Joaquín E. Espinoza Aguirre
Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 28.
La propaganda durante la guerra de Independencia también jugó un papel destacado dentro del juego del gobierno virreinal para frenar el movimiento revolucionario del cura Hidalgo, al que enfrentó no sólo desde el campo de batalla. El punto estaba en separar a los impíos afrancesados de los venerables macabeos hispánicos.
La guerra de 1810 llevó a la población de Nueva España a tal estado de fascinación que al ver que gracias a la convocatoria a Cortes, podía equipararse por fin en lo político con la península ibérica, se dejó llevar por el remolino revolucionario y el movimiento que se inició basado en un instante en la mente de Miguel Hidalgo, pronto pasó a ser guiado mayoritariamente por las pretensiones de las clases más bajas de la sociedad. Por su parte, los sectores que tenían un mayor arraigo al dominio colonial tendieron al miedo y al pánico, pues las noticias que les llegaban a cuenta gotas los hacían temer por la posibilidad de que la rebelión tomase los tintes raciales que se vivieron en la revolución de independencia de Haití en 1804, sobre todo a partir de la violenta toma de Guanajuato, donde las fuerzas insurgentes realizaron una terrible matanza de españoles.
Frente al enorme impulso que alcanzó el movimiento liderado por el cura Miguel Hidalgo, el gobierno virreinal tuvo que desplegar una guerra contrainsurgente no sólo en el campo de batalla, sino también a través de la propaganda. Se debía despojar al sector insurgente del imaginario positivo, libertador, de que aquel se estaba tratando de adueñar y hacer ver que las autoridades eran las verdaderamente fieles a su majestad, es decir, eran el grupo que tenía la razón. Así, a través de la propaganda, también se desarrolló una guerra en contra de la insurrección.
El cura afrancesado
El gran recelo existente entre la población hacia Napoleón Bonaparte, derivado de la leyenda negra que existía alrededor de su figura, fue ligado directamente con al movimiento principiado por el cura de Dolores. Un escrito anónimo de la época, llamado Escaramuza poética, da testimonio de ese vínculo desarrollado por la propaganda antiinsurgente. El autor habla en él, entre otras cosas, de que
Es muy profunda el arte
en esto de robar, de Bonaparte;
es el mayor bellaco
que el mundo ha conocido desde caco…
y de que este y el mismísimo diablo eran los dos consejeros de Hidalgo:
Luzbel interrumpido,
le suelta un gran chiflido;
y mirando al Hidalgo
le dice ¿tú también por mí harás algo?
¿Tú con Napo te juntas,
y en su favor conduces esa yuntas
de bárbaros salvajes de tan fieros pelajes
que habían por servirme,
y venir a mi casa a divertirme? […]
Generalísimo pues te constituyo,
y aquél mi otro yo más apreciado…
El autor señala que si tomó la pluma fue para escribir en contra de esa infernal conspiración y para desengaño, e instrucción de los idiotas, que han olvidado, o borrado de sus almas la doctrina cristiana y la ley natural; y para ignominia [eterna] de los malignos facinerosos que abrazan y siguen, fomentan o apoyan, la rebelión y apostasía del sobre Diablo [sic] aquí diseñado, y perseguido y arrollado en todas partes por nuestras tropas pías, leales y valientes. De tal modo pretende mostrar a Hidalgo como un enemigo de la religión de nuestros padres, tal y como lo era Napoleón.
El virrey Félix María Calleja abonó en el mismo imaginario y llegó incluso al punto de escribir el 26 de marzo de 1813 que la revolución era odiosa para todos, sobre todo por tratarse de un mal interno pues, si un enemigo exterior hubiera invadido estos países, amarga también incorporaba lo relativo al espíritu de guerra. Se intentaba eliminar la posibilidad de una traición por parte de la población que, al verse con las armas en la mano por la militarización propia de la guerra, podría rebelarse en contra del gobierno español.