Al borde de la butaca

Al borde de la butaca

Martín J. Martínez Martínez
Facultad de Filosofía y Letras

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 29-30

El cine de horror en México ha tratado de instalarse con producciones propias, pero magros resultados. La fusión de sus historias y temáticas con la comedia, la ciencia ficción o el cine de luchadores le han quitado la pureza necesaria para hacerlo destacar. Hay una falta de apoyo oficial y de inversión privada que también contribuye a ocupar un espacio menor en la escena cinematográfica.

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Un viento atronador abre las ventanas e irrum­pe en el comedor principal del convento, los monjes reunidos en la mesa intercambian miradas de desconcierto. De pronto, una se­rie de murmullos, gemidos y gritos inexpli­cables inunda el ambiente; los comensales se ven dominados por el pánico, pero el padre prior, empuñando un crucifijo, los conmina a ser firmes: Hermanos míos, nuestra lucha no ha terminado aún. Él se acerca, él ronda ya nuestra santa casa; opongamos nuestra fe y nuestra ora­ción contra su martirio.

Las imágenes proyectadas en la pantalla, la música, el suspenso y los lúgubres escenarios se han fusionado, de manera perfecta, para instaurar una tensa calma. Por momentos, la respiración se detiene y se incrementan los latidos del corazón de las poco más de 1 800 personas que se dieron cita aquella noche del 27 de septiembre de 1934, en el cine Balmori, bellísimo y enorme palacio del séptimo arte, dividido en tres zonas: lunetario, anfiteatro y palcos (se ubicaba en la avenida Jalisco, hoy Álvaro Obregón, en la colonia Roma). Era el estreno de El fantasma del convento (1934), película dirigida por Fernando de Fuentes, escrita por Juan Bustillo Oro y filmada en el ex Colegio Jesuita de Tepotzotlán, Estado de México, sede actual del Museo Nacional del Virreinato.

El fantasma del convento es uno de los pio­neros del cine de horror en México, género cinematográfico que se caracteriza por el dis­curso fantástico que plasma la pugna entre dos fuerzas cósmicas: el bien y el mal. Asimismo, plantea situaciones en las que se quebrantan los valores universales y la cotidianidad. Por último, se vale de un cúmulo de recursos ar­gumentales, técnicos, expresivos y escenográfi­cos que buscan construir ambientes en donde reinen la tensión y el pánico a fin de generar en el espectador un temor constante.

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Como género, el cine mexicano de horror ha tenido una existencia larga pero limitada. Desde principios de la década de 1930 hasta la actualidad, se han producido cerca de una centena de filmes; sin embargo, las cintas que han sido consideradas como piezas de culto pueden contarse con los dedos de las manos. Lo anterior se debe a que son muy pocas las películas de horror puro, pues fueron más co­munes los híbridos, en los que se alternaron las historias y temáticas con la comedia, la ciencia ficción o el cine de luchadores. En efecto, no era raro ver a seres del folclor nacional como La Llorona compartiendo escenas con El San­to, El Enmascarado de Plata, o algún cómico de la época.

El miedo a la innovación

Durante las décadas de 1930 y 1940, la indus­tria cinematográfica en México se orientó por explotar temas que, además de ser conside­rados nacionalistas, garantizaban el éxito en taquilla; abundaron los filmes sobre la revo­lución mexicana, la comedia ranchera, el cine indigenista, así como las historias costumbris­tas cargadas de ambientes idílicos, charros valentones, mujeres sumisas, fuertes dosis de mezcal y broncas de cantina.

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