Verónica Zárate Toscano
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 50.
En 1927 fue inaugurada, en el centro de la ciudad de México, la estatua de bronce que recuerda al compositor, pianista y director de orquesta, diseñada por Theodor von Gosen. Construida cuatro años antes en Alemania y financiada por un inmigrante ferretero germano, la obra simboliza la rendición y el sufrimiento del alma, e incluye sobre su pedestal una máscara con el rostro del músico.
Hace ya casi un siglo, la ciudad de México fue, una vez más, el escenario de una fiesta cívico-cultural con la develación del monumento a Ludwig van Beethoven, en el lado poniente de la Alameda, a un costado del Palacio de Bellas Artes, sobre la calle que lleva hoy el nombre de Ángela Peralta. El hecho de exaltar a un personaje histórico concentraba en él no sólo el reconocimiento a su contribución a la cultura a través de su música, sino también la actitud filial entre dos naciones emergentes de conflictos bélicos. México se había sumergido en una revolución durante casi una década y Alemania había sufrido las consecuencias de la primera guerra mundial. Los dos países buscaban los medios para recuperarse y apoyarse mutuamente de manera simbólica, y también existían motivos para apuntalarse en el pasado para enfrentar el futuro. Las conmemoraciones eran un mecanismo vital para dichos fines y en este caso cumplía el doble cometido de conjuntar acontecimientos de ambos países: por un lado, la evocación cultural del músico y, por el otro, la consumación de la independencia.
El año de 1920 marcaba el 150 aniversario del natalicio de Beethoven, por lo que se le rindió homenaje en diversas partes del mundo a través de la realización de eventos que contribuyeron a honrar su memoria y difundir los sonidos que plasmó en tantas partituras. La ciudad de México no fue la excepción. Desde el mes de octubre de ese año, en el Teatro Colón, ubicado en la esquina de las actuales calles de Bolívar y 16 de Septiembre, se interpretaron, por iniciativa de Julián Carrillo, las nueve sinfonías completas de Beethoven, culminando el 1 de diciembre con la ejecución de la novena, en la que participó un coro de 300 personas, la mayoría de ellas provenientes de la Sociedad de Canto Alemana. Aunque algunas de las obras del compositor ya eran conocidas y gozaban de la preferencia del público, este se rindió una vez más a sus encantos.
El año siguiente se presentaba como el momento idóneo para otra gran conmemoración de la historia de México: el centenario de la consumación de la independencia. Sin embargo, estas celebraciones no tuvieron el alcance lustroso de las realizadas en 1910 para recordar el inicio de la gesta independiente. Aquellas fueron tan fastuosas que llegaron a opacar todas las posteriores. Los festejos de 1921 siguieron un esquema similar al de 1910, en cuanto a la elaboración de algunas obras públicas y el reconocimiento a los héroes. La poca historiografía que se ha ocupado del tema considera que una de las grandes diferencias entre ambas conmemoraciones fue que, en el caso de las del inicio de la independencia, tuvieron un carácter más elitista; mientras que, las del fin de la gesta, resultaron más populares. Las primeras fueron preparadas con mucha anticipación y contaron con un elevado presupuesto; las segundas se organizaron a la carrera y en el contexto de una economía muy precaria.
La diferencia también se nota en la participación de otros países y de las colonias extranjeras residentes en México. Por ejemplo, en 1910 las colonias turca y libanesa regalaron el Reloj Otomano, mientras que el gobierno chino entregó el Reloj Chino (este fue casi destruido durante la revolución, pero se reconstruyó para reinaugurarse en 1921). Además, se recibieron monumentos ya elaborados, como el marmóreo de Alejandro de Humboldt, que se colocó el 13 de septiembre de 1910, regalo del káiser de Alemania. También se hicieron manifiestas las intenciones de otros colectivos y se colocaron las primeras piedras de varios hitos de la memoria. La colonia estadunidense legó un monumento en bronce a Washington, que fue inaugurado en 1912. La colonia francesa ofrendó el monumento, también de bronce, a Louis Pasteur, terminado en 1911. Finalmente, Italia obsequió un monumento de mármol a Giuseppe Garibaldi, que se inauguró hasta 1921. Y uno más quedó sólo en intención: el de Isabel la Católica, proyecto que fue recuperado para los festejos de la consumación, pero nunca se hizo realidad. Así pues, algunos de los vistosos regalos para las fiestas del centenario del inicio de la independencia se materializaron hasta las fiestas de 1921. Y en esta conmemoración, también hubo regalos que tardaron en convertirse en realidad. Algunos perviven en nuestros días en vistosos espacios, pero otros han sido engullidos por el crecimiento urbano, están descuidados o fueron desplazados a espacios menos visibles y céntricos.
Además, no olvidemos que diez años de lucha armada y conflictos políticos separaban ambos festejos, tal como había sucedido con la propia guerra iniciada por Miguel Hidalgo y terminada por Agustín de Iturbide 100 años antes. A lo largo del siglo XIX, algunos regímenes habían preferido recordar el momento en que había comenzado la lucha, y otros, los menos, preferían el de su finalización. Después de la revolución mexicana y con una sensibilidad muy particular, el presidente Álvaro Obregón aprovechó la ocasión para distraer al pueblo y a la opinión pública con una serie de festejos que alejaron la atención de la complicada situación que vivía el país. Estos fueron muy criticados como innecesarios frente a los grandes problemas de la nación y como un gasto muy gravoso. Sin embargo, México se vistió de luces durante un mes y trató de olvidar momentáneamente las dificultades recientes.
Como parte de estos festejos, el 17 de septiembre de 1921, el Consejo de la Liga de Ciudadanos Alemanes en México organizó el “Día Alemán”. Se realizaron diversos actos que, por supuesto, incluían la interpretación de algunas piezas de Beethoven a cargo de la Orquesta Sinfónica Nacional, bajo la batuta de Julián Carrillo, en el Teatro Arbeu, ubicado en la actual calle de República de El Salvador, entre Isabel la Católica y Bolívar. Cobijado por la música, el doctor Gustav Pagenstecher, psicometrista que llevaba muchos años residiendo en la ciudad y era miembro de la Academia Nacional de Medicina, hizo entrega, a nombre de la colonia alemana, del título de donación al pueblo de México de un monumento “al genial compositor Beethoven”. El documento fue recibido por el ingeniero Alberto Pani, secretario de Relaciones Exteriores y principal organizador de los festejos de la consumación. Un mes después, el presidente Obregón escribió una carta de agradecimiento al Consejo, enfatizando que tal hecho había:
encontrado en este país un eco de gratitud y de entusiasmo. De gratitud, porque todo corazón mexicano se muestra sensible a tan delicada y noble prueba de simpatía; de entusiasmo, porque Beethoven, convertido ahora en símbolo de la amistad de dos pueblos, representa para México, así como para el resto del mundo, el tipo egregio de las almas heroicas, sintetizadoras de las alegrías, los sufrimientos y las aspiraciones de la especie humana y verdaderas antorchas en el camino por donde los hombres van hacia el bien y la belleza.
El regalo era una “manifestación grandiosa” de los lazos de amistad entre México y Alemania, que consagraba “en la plaza pública un recuerdo imperecedero a la memoria de Ludwig van Beethoven”. Además, se pensaba que el hecho de homenajear a una figura de la talla del compositor oriundo de Bonn podría quedar por encima de connotaciones políticas. Con este homenaje, México buscaba robustecer su lugar en el concierto de las naciones civilizadas y, a la vez, reforzaba las relaciones entre dos regiones del mundo que se remontaban a la época colonial.
El acto fue simbólico porque sólo se entregó un compromiso por escrito, ya que la obra apenas comenzaba a elaborarse. Según refirió El Informador al día siguiente del acto, su ejecución había sido confiada a “un artista de los de mayor y justo renombre en Europa” y se esperaba que fuese “una meritísima obra escultórica”. A fines de octubre de 1921, se dio a conocer la noticia de que la revista Der Kunstwart, encargada de elegir al artista ejecutor de la obra, había seleccionado al profesor y escultor Theodor von Gosen, catedrático de la Academia de Artes de Breslau. Detrás de toda la gestión se encontraba Franz Boker, integrante de la familia de ferreteros que se había instalado en México durante el segundo imperio y quien contribuyó al financiamiento de la obra.
Se ha afirmado con insistencia que el monumento se inauguró el 17 de septiembre de 1921, pero nada está más alejado de la verdad. A esta percepción contribuye el hecho de que en el propio pedestal se lee “Al pueblo mexicano, la colonia alemana, 17 de septiembre de 1921”, pero no dice que en esa fecha se haya inaugurado. Revisando la prensa de los años siguientes sólo hay noticias sobre las composiciones de Beethoven que se incluyeron en diversos conciertos. Entre ellos, destaca la ejecución, una vez más, de la célebre novena sinfonía, en octubre de 1923, en el patio de la Escuela Normal del edificio de la Secretaría de Educación Pública, con una nutrida asistencia de 4 500 personas y “un coro que hasta hoy no había sido reunido en México”. A mayor número de integrantes del coro, aumenta el esplendor de la obra y va penetrando cada vez más en el gusto musical.
Theodor von Gosen terminó el modelo de la escultura en 1923, listo para su fundición, y fue expuesto al público en Alemania. Finalmente, en febrero de 1926, unas cuantas líneas en el periódico El Informador dieron cuenta de la llegada a México de la “hermosísima estatua de Beethoven, de tres metros de altura, toda de bronce”. En realidad, lo de “toda de bronce” no quiere decir que fuera una pieza sólida, como lo son las esculturas de mármol, sino que su interior estaba hueco, pero, aun así, implica una cantidad de metal que se traduce en un peso considerable. Revisando detenidamente la escultura de bronce negro, puede leerse en la base de la misma “Akt-Ges. Gladenbeck / Berlin Friedrichshagen”, es decir Gladenbeck, Sociedad Anónima, ubicada en el barrio Friedrichshagen del este de Berlín. Esa era la marca y sello de la casa fundidora que estuvo activa entre 1850 y 1926, fecha en que entró en crisis y se vio obligada a cerrar sus puertas. Además del error de datar la inauguración del monumento en 1921 y no en 1927, se comete otra imprecisión al decir que su autor es Gladenbeck, a quien se debe solamente la fundición de la pieza y no su concepción y realización.
El año de 1926 no reviste ningún significado particular en las efemérides de Beethoven, así que la escultura fue a resguardarse a las bodegas de la casa ferretera Boker. Además, era necesario preparar el basamento de cantera para su colocación en un mejor momento y escoger la ubicación que la destacara. Desde 1904 se había comenzado a construir el recinto que sustituiría al demolido Teatro Nacional de México, pero la obra se suspendió por problemas técnicos y a causa de la revolución mexicana. Sin embargo, los responsables del proyecto tuvieron la visión de colocarlo al oriente de la Alameda, a un costado del espacio proyectado para el teatro.
El momento que se eligió para inaugurarlo fue la conmemoración del centenario de la muerte de Beethoven, el 26 de marzo de 1927. Días después, El Informador publicó una fotografía en la que se aprecia al público rodeando la obra. El filósofo Antonio Caso fue uno de los varios oradores del evento, pero no se han encontrado más piezas oratorias que hayan participado ese día. Además de la imagen de la inauguración, sólo se cuenta con una fotografía de la familia Casasola, fechada el 15 de agosto de ese año, en la que se ven coronas florales al pie del pedestal, seguramente colocadas en algún acto cívico.
Este monumento a Beethoven reviste características muy peculiares, ya que no se trata de un busto o una estatua del músico, como se ha representado en otros trabajos artísticos. La obra escultórica se divide en dos partes. En el pedestal de cinco metros de alto, se colocó en su frente la réplica de una máscara realizada en vida en 1812 por el escultor vienés Franz Klein, bajo la cual se lee, simplemente, Beethoven. Se le había hecho una segunda máscara al morir en 1817, donde se le ve demacrado por las enfermedades. En la elegida –actualmente se preserva en el museo de su ciudad natal, Bonn– se lo ve saludable y diferente a la iconografía acostumbrada con su abundante y alocada cabellera.
En la parte superior del pedestal se ubica la obra de Theodor von Vosen: dos figuras de más de tres metros de altura. La nota periodística que da cuenta de la inauguración del monumento en 1927 ofrece pistas para comprender la intención de su autor. Dice que el escultor alemán, al comprender que “el retrato del inmortal compositor no llegaría a expresar su vida espiritual con la fuerza que deseaba, prefirió colocar la idea sobre la figura perecedera y frágil, lo simbólico y general por sobre lo individual”. Así pues, utilizó las figuras que representan la lucha de Jacobo con el Ángel. La interpretación que se da es que el genio alado significa la “rendición” y la otra figura, arrodillada, simboliza el sufrimiento del alma humana, que pugna por salir del abismo y se aferra al ángel que lo llevará a las alturas. Las figuras, lejos del estatismo que pudiera atribuírsele, denotan un intenso movimiento que bien podría haberse inspirado en la música de Beethoven. Incluso se le vincula con la quinta sinfonía cuyo leitmotiv es la lucha por la victoria. Lo que no tenemos la certeza es si quienes posan su vista sobre la obra perciban su significado y que es en honor a Beethoven, a menos que vean el escueto letrero bajo la máscara.
El monumento quedó enmarcado en algún momento por la pérgola que Adamo Boari proyectó para integrar el Palacio de Bellas Artes con la Alameda, que se extendía ondulante a ambos lados de la estatua por un espacio de 100 metros y llegó a albergar la famosa Librería de Cristal, pero fue víctima de la picota de la modernidad en 1973.
Actualmente, el espíritu de Beethoven está rodeado de unas bancas de cantera y unos jarrones de bronce Art Nouveau, como los que se intercalan entre las estatuas del Paseo de la Reforma. Siempre hay personas a su alrededor, no sólo los paseantes y enamorados, sino los merolicos y payasos que actúan a sus pies sin hacer la menor alusión al monumento. De vez en cuando, alguien saca una fotografía o, sobre todo, una selfie para perpetuarse junto al inmortal músico, cuyo rostro mira impasible el paso del tiempo.
PARA SABER MÁS
- Buchenau, Jürgen, Tools of progress. A german merchant family in Mexico city, 1865-present, Albuquerque, University of New Mexico Press, 2004.
- Díaz y De Ovando, Clementina, “Las fiestas del ‘Año del Centenario’: 1921” en México: independencia y soberanía, México, Secretaría de Gobernación/Archivo General de la Nación, 1999, pp. 103-174.
- Programa oficial de las fiestas del centenario de la consumación de la independencia de México, septiembre de 1921, s. p. i.
- Zárate Toscano, Verónica, “Los hitos de la memoria o los monumentos en el centenario de la independencia de México. Ópera imaginaria en una obertura y tres actos”, Historia mexicana, 2010, en https://cutt.ly/Da2q46k.
Excelente articulo! Muchas felicidades por la calidad de la informacion.