Lorena Careaga
Universidad del Caribe
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 61
Después de un año de recorrer México, el botánico austríaco Carl Bartholomeus Heller llega a Campeche en noviembre de 1846.
Un ruido lo sacó de su profundo sueño. La luna llena se colaba por la ventana y soplaba una brisa tenue proveniente del mar. No bien había cerrado de nuevo los ojos, cuando sonó un golpe seco seguido de un forcejeo. Heller, ahora completamente alerta, saltó de la cama. No necesitó encender el quinqué que reposaba en su mesilla de noche; la claridad lunar hacía evidente que una boa americana, de doce pies de largo, se debatía furiosa en el canasto que la encerraba y estaba haciendo todo lo posible por salir de su cautiverio.
En un rincón de la habitación se amontonaban los objetos coleccionados: plantas, conchas, pieles de animales y plumajes; en otro estaban sus armas y al lado, cestos de todos tamaños, en uno de los cuales había encerrado a la boa. En la ventana reposaban frascos con pequeñas tortugas, escorpiones y otros animales vivos que tenía en observación; el espacio restante lo llenaban la cama y una mesa, ante la cual Heller se sentaba cada noche a escribir su diario, bajo una luz mortecina y rodeado del molesto zumbido de los mosquitos.
Las cosas no pintaban bien para la boa. Si escapaba del canasto, y parecía que lo haría de un momento a otro, tendría que matarla. “Qué lástima”, pensó, mientras encendía rápidamente el quinqué. Antes de acostarse había revisado los flejes de madera y parecían seguros, pero ahora la boa tenía medio cuerpo fuera del canasto. Heller se lanzó sobre ella; le parecía que luchaba contra un gigante, una columna de hierro que se erguía ante él, revolviéndose furiosa. “Este animal”, se dijo, “al que he mimado tanto, alimentándolo con huevos y pastelillos, ahora tiene que morir, pues con toda seguridad, al salir de su prisión, me abrazará con tal agradecimiento, que me costará más de un hueso roto”. Logró enrollarle una cuerda al cuello y, muy a su pesar, la ahorcó. Incidentes como ese formaban parte, por desgracia, del coleccionismo de especies vivas. Agotado y desvaneciéndose por esa lucha nocturna, el naturalista le dio un trago al posol que quedaba en su cantimplora, se dejó caer en la cama y se durmió casi de inmediato.
Carl Bartholomeus Heller llevaba un año recorriendo México cuando emprendió la última etapa de su viaje. Ya estaba harto del país, de su clima y de su gente; le habían robado sus posesiones y la situación política había deshecho sus planes. Encima, la guerra entre México y Estados Unidos lo había forzado a dejar el puerto de Alvarado en condiciones difíciles y peligrosas: había sido necesario zarpar de noche, ocultándose a la vista de la escuadra enemiga que tenía anclados 20 barcos de guerra en Antón Lizardo, y ganar el mar abierto sin que la goleta Rafaela fuera descubierta. Lo había conseguido, pues al cabo de cinco días, el 13 de noviembre de 1846, llegó sin mayores consecuencias a Campeche.
Con la ayuda del cónsul francés, Monsieur Villevèque, y de don Joaquín Gutiérrez de Estrada, personaje encumbrado de la sociedad y la política campechanas, Heller aseguró una habitación en la Lonja. Su carácter obsesivo lo empujaba a seguir realizando con perseverancia la recopilación de plantas vivas y exóticas para el Jardín Botánico de Viena, así como de información acerca de la naturaleza de aquella región, amén de algunos datos históricos, geográficos y lingüísticos. Ansiaba ser reconocido por sus investigaciones y cumplir cabalmente la encomienda de la Sociedad Imperial y Real de Jardinería, que patrocinaba su viaje. No obstante, a la primera oportunidad, daría por terminado su largo periplo mexicano y se embarcaría de regreso a Europa.
Amanecía cuando el dedicado austríaco despertó adolorido y más deprimido que nunca. La lucha con la boa lo había dejado famélico y, sin esperar a que la sirvienta de la posada le trajera a su habitación la consabida taza de chocolate caliente, bajó al comedor y ahí se sentó a beberla, rumiando su infortunio. El barómetro de sus emociones estaba tan bajo como la presión atmosférica que marcaba el que colgaba de la pared, anunciando mal tiempo.
A su llegada, Heller se había sentido lleno de esperanzas: “La primera mirada a la ciudad no deja nada que desear”, escribió en su diario, evocando sus murallas bañadas por las olas del mar, las palmeras y los cerros cubiertos de vegetación. No obstante, Campeche pronto se convirtió en una prisión y él en un prisionero, cuando los invasores tomaron posesión de la Laguna de Términos, cerrando el camino a Tabasco, y los enfrentamientos políticos entre campechanos y meridanos limitaron sus movimientos, dificultándole emprender el regreso a su patria.
Los días comenzaron a sucederse unos a otros como si una serie de espejos reprodujeran la misma dolorosa imagen al infinito. El deterioro de su salud podía medirse casi hora tras hora en un reloj cuyo mecanismo hubiese enloquecido. A sus 22 años, se sentía enfermo, agotado, poseído por la fiebre y hundido en la desesperación.
El doctor Adler, su amigo más cercano y compañero de pensión, estaba seriamente preocupado por su salud física y mental. “Lo que usted necesita, amigo mío”, le había dicho, “es salir a pasear, entrar nuevamente en contacto con la naturaleza, que es lo que usted más ama. Eso le hará mucho bien y no requiere de grandes cantidades de dinero, sino de algunas cartas de recomendación que yo mismo y, estoy seguro, el señor Gutiérrez de Estrada con gusto le proporcionaremos”.
Así, Heller emprendió un viaje a Champotón, que le había sido descrito como un sitio muy bello, donde podía esperar una flora más rica que la que había encontrado hasta entonces. Lo hizo en un pequeño barco empujado por dos grandes velas de trinquete, que desafiaba con seguridad un mar frecuentemente agitado y mantenía una comunicación ininterrumpida entre los puntos costeros más importantes. Tales embarcaciones no utilizaban brújulas ni ningún otro instrumento de navegación, pues sus tripulantes conocían la costa con toda precisión, sus pequeños cabos, calas, montículos e incluso árboles aislados en tierra firme, a la que nunca perdían de vista.
Frente al pueblo de Champotón, y separada del río que apenas tenía 80 pasos de ancho, se encontraba la hacienda El Paraíso, propiedad de don José María Lanz. Durante varios días, Heller recorrió sus inmediaciones, hallando la vegetación tropical que lo extasiaba, en especial un bosque primigenio donde las orquídeas y otras parásitas adornaban los troncos de las mimosas, los terebintos y las palmas, y donde sólo algunos rayos solares rompían la semioscuridad de un techo de hojas siempre verde.
Renovado y cargado de plantas, semillas y un cúmulo de notas y bocetos, Heller retornó a Campeche. Le esperaba una grata invitación firmada por dos sacerdotes, los hermanos Leandro y José María Camacho, para visitar su colección de curiosidades, es decir, el primer museo de especímenes naturales y restos arqueológicos de la península y, posiblemente, de México.
Intrigado, Heller acudió a la cita. Los hermanos Camacho vivían en una casona destartalada que hacía las veces de morada, de parroquia y de algo parecido a una gran tienda de anticuario desordenada y caótica. La mezcolanza de objetos que habían ido reuniendo a través de los años, era pasmosa: colecciones de moluscos, fósiles, mariposas y otros insectos disecados, cajas llenas de monedas y restos herrumbrosos que databan de la colonia, y toda suerte de vestigios arqueológicos mayas: esculturas, vasos, figuritas, incensarios, cuentas de jade y más.
“Me recibieron con gran amabilidad”, comentó Heller al doctor Adler, después de su primer encuentro con el museo de los Camacho. Se había percatado de que aquellas antigüedades, procedentes de distintos lugares de la península, tenían un incalculable valor, pues pertenecían a épocas pretéritas de la historia indígena, y se lamentaba de que ese tesoro, en un futuro, pudiera perderse para el mundo. “Desde luego, nada pude obtener de ellos, ya que tienen como principio el no dar nada de sus colecciones, si bien son muy comunicativos y no hacen un secreto del lugar en el que las han encontrado.”
No obstante, esa impresión cambiaría al cabo de un tiempo. En una visita posterior, los hermanos Camacho invitaron a Heller a tomar un refrigerio en la terraza. José María, el mayor, gordo y bonachón, se repantingó en un sillón, mientras Leandro, alto, flaco y nervioso, iba de aquí para allá. “Conocimos hace unos años a un compatriota suyo”, dijo José María, “el barón Emanuel von Friedrichsthal. Llegó a Campeche en 1841, después de haber recorrido Nicaragua, El Salvador y Guatemala, e intentado cruzar a pie, sin lograrlo, el gran trecho de selva que separa Belice, en Honduras Británica, de Mérida. Fue seguramente el primer europeo de nuestro siglo en visitar Chichén Itzá”.
Leandro, siempre interesado por las cuestiones ingenieriles y mecánicas, comentó que Friedrichsthal había traído consigo un daguerrotipo, con el cual abrió en Campeche el primer estudio fotográfico no sólo de la ciudad, sino de México. Heller se maravilló de que, en 1841, ya hubiese en aquel lugar uno de los artefactos inventados por Messieurs Daguerre y Niempce tan sólo dos años antes. “Con él”, terció José María, “el señor Friedrichsthal tomó las primeras imágenes de Chichén Itzá, mismas que mostró al gran Humboldt en París”.
Friedrichsthal había regresado a Europa muy enfermo y falleció poco después, en 1842. Con la muerte de su creador y al paso del tiempo, aquellas imágenes insustituibles se habían perdido; nadie en Viena estaba seguro de a dónde habían ido a parar. “Es una lástima que tanto él como ese maravilloso tesoro se hayan ido para siempre”, comentó Heller. Entonces, los hermanos Camacho se miraron y, a una seña imperceptible, Leandro entró a la casa y unos instantes después regresó con un sobre que entregó a José María. Este sacó dos daguerrotipos. “Amigo Heller, permítanos poner en sus manos estas piezas invaluables y rogarle que las lleve usted de regreso a la patria del señor Friedrichsthal, donde serán apreciadas en todo su valor.”
El primer daguerrotipo mostraba un brasero con figura humana; el segundo, una calle de Campeche, que Heller identificó como la esquina de Iturbide y Comercio.
Emocionado, los tomó cuidadosamente y comprendió que constituían piezas históricas de gran valor en sí mismas, además de contarse entre las primeras imágenes fotográficas de un artefacto maya, así como de la ciudad. A pesar de las vicisitudes que aún le esperaban antes de retornar a Europa, los daguerrotipos llegarían con bien a Viena y serían depositados por él mismo en la Biblioteca Nacional de Austria.
Contra todos sus deseos, pues deseaba regresar cuanto antes a su patria, Heller celebró su cumpleaños vigésimo tercero en Campeche. La monotonía de su vida, que parecía transcurrir con toda lentitud, se vio enriquecida con la amistad de la familia Gutiérrez Estrada, que lo introdujo a la sociedad local, sus bailes y saraos. También atestiguó toda clase de fiestas populares, con sus corridas de toros y juegos de azar, así como religiosas: la Navidad, el Carnaval y la Semana Santa.
No obstante, el naturalista continuaba dedicando la mayor parte de su tiempo al estudio de la flora y la fauna, así como de diversos aspectos sociales y culturales. Siempre atento a aquello que pudiera enriquecer su informe a las autoridades vienesas, recopiló historias y leyendas locales, como la de la milagrosa imagen de San Román, protectora de los náufragos. Calculó que la población de Yucatán sumaba un total de medio millón de habitantes, de los cuales 400 000 eran indígenas. Asimismo, en apoyo a otros viajeros, se propuso elaborar un mapa de la península del que se sentía muy orgulloso: “Creo que ofrezco aquí a los amigos de la geografía el mapa más completo de Yucatán y sólo lamento no haber conocido aún, al hacer mi trabajo, el mapa de Stephens, ya que este, por incorrecto que sea al parecer en algunos puntos, sobre todo por lo que respecta a latitud y longitud, podía haberme proporcionado algo más para perfeccionar mi dibujo.”
Mientras realizaba esta tarea, en marzo de 1847, se produjeron nuevos enfrentamientos entre Mérida y Campeche. La rivalidad política y económica que había dado origen al conflicto databa de los albores independentistas y se había ido recrudeciendo con el tiempo. Estas malas noticias coincidieron con la rendición de Veracruz y San Juan de Ulúa al general Winfield Scott. “Con el ánimo deprimido esperaba yo el resultado de esta malaventurada guerra […] Campeche parecía haber perdido para siempre toda señal de vida, hasta que por fin la Semana Santa con sus festividades produjo de nuevo cierto movimiento entre la población, lo que a su vez tuvo una influencia benéfica sobre todos los ánimos.”
Rumbo a Uxmal
A la par que transcurrían las misas y procesiones, Heller se preparaba para “un viaje al interior del país”. Así, a principios de abril, emprendió la marcha rumbo a Uxmal en compañía de varios caballeros, entre quienes se contaba el cónsul francés y un retratista español. Para ello, alquilaron una volanta, carruaje muy singular, en opinión de Heller, pero con el que esperaban viajar rápidamente, siempre y cuando los caminos lo permitieran. “A las cuatro y media de la mañana salimos con gran estrépito por las puertas de Campeche y pronto llegamos a la abrupta y polvosa carretera que lleva hacia Mérida. Cada quien quería comentar algo a fin de hacer olvidar los saltos asesinos del carro, pero a pesar de todos los cuentos y las risas no era posible evitar periódicos choques de cabezas, lo que, dada nuestra disposición inusitadamente alegre, ¡sólo aumentaba la diversión!”
Hicieron varios altos en el camino, hospedándose en las casas reales, donde colgaban sus hamacas y se preparaban de comer. Las iglesias de los pueblos le parecieron “pequeños fuertes”, que incluso habían sido utilizados como tales “en la última guerra con los mexicanos”, es decir, contra las tropas enviadas por Santa Anna. Tomaba nota de la vegetación que rodeaba los cenotes y las aguadas, aquellos oasis en el camino que daban sombra y frescura a los viajeros. También se toparon con una “quemazón”, como parte del ciclo agrícola previo a la siembra.
Tardaron dos días en llegar a su destino, distante veintiocho leguas de Campeche. Don Simón Peón, dueño de la hacienda Uxmal, los recibió como antes lo había hecho con otros viajeros, es decir, proporcionándoles techo, alimentos y un guía, el mayordomo, quien ya antes había acompañado a John L. Stephens y Frederick Catherwood en su recorrido por la Palmira americana. Impresionado, Heller describió con detalle cada edificación, su propósito y posible origen tolteca. Al no encontrar ninguna figurilla, lamentó que los viajeros que le precedieron: Waldeck, Friedrichsthal, Stephens y Norman, se hubiesen llevado “las pocas que quedaban”. No obstante, estaba maravillado con Uxmal: “¡Qué construcciones tan gigantescas para un pueblo que todo lo hacía con instrumentos de piedra! ¿Cuántos miles de hombres deben haber habitado esa zona, centro de tanta majestuosidad y lujo, para haber podido legar tales obras a la posteridad, a pesar de los siglos transcurridos? ¿Dónde acabó ese pueblo de constructores tan magníficos artistas? La mano de hierro de España lo asesinó, física y moralmente […] Todavía pueden encontrarse restos de esta tribu, pero ¿Dónde está su espíritu atrevido y valiente, dónde su poder y cultura?”
No parecía posible que esos mayas, carentes ya de la valentía y el arrojo de sus ancestros, estuviesen a punto de iniciar una de las rebeliones indígenas más sangrientas y longevas del continente americano. Sin embargo, tres meses antes, el 15 de enero, habiendo sido reclutados en la lucha entre Mérida y Campeche, llevaron a cabo una matanza de civiles en la ciudad de Valladolid y Heller interpretó ese funesto acontecimiento como un aviso del porvenir: “Por desgracia, pronto se demostró que la querella entre las dos ciudades había provocado la rebelión de los habitantes primitivos […] Esta guerra de castas apenas comenzaba y ya podía verse que los indios estaban decididos a ser aniquilados antes que vencidos.”
De haber podido, Heller habría abandonado gustoso la península por la vía de Laguna de Términos, que si bien estaba en poder de los estadunidenses, era accesible a los extranjeros. No obstante, dado que carecía de los subsidios que debían enviarle de Europa, se sentía aún más aislado e impotente. Quizá por ello participó gustoso, junto con otros inmigrantes, en un batallón creado para mantener la tranquilidad y la seguridad en Campeche: “Nadie quedó exento y hasta yo tuve que acomedirme, de acuerdo con el orden fijado, a patrullar durante la noche, lo cual no nos pesaba demasiado ya que lo hacíamos en compañía de buenas amistades. Con frecuencia, hacíamos también por las noches pequeños viajes costeros en un bote, y en dichas ocasiones las banderas de nuestras patrias ondeaban alegres en nuestro pequeño mástil.”
Otro evento sacó a Heller de su aburrimiento. Conoció a un colega naturalista que también se hallaba de paso por la península en su camino hacia Guatemala: el francés Artur Morelet, con quien trabó buena amistad. Uno de sus temas de conversación era haber sido ambos testigos del naufragio del paquebote inglés Tweed en el arrecife de Los Alacranes, en febrero de 1847. Morelet acababa de llegar a Sisal y prestó toda la ayuda posible a los sobrevivientes. Por su parte, Heller escuchó en Campeche el testimonio de un compatriota suyo y tuvo acceso, además, al parte oficial. Así se enteró de que habían muerto unas 80 personas y salvado una cincuentena, tras languidecer cuatro días en uno de los islotes del arrecife antes de que un barco las rescatara. “Al mismo tiempo, salieron seis schooners de Campeche hacia Los Alacranes a fin de salvar lo más posible del cargamento de mercurio ‒1 170 botellas‒, que por sí solo tenía un valor de 24 000 florines; todo lo demás se consideró justificadamente perdido al ser arrastrado por el mar.”
Inesperadamente, la misiva que Heller tanto anhelaba llegó por fin a sus manos: “Tanto más grande fue mi sorpresa cuando una mañana me entregó el empleado de un comerciante nativo una carta medio descolorida con mi dirección que había visto flotar aislada en las aguas de Los Alacranes y que logró pescar […] Era mi carta, la que esperaba con tantas ansias, la única que se salvó entre miles y que todavía era perfectamente legible […] No podía dar crédito a mis ojos, porque me parecía algo más que una coincidencia común; era algo inusitado, casi maravilloso, me pareció una señal de los cielos para que no perdiera el ánimo en mi triste situación.” Con los años, aquella carta se convirtió en una especie de talismán; en momentos difíciles de su vida, la sacaba, la leía y sentía renacer su confianza y optimismo.
Contra todas las advertencias de sus amigos, Heller decidió abandonar Campeche en noviembre de 1847 para continuar su viaje a través de Tabasco, Chiapas y el Soconusco. Las despedidas, después de un año de estancia en aquella ciudad, fueron largas, efusivas y conmovedoras. Finalmente, tras un periplo que parecía interminable, Heller regresó a Austria en 1852, con sus muestras, especímenes y notas. Pronto se dio a la tarea de poner todo aquello en orden y de escribir su obra, que publicó al año siguiente con el título de Viajes por México en los años de 1845-1848.
Amanecía cuando el dedicado austríaco despertó adolorido y más deprimido que nunca. La lucha con la boa lo había dejado famélico.
La monotonía de su vida, que parecía transcurrir con toda lentitud, se vio enriquecida con la amistad de la familia Gutiérrez Estrada, que lo introdujo a la sociedad local, sus bailes y saraos.
“…Esta guerra de castas apenas comenzaba y ya podía verse que los indios estaban decididos a ser aniquilados antes que vencidos.”