Paloma Macías Guzmán
Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 64.
La vida en ciudad de México durante el alzamiento militar contra el gobierno de Francisco I. Madero fue muy dura. No se podía salir a la calle, los alimentos escaseaban y la posibilidad de morir estaba latente, aunque la gente se refugiara en sus casas. Así lo recordaba esta mujer menuda y alegre, hija y sobrina de militares.
La habitación apenas iluminada sólo permitía entrever los rostros de quienes atrapados por un capricho del destino intentaban conversar nerviosamente para matar el tiempo y con ello ignorar hasta donde era posible la cercanía de la muerte. En el interior de esa casa, situada en alguna calle del centro de la ciudad de México y asediada por el fuego cruzado, Rosario Arellano González, una joven de 19 años, su medio hermano José, de apenas 10 años, y otros familiares intentaban mantener una conversación y permanecer lo más cómodo posible en una de las habitaciones. Mientras conversaban, Rosario permanecía sentada en una de las camas, abrazada a la cabecera de latón y apoyando su codo en una de las perillas que adornaba la parte superior, mientras que José estaba sentado en otra cama, con una pierna flexionada y la otra colgando sin alcanzar el piso. ¿Qué temas, más allá de su propia supervivencia, podría comentar esta familia en estas circunstancias? Tal vez hablaban del peligro que corría Pancho, el hermano de Rosario, quien era cadete del Colegio Militar y había escoltado al presidente apenas unos días antes en su marcha hacia Palacio Nacional. Quizá la aparente calma con la que conversaban era un intento por contener la angustia por el desmoronamiento de sus sueños.
Las ventanas de la casa, tapiadas con madera y colchones, no impedían escuchar el estruendo del fuego ordenado desde la Ciudadela hacia el Palacio Nacional, en uno de los muchos episodios que se sucedieron desde aquel aciago 11 de febrero de 1913, cuando las tropas mandadas por el general Victoriano Huerta se enfrentaron con las fuerzas que continuaban siendo leales al presidente Francisco I. Madero, en el periodo que se conocería en la historia oficial mexicana como “La Decena Trágica”. Este suceso inició el 9 de febrero con la sublevación de los generales Manuel Mondragón y Gregorio Ruiz, de antecedentes porfiristas, para liberar al general Bernardo Reyes, ex gobernador de Nuevo León, preso en la cárcel de Santiago Tlatelolco, y al general Félix Díaz, en la cárcel de Lecumberri. Los cuatro habían conspirado desde 1911 para derrocar al gobierno de Madero, con el beneplácito del gobierno de Estados Unidos.
El plan de los golpistas fracasó en lo inmediato, al ser repelidos por el general Lauro Villar, comandante de la plaza, cuando intentaron apoderarse del Palacio Nacional, lo que resultó en la muerte de Reyes y en la inutilización del propio Villar, quien quedó gravemente herido. Las tropas insubordinadas se replegaron hacia el edificio de la Ciudadela, que servía como almacén de armas y municiones y fue tomado mediante una traición, siendo muerto su defensor, el general Villarreal. Mientras tanto, Madero, al enterarse del suceso, se desplazó a caballo desde el Castillo de Chapultepec hasta el Palacio Nacional escoltado por los cadetes del Colegio Militar, entre ellos Pancho, el querido hermano de Rosario, y por elementos leales al gobierno, en lo que se conocería como la “Marcha de la Lealtad”. Ya en Palacio, Madero nombró comandante militar de la plaza al general Victoriano Huerta, quien acabaría aliándose con Félix Díaz y traicionando al presidente.
Después de diez días de fuego cruzado, con breves treguas que no siempre fueron respetadas, este duro episodio de la historia de México terminaría con la captura y el posterior asesinato de Madero, junto con el vicepresidente José María Pino Suárez, el 22 de febrero, camino a la Penitenciaría de Lecumberri, y con el ascenso al poder de Huerta, contando con el respaldo del Congreso y del gobierno de Estados Unidos.
El fuego que se desencadenó entre las tropas insurrectas instaladas en la Ciudadela y las tropas leales al gobierno de Madero instaladas en Palacio Nacional, representó una seria amenaza para la población aledaña a la zona. Los cadáveres de personas y caballos se apilaban cada vez más en las calles, volviendo el hedor insoportable. Muchos años después, Rosario contaría que, aun en las breves treguas que se daban de vez en vez durante esos días, no era fácil vivir en esas condiciones. El dinero escaseaba y la comida más, al grado de tener que salir furtivamente a la calle a conseguir lo que fuera y muchas veces lo único que había para alimentarse eran elotes, que se molían completos para elaborar una especie de atole.
La familia
Esta situación fue uno de los tantos acontecimientos que Rosario vivió en los años convulsos del entonces naciente siglo xx. Ella nació el 11 de septiembre de 1893 en la ciudad de México, aunque su familia era oriunda de Chihuahua. Su padre fue Francisco Arellano, reconocido médico militar, encomiado por su labor humanitaria durante la rebelión de Tomochic, ocurrida entre 1891 y 1892, cuando los habitantes del poblado ubicado en la sierra tarahumara, en su mayoría indígenas, se rebelaron contra la explotación de las compañías madereras. El gobierno federal decidió reprimir el movimiento y él acudió como médico militar por parte de las tropas gubernamentales, pero esto no impidió que, según el relato de Rosario y de Heriberto Frías, por las noches y desafiando el toque de queda, entrara desarmado a los poblados a curar a los insurrectos heridos. Fue quizás esta cercanía con los pobladores de la sierra y su aguda inteligencia los que lo llevaron a desarrollar un ferviente sentimiento antiporfirista que Rosario heredó y transformó en una fuerte filiación maderista después de la muerte de su padre en 1908. Este fervor la animó a presenciar la entrada triunfal de Madero a la ciudad de México el 7 de junio de 1911, lo que fue, según sus propias palabras, uno de los “escasos momentos de alegría” que vivió en esos años, marcados por la temprana orfandad y porque el refugio brindado por familiares del lado paterno la llevó a vivir en esa casa céntrica.
La inclinación política de Rosario tenía también otras raíces familiares. Su madre fue Margarita González Salas, hermana del general José González Salas, ministro de Guerra y Marina del gobierno de Francisco I. Madero. Ese tío, egresado del Colegio Militar, participó en la guerra del Yaqui durante el gobierno de Porfirio Diaz y sirvió como Subsecretario de Guerra durante el interinato de Francisco León de la Barra. Casado con Herminia Trillo Salcedo, que era prima de Madero, sus cinco hijos crecieron en un ambiente privilegiado, tanto que fueron invitados al baile del Centenario de la Independencia en el Palacio Nacional el 23 de septiembre de 1910. En medio de la euforia del suceso, nadie se acordó de incluir en la lista de invitados a Rosario, para entonces ya una joven huérfana, hecho que siempre recordó con un dejo de tristeza.
Sin embargo, los giros que toma la vida son sorprendentes. En febrero de 1912, la familia González-Salas Trillo organizó una reunión por el día de la Candelaria y esta vez sí invitaron a Rosario, quien acudió muy feliz de haber sido tomada en cuenta. Para entonces ella era una hermosa joven de 18 años, delgada, de grandes ojos expresivos y cabellos oscuros, que a pesar de su corta estatura destacaba por su ingenio y su carácter alegre. Y eso no pasó inadvertido a un joven alto, delgado y nervioso, quien le agradeció amable su iniciativa de servir los tamales a los invitados, provocando en ella una sensación que nunca había experimentado. Tal y como contaba ella misma, después de la cena se le ocurrió colocar una flor en su boca, emulando alguna pintura de la época y ese mismo joven tomó suavemente la flor y la puso en su solapa. Rosario lo miró sorprendida, sobre todo porque ella suponía que cortejaba a una de sus primas y por eso había sido invitado al convivio. Pero el destino es caprichoso y ese cruce de miradas fue suficiente para enamorarlos e iniciar un noviazgo que culminaría felizmente, al celebrarse unos años más tarde las nupcias entre Rosario Arellano González y el pintor Saturnino Herrán Guinchard, precursor del movimiento nacionalista mexicano.
A pesar del halo de felicidad que rodeaba la vida de Rosario y Saturnino, la situación en el país no era promisoria. Para 1912 el gobierno de Francisco I. Madero enfrentaba cada vez más dificultades, acosado por los embates de una prensa comprada por los grupos de interés más poderosos de México y por las intrigas de políticos, empresarios y militares de raigambre porfirista y hasta de la embajada de Estados Unidos, que veía con malos ojos las políticas del incipiente gobierno en materia de petróleo y minería. Por otro lado, muchos sectores de la población que habían participado activamente en el movimiento revolucionario se sentían cada vez más distanciados del gobierno al ver que no se operaba ningún cambio sustancial en la estructura de la administración central y, peor aún, que no se habían cumplido las demandas respecto a la propiedad de la tierra y otras reivindicaciones pendientes. Fue así como Emiliano Zapata en el sur del país y, por diferentes razones, Pascual Orozco en el norte, encabezaron sendas insurrecciones exigiendo que Madero cumpliera con las promesas que lo habían conducido al poder.
En estas circunstancias, el general González Salas informó a Madero que renunciaría a su cargo para ir a combatir a Pascual Orozco en el norte del país, sellando con esto su trágico final. Allá en el norte, durante la primera batalla de Rellano, cerca de Jiménez, Chihuahua, el 24 de marzo de 1912, González Salas sufrió junto con sus tropas un sorpresivo ataque con una locomotora cargada de explosivos, cuando avanzaba por la línea férrea para enfrentar a los rebeldes. El indiscutible triunfo de Pascual Orozco sobre las tropas federales tuvo como contraparte un profundo sentimiento de deshonra para el general González Salas, que lo llevó a tomar la decisión de terminar con su vida en la estación de Bermejillo, Durango, en un episodio lleno de polémica por inverosímil, que narraba la propia Rosario, y en el que el general presuntamente se disparaba en la cabeza junto a un árbol, pero la rigidez cadavérica le impidió caer, quedando recargado en el tronco. Las crónicas más cercanas a la realidad mencionan que se suicidó adentro de un vagón del ferrocarril. Este episodio de la historia de México está rodeado de polémica, ya que, por un lado se señala que González Salas carecía de las capacidades tácticas para vencer a un enemigo centrado en los ataques guerrilleros, pero, por otro, fue en realidad víctima de una trampa, tendida por los generales que supuestamente debían operar en coordinación con él y lo abandonaron a su suerte en ese momento crucial, en un ambiente político rodeado de intrigas y traiciones.
Mas allá de las leyendas que se tejieron alrededor de este suceso, lo cierto es que la noticia de la muerte del general fue devastadora para Rosario, quien veía a su tío como a un segundo padre. Este hecho cambió la historia de la familia, a tal grado que el hermano menor del general González Salas decidió interrumpir sus estudios en Europa y regresar a México, siendo tanta su tristeza por la suerte del general y tan grande su angustia al ver el caos que prevalecía en el país, que poco después terminó con su vida de un tiro en la cabeza, sentado en la banca de un parque. Al designarse al general Victoriano Huerta como el responsable de apaciguar la rebelión orozquista, con la anuencia de Madero a pesar de las voces que le advertían de su alcoholismo y su dudosa lealtad, las consecuencias para el país fueron a la larga igual de terribles.
Ánimas del purgatorio
En este ambiente enrarecido, la vida cotidiana se volvía cada vez más compleja. El acceso a teléfonos y a telégrafos era casi inexistente para la mayoría de la población, el servicio de correos estaba desquiciado y por eso era muy fácil perder el contacto, incluso entre personas cercanas. En esas circunstancias, no era raro enterarse del destino de algún familiar o conocido cuando este ya había muerto, ya fuera en los enfrentamientos armados que aún resultaban frecuentes, o por enfermedades o accidentes. Esto le ocurrió a Rosario con un primo lejano suyo, llamado Juan Cortada, a quien ella había dejado de ver hacía tiempo y que sorpresivamente apareció en medio de una multitud en las calles del centro de la ciudad. Ambos se reconocieron, pero no pudieron acercarse porque la gente circulando los empujó hacia direcciones opuestas y él solo alcanzó a gritarle “¡Adiós, primita!”. Horas más tarde, al llegar a su casa, Rosario comentó el encuentro con este primo ante la mirada de terror y desconcierto de sus familiares, que le informaron que Juan había muerto recientemente debido a una herida de bala infectada y era imposible que se lo hubiese encontrado en la calle.
Esta cercanía cotidiana con la muerte y la posibilidad de que sus seres queridos murieran por efectos de la guerra y de la enfermedad quizá contribuyeron a reforzar en Rosario una sensibilidad extraordinaria hacia todo lo que pudiera interpretarse como una señal premonitoria del destino. La pérdida de comunicación con Saturnino durante algunas semanas agudizó estos temores y fue una completa tortura para ella, que a los 20 años había perdido a una buena parte de sus familiares cercanos. Afortunadamente, ambos pudieron reencontrarse y, en un intento por evitar estas incertidumbres, decidieron casarse lo más pronto posible, aunque no pudieron hacerlo sino hasta el 24 de abril de 1914. Qué ajenos estaban a la trágica y prematura muerte de Saturnino cuatro años más tarde, presuntamente por un tumor en el esófago.
De vuelta, después de todo este recuento, al año de 1913, podemos explicarnos cómo los acontecimientos nacionales y las vivencias personales ubicaron a Rosario y a su familia en el interior de esa casa, bajo el fuego insurrecto que cruzaba el aire buscando alcanzar el Palacio Nacional, pero que a veces se quedaba muy corto, golpeando los muros de las construcciones aledañas. El tema de la conversación que sostenían quienes estaban ahí nunca se sabrá. Quizá los niños comentaron el resultado de la nueva cuenta que hicieron de los impactos de bala en los muros externos de la casa, como era su costumbre cotidiana antes del toque de queda; quizá recordaban la muerte en circunstancias tan tristes del general González Salas; quizá seguían asombrándose con la sorprendente aparición fantasmal de Juan Cortada; posiblemente evocaban con miedo a Pancho, el hermano cadete que arriesgaba diariamente su vida; a lo mejor Rosario expresaba su angustia por no saber nada de Saturnino o posiblemente todos externaban su tristeza por intuir que el gobierno de Madero tenía los días contados.
Como sea, el estruendo del fuego proveniente de la Ciudadela no fue suficiente como para impedirles escuchar tres fuertes golpes con toda claridad en el muro exterior de la casa, a los que siguió un silencio total y gestos de asombro y temor en las miradas. “Esto es una advertencia, salgamos de aquí porque corremos peligro”, dijo alguien después de algunos segundos que se hicieron eternos e inmediatamente abandonaron la habitación. Y apenas tuvieron el tiempo justo para llegar al pasillo y escuchar desde ahí el terrible sonido provocado por una enorme bala de siete milímetros que, de acuerdo con el relato de Rosario, entró por la ventana perforando las endebles protecciones y se desplazó con la energía suficiente para describir una trayectoria circular, alcanzando la cabecera de latón en donde Rosario había descansado su brazo, destrozando la perilla y moviéndose en un rebote hacia la parte baja de la cama, donde José estuvo sentado con su pie colgando en medio del camino que siguió la bala hacia su destino final: un orinal de peltre que cumplió con la heroica labor de retenerla en una de sus paredes.
Rosario sabía de armas. La convivencia con su padre militar le dio los conocimientos suficientes para saber que la bala en cuestión fue disparada por un rifle Mauser, arma reglamentaria del ejército mexicano durante el gobierno de Porfirio Díaz, que fue utilizada por su precisión y eficiencia frente a otros rifles similares. Adquiridos en Europa desde 1895, las mejoras en el diseño de estos fusiles hicieron que entre 1902 y 1906 el gobierno mexicano firmara dos convenios de fabricación: uno con la empresa austriaca Steyr Mannlicher y el otro con la empresa alemana Deutsche Waffen und Munitionsfabriken. Para 1910, la decisión del gobierno mexicano de reducir su dependencia de los proveedores extranjeros condujo a la negociación con los fabricantes europeos para producir lo que actualmente se conoce como el Mauser Mexicano modelo 1910, con supervisión de ingenieros europeos. Con este fin, en ese mismo año se creó la Fábrica Nacional de Armas, ubicada en la Ciudadela y también la Fábrica Nacional de Cartuchos, ubicada en Chapultepec. Al final del periodo porfirista se adoptaron otros fusiles como el modelo semiautomático diseñado en 1908 por el general Manuel Mondragón, uno de los sublevados contra el gobierno de Madero.
¿Ese fusil Mauser lo disparó un sublevado, un soldado del ejército o un francotirador? Y lo más inquietante: ¿Quién mandó el aviso que salvó la vida de Rosario y de su familia? Jamás pudieron averiguarlo. Después del incidente, los niños de la casa, incluido el pequeño José, corrieron en cuanto fue posible a contar nuevamente las marcas de las balas en el muro y para asombro de todos, seguían siendo las mismas que el día anterior. Al cabo de los años, Rosario atribuyó este suceso a la intervención de las ánimas del purgatorio, pero lo cierto es que sin ese aviso providencial ella difícilmente habría sobrevivido a la bala. Nunca se habría casado con Saturnino Herrán, ni se habría quedado viuda y a cargo de su primer hijo, José Francisco Herrán Arellano en 1918. Mucho menos se habría casado en segundas nupcias con Demetrio Guzmán Garduño, con quien procreó a mi madre, Luz Margarita Guzmán Arellano, en 1937. Estas anécdotas que Rosario, mi abuela materna, me contó ya hacia el final de su vida, que se extinguió el 5 de diciembre de 1982, me dejaron una honda impresión y la convicción de que la historia se escribe en las grandes esferas de gobierno, pero también en el interior de los hogares, en donde muchos sucesos quizá nunca tengan una explicación racional.
PARA SABER MÁS:
- Gilly, Adolfo, Felipe Ángeles, el estratega, México, Era, 2019.
- Frías Alcocer, Heriberto, Tomochic, México, Maucci, 1890, en <https://cutt.ly/sw9f1gVE>
- Filmoteca UNAM, “La decena trágica, caída del presidente madero”, en <https://cutt.ly/Fw9fMfMV>
- Fundación Cultural Saturnino Herrán, “Vida”, en https://cutt.ly/Rw9fNool