Claudia Patricia Pardo Hernández
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 32.
Para llegar en la actualidad a ser uno de los puntos clave de distribución de pasajeros de la megalópolis, esta zona del oriente capitalino pasó por destacarse como un lugar ceremonial sagrado para los aztecas, que conjuntaba cinco lagos hoy prácticamente desecados. Productora de hortalizas, más tarde, llegó a tener varios balnearios donde la gente asistía hasta para curarse del reuma. Los años setenta del siglo XX fueron los de la explosión poblacional de Pantitlán.
Pantitlán significa, en náhuatl, lugar entre banderas. Las referencias del Códice Boturini describen un lugar dentro del lago que fue asentamiento temporal de los mexicas en su larga peregrinación para encontrar una señal divina y fundar su ciudad. Las banderas señalaban un gran remolino que devoraba las canoas. Se sabe, por fray Bernardino de Sahagún, que este sitio se convirtió en lugar sagrado, pues ahí se realizaban diversos ritos, entre ellos el de la sanación de enfermos, los cuales tenían que hacer una fiesta de celebración a sus dioses, tras la cual eran arrojadas al remolino toda clase de adornos, ídolos y vasijas.
Otra ceremonia era el sacrificio de infantes para honrar a los dioses del agua. El resumidero de Pantitlán era uno de los siete lugares sagrados en donde se ofrendaba a los niños. Los pequeños eran ataviados con joyas, mantas y otros adornos, se les pintaba la cara y después de una larga noche de ritos y cantos, eran conducidos en andas con música y gente gritando alrededor. Entre más lloraban los niños era señal de mejores lluvias, al llegar al sitio señalado por las banderas eran arrojados.
Con la llegada de la conquista española las celebraciones y sacrificios en Pantitlán cesaron y, por muchos años, el sitio quedó en el olvido, siendo sólo una vaga referencia en el cuerpo de agua. Se supone que mientras el lago fue navegable las banderas se conservaron para prevenir del peligro. Con el paso de los años, y principalmente por la acción de los hombres, el conjunto de lagos (Texcoco, Chalco, Xochimilco, Xaltocan y Zumpango) se fueron desecando, poniendo particular acento en el de Texcoco.
Para la segunda mitad del siglo XIX el lago se había convertido en un problema: amenazas de inundación a la capital en época de lluvias y tolvaneras en los primeros meses del año. Algunos de los médicos higienistas del periodo, así como un grupo de urbanistas, comenzaron a estudiar la zona para dar una solución viable y científica al asunto. José Terreros, director del Instituto Médico Nacional, no encontró ninguna relación entre el nivel de humedad del aire, los vientos y el desarrollo de enfermedades infecciosas, por lo tanto, según su opinión, la permanencia o desecación del lago, en nada influían para la salud de los habitantes de la ciudad.
Entre los urbanistas que estudiaron el problema estuvo Miguel Ángel de Quevedo, a quien la Junta Directiva del Desagüe del Valle de México le encargó en 1888 el estudio de la zona. El espacio ocupado por el lago era de unas 27 000 hectáreas, de las cuales, para entonces, la mayor parte reportaba una relativa sequía. Quevedo propuso que el lago de Texcoco sirviera como cuerpo regulador del resto de lagos para que estos derramaran en su lecho el agua suficiente para mantenerlo y estabilizar, al mismo tiempo, sus propios niveles. Esto, más el sistema de canales y ríos de la ciudad, serviría para preservarlo así como para proveer de un nivel adecuado de humedad al aire de la ciudad, y evitar, además, las molestas tolvaneras.