temido momento de ver caballeros montando en albardón en los paseos de la capital había llegado al fin, pues cada vez era más común ver carruajes y tiros al estilo inglés, así como jinetes vistiendo y montando a la europea. En 1896 se celebró el primer concurso hípico mexicano al estilo de los que se hacían en Europa y Estados Unidos, en los que se juzgaban los mejores carruajes y ejemplares equinos de razas extranjeras. Además, el coleadero o jaripeo siguió presentándose en el hipódromo de Peralvillo. Al parecer se llegó a la conclusión que la equitación mexicana y la inglesa eran tan diferentes que resultaba absurdo compararlas, y sobre todo contraponerlas como enemigas o rivales. El rechazo inicial tan sólo había sido una reacción xenófoba, reflejo defensivo del que el pueblo mexicano ya había dado varias muestras desde la apertura al extranjero con la independencia, sin mencionar lo chocante que resultó que fuesen aristócratas quienes parecían atentar contra la pureza ecuestre nacional.

Otras conclusiones interesantes saltan a la vista. En primer lugar, es de notar que la palabra charrería no se usaba en el siglo XIX para referirse a la equitación mexicana, seguramente surgió en el siglo XX para distinguirla de la europea. Otro término que tampoco existía era el de charreada, este también debe datar de principios del XX para referirse a una competencia que primero se llamó coleadero y después jaripeo. Siguiendo con el tema lingüístico, es de destacar que la conceptuación de la charrería como un deporte es bastante más antigua de lo que creíamos y, además, se trata de la primera competición cien por ciento mexicana que recibió el calificativo de sport.

Si a fines del siglo XVIII el escritor costumbrista José Agustín de Castro se burló de la rusticidad e ignorancia de los charros –en ese siglo eran jinetes semisalvajes, incapaces de entender muchos aspectos de la vida urbana–, a fines del siglo XIX quienes presumían el título de charro eran los aristócratas, del tipo de Carlos Rincón Gallardo, marqués de Guadalupe. Al parecer, esto se debió a que, desde inicios del decimonónico, los hacendados y las clases medias adoptaron la indumentaria y arreos de aquellos jinetes y, al comenzar a llevar las suertes charras a la ciudad en forma de espectáculo asociado a las corridas de toros, o de manera independiente, fueron los ricos y aristócratas quienes asumieron el papel de empresarios de dichos eventos y los convirtieron en una diversión (es decir, un sport) de la elite.

La organización de la charrería posterior a la revolución mexicana, con la fundación de la Asociación Nacional de Charros (1921) y la construcción de multitud de lienzos charros por todo el país, no fue producto de la generación espontánea; es evidente que para entonces ya se contaba con toda una experiencia en materia de organización del deporte nacional.

PARA SABER MÁS

  • América, tierra de jinetes. Del charro al gaucho, siglos XIX-XXI, México, Citibanamex, 2018.
  • Rincón Gallardo, Carlos, El libro del charro mexicano, México, Porrúa, 1983
  • Visitar el Museo de la Charrería, Isabel La Católica 108, Centro, alcaldía Cuauhtémoc, Ciudad de México.

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