Graziella Altamirano Cozzi
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 37.
Poco mas de dos décadas de su corta vida, Mariano Otero creció y se destacó como abogado en una Guadalajara sin tantos contrastes, a diferencia de la ciudad de México. Allá sí se conciliaba la unidad nacional con las necesidades locales, según sus palabras. Se formó en una sociedad liberal y federalista, que rechazaba los privilegios de las minorías, y de la que fue inoculando seguramente muchas ideas que luego llevaría a cabo como legislador.
Cuando nació Mariano Otero, el 4 de febrero de 1817, Guadalajara era la cabecera de la Intendencia del mismo nombre, perteneciente al que fuera reino de Nueva Galicia. La elegante urbe había arribado al siglo XIX convertida en un importante corredor comercial, financiero, político, religioso y cultural que conectaba el centro y el occidente del territorio virreinal. Tenía cerca de 37 000 habitantes y estaba compuesta, en ese tiempo, por más de 350 manzanas y una extensa área suburbana, cuyo crecimiento se debía, principalmente, a una acelerada afluencia de inmigrantes procedentes de las áreas rurales aledañas, y a una mayor diversificación de sus actividades comerciales, preindustriales y artesanales. Desde antes del estallido de la guerra de Independencia, su vida económica y política había estado bajo el dominio de una élite integrada por un estrecho círculo de peninsulares vinculados por redes familiares, los cuales controlaban el poder y la economía.
En el año del nacimiento de Otero, el movimiento libertario iniciado en 1810 aún no terminaba. Se había convertido en una “guerra de guerrillas” operada por unas cuantas gavillas insurgentes que se mantenían en actividad asolando pueblos y haciendas en diversas regiones de la provincia, tratando de sobrevivir a la represión del gobierno virreinal y procurando mantener vivo el desgastado movimiento rebelde. Sin embargo, después de siete años de violencia, este se apagaba y en Guadalajara se oían cada vez menos los relatos de las hazañas del “Amo Torres” y del cura Mercado, iniciadores de la lucha en la Intendencia, y se iba borrando el recuerdo de los días en que el cura Miguel Hidalgo fue recibido en medio de la aclamación popular.
Durante el tiempo de la guerra, la ciudad creció e incrementó su población por la migración de numerosas familias que huyeron de la violencia e inseguridad de otras regiones buscando refugio y protección para sus fortunas. En esos años, se mantuvo relativamente tranquila y sólo se alteró en mayo de 1818 cuando la sacudió un fuerte temblor causado por la erupción del volcán de Colima que derribó las cúpulas de las torres de su bella catedral, que Otero colocaba “en los primeros lugares entre las iglesias del Nuevo Mundo por la grandeza de sus formas, la sencillez de su estilo y el lujo de sus adornos”.
Según él, la independencia se consumó en Guadalajara “sin sangre ni lágrimas”. En junio de 1821 se juró la independencia de acuerdo con el Plan de Iguala proclamado por Agustín de Iturbide y en septiembre se celebró con grandes muestras de júbilo la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la ciudad de México. Hubo música y fuegos artificiales y las calles principales se vieron llenas de impresos con la imagen del caudillo. Al año siguiente, se festejó de igual manera su coronación como emperador de México, con adornos, iluminaciones, serenatas, desfiles, salvas de artillería, ceremonias religiosas, representaciones en el coliseo y corridas de toros. Los festejos duraron varios días.
Sin embargo, muy pronto el brillo del efímero emperador Iturbide se fue apagando por la acción de antiguos jefes insurgentes que lo obligaron a abdicar. En Guadalajara se extinguió la flama imperialista y surgieron nuevas ideas que se propagaron en el naciente Estado Libre de Xalisco, iniciando bajo el grito de “federación o muerte” una intensa campaña en pro del federalismo y la soberanía estatal, la cual fue vista desde el centro como una postura insurrecta, “disidente” e “infiel”. En palabras de Otero, “Guadalajara dio el grito de federación, que cundiendo por toda la república mostró la justa conciliación de la unidad nacional con las necesidades locales”. Por esta aguerrida defensa de sus valores, Jalisco fue considerado entonces como el estado más rebelde de la confederación mexicana y su Congreso el más liberal, mismo que, ante el sentimiento antiespañol en un amplio sector de la población y a fin de asegurar la tranquilidad y prevenir pronunciamientos en favor de la monarquía, expidió una ley para reglamentar la expulsión de los hispanos que mantenían una privilegiada situación. Más tarde, en 1833, los liberales jaliscienses respaldarían con firmeza las trasformaciones sociales dictadas desde la capital a través del programa de la llamada “primera Reforma”, expidiendo decretos que iban en contra de los intereses de los conservadores y la Iglesia.
Beligerancia y pujanza
En los primeros años de vida independiente, Guadalajara presenció una creciente influencia inglesa que incluso llegó a imponer modas, usos y costumbres entre la población adinerada, y recibió las frecuentes visitas de viajeros anglosajones que arribaban con el fin de conocer la región para invertir en ella, sobre todo en las minas. A la mayoría de estos viajeros que visitaron la capital del nuevo estado les asombró la beligerancia de los tapatíos. Robert William Hale Hardy escribió que la ciudad siempre había sido famosa por el carácter belicoso de sus habitantes en todo aquello relacionado con la política, ya que ahí maduró la revolución de la independencia, se fomentaron el ascenso y la caída de Iturbide y se redactó también la ley de destierro de los viejos españoles. Otro viajero, Henry George Ward, opinó que Jalisco era sin duda el estado donde las ideas republicanas habían hecho mayores progresos y en el que vio una gran violencia en los ataques dirigidos contra todo aquello que estaba conectado con el antiguo sistema y la influencia del clero. Por su parte, George Francis Lyon escribió en su diario de viaje:
cuando visité Guadalajara [1826], la ciudad se encontraba en un estado de febril excitación, lo que daba razón para temer algún cambio peligroso en los asuntos públicos. El espíritu partidista bajo diversas formas se llevaba con extremado encono. Los iturbidistas, centralistas, federalistas y otras facciones manifestaban sus sentimientos respectivos en numerosas publicaciones anónimas, pregonadas en todos los portales y en las calles; panfletos insultantes contra el gobernador y sus empleados públicos, otros en su defensa.
Por este tiempo, la ciudad de Guadalajara era la tercera del país, después de la de México y Puebla. Muchos la consideraban como la segunda en importancia, aunque según dijo el inglés Hardy, los mexicanos en burla la llamaban “Rancho Grande”. Su población en 1823 era de 46 000 habitantes y se decía que había aumentado desde ese año pues en 1827 se suponía que ascendía a cerca de 60 000 almas.
El estado de Jalisco daba sus primeros pasos firmes desechando los viejos moldes. Su primer gobernador constitucional, Prisciliano Sánchez, quien en opinión de Otero “subió al poder y se hizo el representante de la nueva vida social que comenzaba, por la superioridad incontestable de su mérito”, tomó posesión en enero de 1825 e inició la reorganización de la vida pública de acuerdo con los postulados federalistas en boga. En su corto periodo de gobierno, porque lo sorprendió la muerte antes de terminarlo, una de sus prioridades fue impulsar la educación a la que reglamentó con un nuevo Plan General de Estudios que establecía la enseñanza oficial de Jalisco como “pública, gratuita y uniforme”. Suprimió la antigua Universidad de Guadalajara y el colegio seminario de San Juan Bautista por su posición conservadora y, en su lugar, creó el Instituto de Ciencias del Estado, en el que se impartió una educación liberal y conocimientos científicos, artísticos y literarios. El nuevo plantel, que funcionó sólo siete años y fue clausurado para reabrir la universidad, estuvo constituido por once secciones, entre las que se encontraba la de derecho natural, político y civil.
Mariano Otero ingresó al Instituto de Ciencias en 1831, a la edad de catorce años y empezó a cursar en la sección de Derecho, graduándose como bachiller de Derecho Civil en 1835 y obteniendo el título de abogado en la recién reabierta universidad, para iniciar poco después su carrera política y destacar, pese a su juventud, como un exitoso jurisconsulto y un gran orador.
Durante su niñez y juventud Otero vivió en Guadalajara y la conoció profundamente. Para él en esta bella ciudad reinaron la paz, la riqueza y la abundancia hasta “la terrible conmoción del año de 1810”. Antes de eso, las artes progresaban, el comercio se extendía y la sociedad entró “en la carrera del gusto y de la civilización”. Pero esta ciudad padeció inerme la cólera despiadada de las huestes vencedoras en la catástrofe de Calderón -donde fueron derrotados los primeros caudillos- y vio inundadas “las plazas de sangre y manchado los edificios públicos con los miembros mutilados de sus víctimas”.
El joven abogado conoció su ciudad como la cuna del federalismo que asombró tanto a los viajeros extranjeros y presenció los vaivenes de la política y las enconadas luchas partidistas. En sus Obras, manuscrito que conserva la Biblioteca Nacional de España, Otero dedicó un capítulo a Guadalajara en el que hizo la siguiente descripción:
Su planta es grande, vasta y hermosa, comprendiendo un área casi igual a la de la capital de la República. Sus calles rectas y tiradas a cordel la atraviesan en la dirección de los vientos cardinales […] Las manzanas del centro forman un rectángulo, cuyo lado es regularmente de ochenta varas. En la parte Oriente de la ciudad las manzanas son más grandes e irregulares y en la del Oeste se alargan un poco en la dirección de este rumbo, pero todas están tiradas a cordel y presentan una vista alegre y despejada por la uniformidad de sus anchos, sin que se vean aquellos oscuros y angostos callejones que tanto afean a la bella planta de México. Los edificios son casi todos bajos y sólo hay uno que otro de dos pisos con lo que la población vive con comodidad y amplitud en casas limpias y perfectamente ventiladas.
Una ciudad confortable
Todos los viajeros que escribieron sobre Guadalajara coincidían en que era una bella ciudad construida sobre terreno plano y al estilo español, con templos espaciosos y decorados con gusto. Desde su entrada por el florido pueblo de San Pedro les llamaban la atención los hermosos arbustos, “cuyas hojas superiores presentaban una coloración muy bella a causa del color escarlata y la textura entre hoja y flor”. La describieron como una bonita ciudad de calles amplias y excelentes casas. En ella Ward descubrió catorce plazas, doce fuentes y varios conventos e iglesias, siendo la principal la catedral, que le pareció un magnífico edificio, a pesar de sus torres incompletas destruidas por el gran terremoto de 1818, las cuales serían reedificadas más de 30 años después. Lyon escribió que la ciudad estaba construida con gran regularidad, con calles bien pavimentadas que corrían en ángulos rectos y tenían aceras levantadas de cada lado. Observó que las casas estaban bellamente construidas, excepto las de los suburbios, pero sobre todo le impresionaron los Portales de Comercio, “erigidos a uno y otro lado de tres inmensas cuadras de casas, construidas todas del mismo modelo, teniendo la parte inferior dedicada a talleres y tiendas, y la superior con buenas residencias familiares”.
Hardy decía que bajo los portales caminaban las damas y caballeros elegantemente vestidos y los convertían en un paseo de moda. “Posiblemente no hay una sola familia en toda la ciudad que no se haya dado una vuelta de las 10 a las 7, en su vestimenta más alegre, para ver la exhibición de golosinas ¡para ver y para ser vistos!” Lyon opinó que los portales eran mucho mejores y más numerosos que los de México –y en ello coincidieron todos– y que en la época de Navidad estaban “iluminados con bujías rodeadas por guardabrisas de papel, y colocadas sobre pequeñas mesas que ostentan todo tipo de golosinas y frutas”. Ward escribió que eran el principal punto de reunión:
pues además de varias tiendas elegantes bien provistas de manufacturas europeas y chinas, tienen gran número de puestos cubiertos de producción doméstica, frutas de todas clases, loza de barro de Tonalá, grandes cantidades de zapatos, mangas, sillas de montar, pájaros en jaulas, dulces de calabazate y miles de chucherías de las que parece haber incesante demanda.
La plaza principal tenía al centro una extensa sección bien pavimentada, cercada con paredes bajas y asientos de piedra. A Lyon le dijeron que alguna vez estuvo sombreada por hermosos árboles los cuales, por haber sido plantados por los españoles, fueron tirados por los republicanos. Él vio que crecían ahí unos pobres retoños.
Las esquinas de todas las calles tenían lámparas colgantes, pero se usaban solamente cuando no había luz de luna. Una ronda nocturna patrullaba la ciudad y, según observación de Lyon, “generalmente la componían léperos, quienes estaban más dispuestos a incitar que a prevenir los latrocinios”.
En cuanto al Paseo de la ciudad, Lyon lo describió como:
una avenida muy extensa y sombreada, con una doble hilera de finos árboles junto a un arroyo de aguas poco profundas, del lado oriental de la ciudad, y el que en días festivos se veía animado de carruajes y alegres caballeros paseando a caballo. En el extremo norte del Paseo se encuentra un grande y espacioso recinto, hermosamente arbolado y tupido de arbustos, dividido en lindos cuadros y paseos, llamado la Alameda, pero hoy en día se ve con crecida maleza y tan tristemente abandonada.
Según Ward, la Alameda estaba muy bellamente distribuida, ya que los árboles, en lugar de estar acomodados “en formación de batalla”, en líneas rectas, cubrían una gran extensión de terreno en forma irregular y en el verano el espacio libre se llenaba de flores, particularmente de rosas, que daban una apariencia muy animada. En el centro había una fuente con agua corriente en todo su derredor.
La ciudad tenía un teatro principal que había sido el viejo coliseo reconstruido y una plaza de gallos, que por esos años estaba ocupada por un circo. Lyon asistió a una función de teatro y la describió con agrado:
estaba arreglado y ornamentado con gran pulcritud y los palcos ocupados por señoras vestidas más bien a la moda de Francia e Inglaterra. De no haber sido porque casi todo mundo fumaba y por el silencio y el buen comportamiento de la clase inferior de la audiencia, casi podría haber imaginado encontrarme en Inglaterra.
Era algo singular observar a las hermosas, delicadas y rubias muchachas, vestidas con lujosos trajes de baile y muchas con penachos de plumas de avestruz, fumando cigarros que sostenían en sus manos carentes de guantes, y contemplar, cuando sonreían a través de sus nubes de humo a su galán favorito, una hilera de dientes que casi rivalizaban en color con el ébano.
A Lyon también le agradaron los coches de alquiler. Decía que eran tan buenos como los ingleses, tirados por dos mulas y con un postillón.
Los viajeros recorrieron las calles de Guadalajara y conocieron sus construcciones coloniales civiles y religiosas. La casa de moneda, la casa consistorial, el palacio arzobispal, que era “un hermoso edificio a la derecha de la catedral” y el “magnífico edificio” del palacio o casa de gobierno. Les impresionaron las iglesias y los conventos, así como los grandes edificios construidos para la asistencia pública, como el Hospital de Belén y la Casa de la Misericordia, conocida luego como Hospicio Cabañas, en memoria del obispo que la mandó edificar. Lyon escribió que el Hospital de Belén era un inmenso edificio ubicado en los suburbios de la ciudad, “construido con toda la solidez de la arquitectura española”, que contaba con crujías y corredores espaciosos y bien ventilados, “sorprendentemente limpio para ser mexicano”. Visitó también el inmenso edificio del hospicio, inconcluso por la guerra de Independencia, que se había edificado para albergar a huérfanos y desvalidos y por estos años servía de cuartel y estaba “sucio y mal cuidado”. Otro viajero que no era anglosajón, el barón ruso von Wrangel, estuvo en Guadalajara pocos años después y conoció el hospicio. En sus apuntes de viaje lo describió como una enorme construcción que incluía 24 patios grandes y pequeños, que seguía siendo un arsenal de artillería con talleres de herrería para fabricar municiones, pero contaba con una dependencia en servicio como escuela para niños y niñas, con dormitorios, lavabos, cuartos de baño, cocinas, salones de clase, “todo muy acogedor, amplio y limpio”.
Lyon estuvo en los suburbios de la ciudad y visitó algunas casas de los artesanos que tejían sarapes “o telas ásperas” en telares muy sencillos.
Siempre encontré –anotó en su diario– buenos modales entre los trabajadores ahí reunidos, generalmente de una sola familia. Un hombre o una mujer se sentaban a cardar la lana, otro a hilarla, un tercero a devanar la lanzadera y los demás tejían y cantaban.
También conoció los puestos de los cortadores de cuero o repujadores, “cuyos hermosos trabajos han sido tan merecidamente celebrados” e hizo algunas compras para llevarlas como muestras a Inglaterra. Visitó la aldea de Tonalá, a “cuatro millas” de Guadalajara, famosa por su alfarería, merecidamente admirada por sus juguetes, máscaras, figuras grotescas y ornamentos y, en su opinión, “comparable a la alfarería de los etruscos por su ligereza y elegancia de formas”.
Por su parte, Ward se refirió a los artesanos, orfebres y trabajadores del cuero, famosos por la fabricación de “una especie de loza de barro porosa” en San Pedro y en Tonalá, y por su habilidad en el trabajo de piel, en el tejido de rebozos, tápalos y sombreros, que abastecían “no únicamente a todo México sino a las naciones vecinas del Pacífico”.
Para Mariano Otero su ciudad natal no tenía los contrastes entre maravillosos palacios e inmundas casas de vecindad que se veían en la ciudad de México. Decía que en Guadalajara:
recorriéndola de las calles del centro, donde estaban los mejores edificios, a las orillas de la población, apenas se notaban los puntos de transición, pues había casas menos elegantes y vastas unidas todas a pequeñas huertas mal cultivadas todavía.
Atribuía esta diferencia a que en México se habían formado escandalosas fortunas con el agio y el peculado, en cambio, en su ciudad “los extremos del poder y la miseria” no se tocaban. Ahí se vivía de la agricultura, las artesanías, la industria manufacturera y el comercio, y gracias a la mediocridad de las fortunas y la comodidad de los medios de subsistencia la población era de las más felices y morigeradas de la república.
Esta fue la Guadalajara que el joven abogado dejó en 1841 para iniciar su carrera política en la capital del país.
PARA SABER MÁS:
- Muriá, José María y Angélica Peregrina (comp.), Viajeros anglosajones por Jalisco. Siglo XIX, México, INAH, Programa de Estudios Jaliscienses, 1992 (Regiones de México).
- Muriá, José María et al, Una historia compartida, México, Gobierno del Estado de Jalisco/Instituto Mora, 1987.
- Muriá, José María et al (comps.), Jalisco en la conciencia nacional, México, Gobierno del Estado de Jalisco/ Instituto Mora, t. 1, 1987.
- Otero, Mariano (1817-1850), Obras [Manuscrito], Biblioteca Digital Hispánica, pp. 103-181.