Faustino A. Aquino Sánchez
Museo de las Intervenciones, INAH
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 35.
A finales del siglo XVIII la charrería estaba extendida, lo que habla de la antigüedad de su origen. Incluso un siglo antes se señalaba a bandas de hombres a caballo que en las grandes extensiones del occidente de México llevaban una vida libre y semisalvaje. Sin embargo, el nombre de charro no se refleja en los textos de los autores del XIX, pero sí el de ranchero.
Visto durante dos siglos como la imagen por antonomasia de la mexicanidad, el charro y la charrería han sido, sin embargo, dejados de lado por la historiografía, de modo que actualmente los libros sobre el tema son muy escasos y más aun los que pudieran considerarse serios. El charro y la charrería están en nuestros días tan desprestigiados que se cuestiona su legitimidad como representantes de la mexicanidad, se ha puesto en duda la identidad original entre charro y jinete vaquero y se ha señalado que el uso de la palabra charro con tal acepción es tan tardía como el último cuarto del siglo XIX.
Esto último se debe a un hecho desconcertante: en la mayoría de la literatura mexicana del siglo XIX que aborda temas rurales o rancheros, los autores se abstienen de aplicar el título de charro a personajes que por su atuendo y habilidades vaqueriles bien podrían ostentarlo, y en cambio prefieren usar el de ranchero. Es el caso de Refugio Barragán, José López Portillo y Rojas, Juan Díaz Cobarrubias, José T. Cuéllar, Ángel del Campo, Pedro Robles, Guillermo Prieto; y la lista es larga. La prensa del siglo XIX también da pocas muestras de la palabra charro, aunque estas se incrementan al finalizar la centuria.
Sin embargo, queremos presentar aquí una fuente muy antigua que supera esta serie de cuestionamientos, pues explica la relación entre la palabra charro, que en el español del siglo XVII significaba persona grosera y rústica, con el vaquero mexicano, y demuestra que la identidad entre charro y jinete proviene por lo menos del siglo XVIII. Se trata de una obra de teatro titulada El Charro, compuesta por el escritor costumbrista Joseph Agustín de Castro y publicada en la ciudad de Puebla en 1797 en el volumen titulado Miscelánea de poesías humanas. Reviste gran interés para el asunto que tratamos, pues abunda en detalles que hablan de lo que era un charro en el siglo XVIII.
El Charro está ambientada de la manera siguiente: se trata de un monólogo en verso recitado por el personaje principal, el charro Perucho Chaves, y desde el principio el autor aclara que se trata de una ridiculización: “El chiste es en la Portería del convento de Religiosas de Santa Inés en la ciudad de Puebla”. La primera escena nos pone de manifiesto que se trata de un personaje vistiendo el traje ecuestre mexicano, es decir, de ranchero:
Portería: Sale Perucho con cuera campesina, manga de montar […] sombrero, y unas espuelas que sacará en la mano, como que acaba de llegar y se las ha quitado”. En seguida se pone de manifiesto que el objeto del ridículo es el carácter rústico, grosero e ignorante del personaje, el cual se refleja en su manera de hablar, lo que viene a demostrar que, en efecto, el apelativo charro se aplicó a personas de esta índole pero que además eran jinetes:
Güenasnochis, no se asusten/Madrecitas de este Charro/ que al ver el Zahuán abierto/ hasta dentro se ha colado:
Ahí juera dejé mi rucio/que es un bonito caballo […]
A una monja cachigorda/dexé mi andante encargado,/y croque estará siguro/ de que vaya a galopiarlo
Más adelante la palabra charro aparece como sinónimo de payo, es decir, aldeano ignorante y rústico
Dos mil aspamientos hizo [la monja]/diciendo: ”Sálgase el Payo/”que aquí no se entra so pena/”de quedar descomulgado”.
La ignorancia y grosería adquieren un carácter jocoso en los siguientes versos:
¡Ay! ¡Qué casa tan grandota! [el convento]/ una grima veo de cuartos,/y muchas sus Reverencias/envolvidas en sus sacos.
Atontado estoy de vellas/con semejante vestuario,/y tapadas las pelonas/con lienzos prietos y blancos.
¡Válganme los Santos Olios,/y la llave del Sagrario, en manadas las morenas/andan en aquellos patios!
¡Qué tales serán las ariscas,/quando las tiene el Perlado/para que no se le juyan/en un potrero tan alto!
Enseguida, un dato a destacar: Perucho es oriundo de Jalisco, justo donde tradicionalmente se ubica el origen de la charrería:
Yo, con enmienda de ustedes,/Perucho Chaves me llamo, /nacido, ni más ni menos,/en el pueblo de Zacualco.
Curiosamente, también aparece un atributo del charro que dos siglos después sería consagrado por el cine mexicano, el de cantor:
Y de güenas a primeras,/sin saber cómo ni cuándo/ llegó a la puerta Perucho/ y se coló el simplonazo
Esto no tiene remedio;/más si por dicha del Payo/ sus paternidades gustan/de güir un trovo muy guapo.
Héchenme sus bendiciones/para poder empezallo/en nombre de Santa Inés/ y de San Pedro y San Pablo:
Toquen, pues, alguna cosa/güirán que bonito canto/en honra del Nacimiento/que están aquí festejando.
Si el carácter de jinete está bastante claro, también queda demostrado el de vaquero, pues Perucho habla de sus relaciones con un caporal, que, como es bien sabido, era el capataz de vaqueros en una hacienda ganadera:
Este trobo me compuso/ ha miseria de un año,/mejorando lo presente/un caporal de Tepango
¿Charros y gauchos?
La mención de un caporal de la sierra norte de Puebla muestra lo extendida que estaba la charrería a finales del siglo XVIII, lo que habla de la antigüedad de su origen. De hecho Ramón María Serrera, en Guadalajara ganadera, lo ubica en el siglo XVII al hablar de bandas de hombres a caballo que, en las grandes extensiones del occidente de México, llevaban una vida libre y semisalvaje. Esto nos recuerda al gaucho, otro vaquero icónico de América, el cual fue denostado por los intelectuales liberales argentinos por llevar una vida semisalvaje y ser por consecuencia ignorante, rústico y violento, digno representante de la famosa “barbarie” americana contra la que tanto despotricó Domingo F. Sarmiento en su Facundo. Llama la atención que, a miles de kilómetros, el hablar de Perucho sea tan similar al del gaucho, espléndidamente llevado a la literatura por José Hernández mediante su personaje Martín Fierro pues, quitando el sarcasmo, los versos de Castro podrían encajar perfectamente en la obra del argentino.
Permanece, sin embargo, la pregunta de por qué entonces la mayoría de los autores del siglo XIX prefiere el apelativo ranchero al de charro para calificar a los personajes de novelas y memorias, si la dichosa palabra ya había sido utilizada desde la colonia para referirse al jinete vaquero. Basados en la obra de Manuel Payno y Luis G. Inclán – los únicos autores que utilizan el vocablo charro para referirse a jinetes de la primera mitad del siglo XIX -, queremos aventurar aquí una hipótesis: de alguna forma, en las primeras décadas del siglo XIX, el apelativo charro, que en un principio sirvió para referirse a la rusticidad o barbarie de los vaqueros, quedó estrechamente ligado a la violencia de ese siglo.
Es bien sabido que el siglo XIX fue una época de bandidaje e inseguridad generalizados debido a la debilidad del Estado nacional surgido del movimiento independentista, y es de notar que los dos autores mencionados aplican el título de charro tanto al bandido como a su perseguidor. Manuel Payno, en Los bandidos de Río Frío, utiliza profusamente el término ranchero cuando describe las habilidades ecuestres y vaqueriles de los jinetes mexicanos, mientras que el de charro lo utiliza únicamente en el capítulo titulado “El Herradero” para aplicarlo a dos personajes que se encargaron de convertir al pacífico Tepetlaoxtoc en un pueblo de bandidos: “Un día se presentaron dos charros bien vestidos y montados en buenos caballos, y se apearon en la pulquería”; y cuando algunos de los secuaces de tales personajes se presentan con intenciones aviesas en una hacienda y son enfrentados por su propietaria, “Una viva impresión de simpatía y admiración por el valor de aquella mujer se produjo en el ánimo de los charros…”
Payno incluso llega a utilizar los dos vocablos en cuestión juntos: “Alrededor, y contra la barrera de vigas, apiñada una multitud compacta que había venido de Texcoco, de Chalco, de Ameca, y aun de lejos tierras. Detrás de esa gente, dos filas de rancheros y charros de las haciendas y los pueblos del Valle”. Es evidente que, a pesar de que rancheros y charros lucieron la misma vestimenta y desplegaron las mismas habilidades ecuestres y vaqueriles en un famoso herradero celebrado en la feria de Tepetlaoxtoc, ambas palabras no tenían para Payno el mismo significado. Es de observar que este autor asociaba el título de charro con el “valentón” vagabundo y mercenario, dispuesto siempre a “rifársela” en cualquier ocasión y por cualquier causa en toda clase de pleitos y aventuras.
Por su parte, Luis G. Inclán casi no utiliza el vocablo ranchero y sí con profusión el de charro en su novela Astucia, el jefe de los Hermanos de la Hoja o los charros contrabandistas de la Rama (1865). Incluso ofrece una definición del “verdadero charro”: un ranchero que por su constitución atlética y armas es capaz de imponerse a los demás, de donde se deduce que el charro era una categoría especial entre los rancheros. La novela versa sobre las aventuras de un grupo de arrieros que, no obstante dedicarse al contrabando, han jurado enemistad eterna a los bandidos. En la trama, bandidos, policías rurales y arrieros contrabandistas exhiben habilidades ecuestres y vaqueriles, sostienen enfrentamientos armados y reciben por igual el título de charro, mientras que el personaje principal, el coronel Astucia, termina su carrera persiguiendo a las gavillas de bandidos que asolaban al estado de Michoacán en la década de 1840. Incluso presume de tener siempre a mano su “reata florideña” para hacer justicia pronta y expedita en cuanto cayera un bandido en sus manos.
Si bien tanto Payno como Inclán escribieron con base en sus recuerdos y por tanto en hechos reales, la relación del título de charro con la violencia parece ser confirmada por la siguiente carta, publicada en El Monitor Republicano de 17 de mayo de 1848:
Orizaba, mayo 9 de 1848
El camino de aquí a Puebla, ya con el favor de Dios, y del charro D. Eulalio, está casi limpio de ladrones; porque este señor los persigue noche y día, y ya lleva colgados o pasados por las armas a los más cabecillas y varios de los ladrones.
Pareciera que estuviésemos ante una encarnación del coronel Astucia. No se sabe en quién se inspiró Inclán para crear a su personaje literario, pero parece obvio que alguno o algunos jinetes justicieros habrán existido en Michoacán y, sin duda, existió uno en la región de Orizaba-Puebla, lo que hace muy probable la existencia de varios más en otras regiones.
¿Será posible que el carácter aventurero y violento se convirtió en la esencia de la charrería e hizo a un lado a la vestimenta y al oficio de vaquero como atributos del charro, por lo cual este título no le quedaba a cualquier ranchero? ¿Cómo fue que se pasó del rústico e ingenuo Perucho al jinete justiciero, incluso acreedor del Don? Son preguntas que tendremos que seguir investigando. Por lo pronto, para concluir, una observación más: el carácter aventurero y justiciero que el cine atribuyó al charro mexicano, tan ridiculizado y descalificado hoy en día – precisamente por violento-, podría tener cierta base en la realidad.
PARA SABER MÁS
- Muriá, José María, Orígenes de la charrería y de su nombre, México, Miguel Ángel Porrúa, 2016.
- “Origen de la charrería”, en http://bit.ly/2lzLDVK
- Visitar el Museo de la Charrería, Isabel la Católica # 108, Cuauhtémoc, Centro, Ciudad de México