Donají Morales Pérez
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 24.
Disfrutar de una buena mesa fue una de las maneras en que se establecían vínculos y se decidía en política. El despliegue culinario que se dio a lo largo del gobierno de Porfirio Díaz nos ofrece un claro ejemplo de la intencionalidad política de estos encuentros.
Los banquetes, más que una ocasión, son el pretexto, un momento breve para festejar, conmemorar, halagar y sin duda para discutir y conspirar. Un espacio muchas veces vinculado a la política en el que se busca complacer para velar pretensiones y donde la buena comida termina por ser parte de lo que se ofrece. Conocidos o muy escuchados son aquellos que tuvieron lugar en la época de don Porfirio Díaz, al igual que la manera en que este último fue olvidando sus principios de sobriedad y de no reelección. En este sentido, el propósito de este artículo es mostrar cómo la prensa, con un lenguaje culinario-gastronómico, revela, desde el comienzo de la dictadura, que los banquetes fueron un elemento inherente a la política, y cómo han influido en la forma en que hoy es posible construir una imagen del periodo.
Así, para dar la noticia de un banquete que fue ofrecido en su nombre en la Casa de Moneda, apenas unos días después de haberse convertido en presidente de México, el semanario La Linterna (21 de mayo de 1877) anotó: “Ir a los banquetes es malo, porque el recargo de alimentos entorpece la digestión”; esto exclamaba el general Porfirio cuando corría con la velocidad del rayo en Icamole. “Los Presidentes de México –continuaba– deben morirse de hambre, comer es tiranizar al pueblo, la gastronomía es el escollo de las libertades”. Porfirio triunfó porque los tuxtepecanos debían encontrar en México las comidas, y olvidó desde luego sus rigurosos principios de sobriedad. Procuró recompensar sus trabajos en la Sierra y se entregó a gozar de las convivialidades y de los paseos. Los tuxtepecanos tenían un argumento sumamente original: Lerdo era refinado en sus manjares, luego era un tirano. Ahora el general Díaz, aunque con menos gusto y menos elegancia que el Sr. Lerdo, ve con entusiasmo los placeres de la mesa, y a ningún general se le ocurre calificarlo de déspota. Cuestión de situaciones. A un niño no se le puede hacer comprender que se pueden levantar con la mano algunas arrobas, y un tuxtepecano, flaco y débil en 1876 no concebía del triunfo que un hombre pudiera comer todos los días.
A la luz del tiempo, esta crítica que hizo La Linterna se transformó en presagio. Justo en la misma publicación en la que Francisco Bulnes había escrito poco antes un artículo con el título “¿A dónde iremos?” (23 de abril de 1877), se señalaba:
El partido tuxtepecano se ha desgarrado en tres fracciones para dar una prueba más de su constante tendencia a la unión del partido liberal. Devorado el primer servicio, los netos ven llegar al festín gente con pretensiones de convidados, y cubren precipitadamente los manjares escapados a las aventuras de la digestión. Los menos netos comienzan a espantarse infiltrados por la amargura de las decepciones. El nombre de los que se quieren llamar es terriblemente significativo: ¡senadores! He aquí una palabra que debe producir los efectos de una solitaria, en estómagos que habían encontrado un especial consuelo en las partidas del presupuesto de egresos.