Laura Suárez de la Torre – Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México Durango, 450 años de historia, edición especial.
Nació como José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Feliz en un poblado en la montaña que hoy es territorio durangueño. La lectura de textos jesuitas lo fue formando y luego sus propias aspiraciones libertarias robustecieron la figura que se convertiría en el primer presidente mexicano.
En el Colegio de San Ildefonso de la ciudad de México se llevó a cabo un certamen científico en 1825 dedicado a su antiguo alumno el ciudadano Guadalupe Victoria, primer presidente de los Estados Unidos Mexicanos. En ese acto, el retrato de S. E., ejecutado con la mayor propiedad por uno de los antiguos alumnos del colegio, se colocó a la derecha de la cátedra en el lugar que ocupaba el de uno de los reyes españoles, y se previno una escogida orquesta que en los intermedios de la lectura alternase con las mejores piezas de música. Este era uno de los tantos reconocimientos que tendría Victoria como mandatario; era un acto para reconocer al antiguo alumno, pero ante todo al nuevo ciudadano que encabezaba por primera vez la república, con el cargo de presidente.
Guadalupe Victoria había sido el escogido para dirigir los destinos de México en su nueva organización política. No era menor la empresa que le encomendaban pues representaba un gran reto. Nueva España había dejado de pertenecer a España para convertirse en un nuevo país independiente y no sería fácil construirlo. Su designación al frente de la presidencia de la primera república se debió al ascendiente que tenía entre los nuevos mexicanos. Su empeño por defender el ideal independiente lo mostró en su actuar como insurgente. Primero al incorporarse al regimiento de Morelos, después cuando se mantuvo oculto debido a las circunstancias que prevalecían en la Nueva España. Su actividad guerrillera incomodó a las fuerzas realistas y le llevaron a mantener la lucha insurgente.
Hijo de padres españoles, nació en 1786 en el llamado año del hambre, en la villa de Tamazula, hoy estado de Durango, donde las minas de plata atrajeron a la población hispana. Fue en la iglesia jesuita de San Ignacio de Loyola, construida con la piedra caliza del cerro de las Garzas, donde lo bautizaron con el nombre de José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Feliz, nombre que cambiaría por el simbólico de Guadalupe Victoria.
En Tamazula recibió las primeras letras. Seguramente aprendió los rudimentos de la religión y de la escritura y lectura, de un tío párroco, quien quedó como su tutor, pues los padres murieron cuando apenas contaba con cinco años. Hasta los 19 años permaneció en la pequeña villa en medio del paisaje montañoso, los ríos y las haciendas, los ranchos y el real de minas llamado Plomosas que marcaban distintos planos en la mirada del chiquillo. De allí se marchó a la ciudad de Durango en 1805. Llegó después de transitar malos caminos por la sierra, pasando por las profundas quebradas, bajo un sol inclemente y un cielo azul zafir. De inmediato, sus ojos se posaron en la fachada barroca de la catedral, en la Plaza de Armas y en las grandes casonas que engalanaban y daban categoría a la ciudad. Recorrió sus calles y comprendió lo que era una capital y sede de obispado. Llegó allí con la ilusión del joven que quiere abrirse camino en la vida.
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