Los espacios de hospedaje en el siglo XIX

Los espacios de hospedaje en el siglo XIX

Paulina Martínez Figueroa
El Colegio de México

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 23.

En las largas travesías por los caminos de México, mesones, ventas y hoteles de diligencia reparaban el cansancio de los viajeros en el medio rural o urbano. Abundaban la sencillez y los descuidos en la limpieza. En algunos casos eran improvisados refugio. La habitación se compartía, y para dormir estaba el piso o una tabla.

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Escalinata en un mesón de San Ángel en Mary Barton, Impressions of México, Imprenta de Methuen & Co., 1911. Biblioteca “Ernesto de la Torre Villar”/Instituto Mora

En el camino hacia su desafortunada aventura como colono de Coatzacoalcos en los años treinta del siglo XIX, Mathieu de Fossey pudo ver la ciudad de Veracruz desde la ventana de la pequeña posada donde se alojaba: Estaba sucia y hedionda la calle a donde caía la ventana de mi cuarto; y no descansaba la vista sino en montones de fango, de basura y de zopilotes; pero en compensación tenía también la de la mar, que se desarrollaba magnífica delante de mí, perdiéndose por el horizonte en el azul del cielo. Desde mi cama veía enfrente los primeros fuegos del sol naciente dorando las centelleantes oleadas; descubría el castillo, los barcos esparcidos allá y acullá por la rada, y las velas que asomaban a lo lejos.

El sentir agridulce se advierte no sólo en su descripción del exterior, sino también del interior, pues su cuarto apenas contaba con dos sillas y un catre, aunque le proporcionó el descanso que necesitaba tras el largo viaje que acababa de concluir.

Como esta posada, que acogió a nuestro viajero en su paso por México, existieron otros lugares de hospedaje que tuvieron un lugar fundamental en el desarrollo de la cotidianidad durante el siglo XIX. Su importancia no sólo radicó en su función como refugio para caminantes y viajeros que realizaban estadías más o menos cortas en distintos sitios del país. También fueron lugares significativos para el intercambio de experiencias, de encuentro de compatriotas o de viajeros de distintas nacionalidades. Una población creciente de militares los utilizó casi como cuarteles. Se cuenta incluso que en algunos casos sirvieron de escenario para fraguar rebeliones y asonadas.

Sin embargo, como todo espacio público, con el paso del tiempo se transformó de acuerdo a las necesidades de los inquilinos, de los propios dueños, las disposiciones gubernamentales y el trajín de la vida diaria. De esta forma, encontramos que los mesones, posadas, casas de huéspedes, ventas y demás sitios de hospedaje reflejan esas transformaciones, incluso físicas, de sus instalaciones.

Mala fama

Los mesones o posadas, términos que se usaron como sinónimos a lo largo del siglo, estuvieron asociados con la tradición novohispana y por ello, los viajeros mexicanos les atribuían cierta carga negativa y de relación con los viejos tiempos, por lo que eran renuentes a utilizarlos. Los extranjeros también llegaron a describirlos como sitios lúgubres, sucios, sin mobiliario y detallaron las noches de pesadilla que pasaron recostados en las tablas o en el piso de tierra.

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Detalle de una posada humilde en la cd. de México en el siglo xix. Litografía de Decaen, en La litografía en México en el siglo XIX. Biblioteca “Ernesto de la Torre Villar”/ Instituto Mora

Los mesones se ubicaron, en general, en las casas típicas y amplias de la época colonial. Las habitaciones en dos pisos, rodeaban un patio que servía para estacionar los coches o los animales de los huéspedes. Tenían una bodega en donde se guardaban los implementos necesarios para el aseo y alimentación de caballos y demás animales que acompañaban a los inquilinos. Algunos contaban con un edificio anexo, la cocina o fonda, que tenía salida a la calle y constituía uno de los espacios más importantes de todo el local. También existía una habitación en la cual vivía el administrador. A pesar de que la pastura o el grano para los animales eran fundamentales, generalmente el viajero tenía que buscarlos en otros sitios pues en el mesón no existía un lugar especial que lo proveyera.

La descripción de William T. Penny nos muestra el movimiento y la diversidad que abundaba en aquellos sitios:

En cada pueblo el mesón se distingue de las demás casas […] por ser generalmente el edificio más grande, exceptuando la iglesia […] Es una construcción de planta cuadrada que contiene por dentro el patio central que se halla completamente ocupado de carruajes, literas, caballos, mulas y hombres de todas las clases; sólo tiene planta baja y todas las habitaciones dan a ese patio. La entrada se hace bajo un pasaje abovedado que se cierra durante la noche […] a un lado de la entrada, bajo el arco, encontramos por lo general la cocina y, opuesto a ella, la tienda o almacén de toda suerte de cosas. Ambos compartimientos son de grandísima importancia para el mesón; sin embargo frecuente- mente encontramos el primero sin cocinero y el último con anaqueles vacíos.

Las descripciones que quedan de estas casas y sus cuartos señalan la carencia de ventanas y que sólo entraba luz cuando se abría la puerta. Tampoco tenían muebles, ni siquiera camas o lugares donde recostarse. Algunos ostentaban una o dos sillas y alguna mesa, y era común que las habitaciones fueran compartidas por varias personas, aunque no se conocieran.

A pesar de ello, las puertas y escasas ventanas de los mesones sirvieron a viajeros de todas nacionalidades para observar la vida mexicana: mujeres vendiendo comida, mozos de cordel, carruajes y otros peculiares medios de transporte, cargadores y demás población del lugar. Lucien Biart, en La tierra templada, escribió: Encendido mi cigarro, fui a reunirme, junto al ancho portón de la entrada con los viajeros de toda especie alojados en el hotel. Singuar espectáculo el de las calles mexicanas, en que cada transeúnte, por su traje o por sus maneras, excita la curiosidad del extranjero, que se siente verdaderamente transportado a otro mundo.

Los mesones o posadas no siempre fueron lugares fijos o construcciones formales de ladrillo, piedra y argamasa. Muchas veces se tuvieron que improvisar establecimientos temporales debido a su escasez o a la realización de festividades que exigían grandes espacios para alojar a los visitantes. Algunos extranjeros atestiguaron la existencia de estos hangares cubiertos de hojas o juncos y cerrados como si fueran una gran jaula con pedazos de madera separados los unos de los otros para que desde afuera pudiera verse lo que pasaba adentro.

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