Ana Garduño
Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 62.
Forjado en términos culturales bajo el régimen porfirista, Pani, como otros hombres de su generación, se regía en tiempos posrevolucionarios con gustos e intereses anquilosados, conservadores, sin un proceso de descolonización política estética. Aun así, materializó proyectos de intervención cultural, muchas veces criticados, que pretendían alcanzar una nueva modernidad.
El interés por lo europeo, en historia, arte, cultura, formó parte de la ideología de la intelligentsia mexicana de los años 20 y 30 del siglo pasado y, cabe mencionar, no fue un fenómeno uninacional, antes bien fue un movimiento latinoamericano que llevó implícito un fuerte sentimiento colonialista. Impactó en todas las modalidades de las entonces llamadas “bellas artes” –de manera evidente en la literatura– si bien hasta ahora no se ha estudiado en la creación de narrativas en museos, el coleccionismo de arte, sobre todo europeo de los siglos xvii al xix, y las políticas culturales hegemónicas en México. Justo es este territorio el que me propongo explorar por medio de una figura emblemática, el político, coleccionista y gestor cultural Alberto J. Pani, que funciona como ejemplo de un proyecto político de corte conservador que hizo de la cultura española su razón de ser.
Alberto Pani Arteaga (1878-1955) fue político, funcionario y diplomático en diferentes regímenes de los primeros años de la posrevolución. Se incorporó a diversos grupos y corrientes que dominaron la escena política en México: militó en el maderismo, carrancismo, obregonismo y callismo. Con cada uno de esos líderes ocupó algún tipo de puesto en el organigrama estatal y en reiteradas oportunidades se desempeñó como titular de las secretarías de Hacienda o de Relaciones Exteriores. Más aún, se construyó una personalidad pública mixta al desempeñarse como influyente funcionario y combinarlo con su rol de promotor de arte, coleccionista y gestor cultural.
Asumo que Pani emblematiza el parentesco –en pensamiento e ideario– entre la casta política que gobernó el país en la temprana posrevolución y un grupo de intelectuales que coordinó el diseño e instrumentación de las primeras políticas culturales del régimen, de alcance nacional, y algunas de las cuales consiguieron alta perdurabilidad. Se trata de sectores con un evidente conservadurismo cultural, lo que no fue obstáculo para formar parte de la elite posrevolucionaria, ni para acometer la autoasignada tarea de modernización y revolucionar los cimientos de la nación, en cuanto a identidad normativa.
Supongo que la angustia que les suscitó la revolución iniciada en 1910 se complementó con un sentimiento colectivo de recelo permanente ante el colindante imperialismo estadunidense, temor reforzado con la invasión a Veracruz en 1914. Son una generación –como todas en realidad– de transición. Sostengo que son una bisagra entre porfiriato y posrevolución, entre tradición y modernidad, entre colonialismo y nacionalismo. Su internacionalismo estético –reflejado en su gusto por ambientar sus espacios privados de representación, la mansión y la oficina, con arte clásico centroeuropeo– se integró a un nacionalismo oficial que, por lo general, en ellos no adquirió formato de radicalismo ni chauvinismo.
Más aún, Pani formó parte de un sector de políticos y pensadores que compartían una antigua vinculación con una institución modernista, el Ateneo de la Juventud, semillero del cual emergió un porcentaje alto de intelectuales y líderes políticos que cogobernaron con los generales victoriosos de la revolución iniciada en 1910. Justo por ello, compartían cierto stock ideológico, religioso y estético que les permitió en un ambiente de afinidad y concordancia negociar, gestionar, publicar, investigar y –sobre todo– crear revistas, periódicos e instituciones culturales. Todos ellos buscaban una modernidad contemporánea, delineada por doctrinas, tópicos e imaginería retro-clasicista.
La lista de este grupo de funcionarios, creadores, coleccionistas y políticos incluye a un enorme número de actores político-culturales. Dentro de los aficionados a las antigüedades, de perfil colonialista, incluyo a Genaro Estrada (Secretario de Relaciones Exteriores) , Manuel Romero de Terreros (director del Monte de Piedad); Artemio del Valle Arizpe, Manuel Toussaint (fundador del Instituto de Investigaciones Estéticas), Rafael García Granados, Luis Montes de Oca (secretario de Hacienda), Federico Gómez de Orozco y los coleccionistas de origen extranjero, estadunidenses o europeos, que coincidían en su apreciación por las antiguallas, internacionales, pero sobre todo locales: Frank Davies, Franz Mayer, Hans Behrens y Salomón Hale.
Todo indica que un antecedente es un grupo que en 1917 se conocía como “los colonialistas” y que en 1919 fundó Editorial México Moderno: Manuel Toussaint, Enrique González Martínez y Agustín Loera y Chávez; colaboraron Genaro Estrada, Jesús T. Acevedo, el arquitecto Federico Mariscal y los pintores Germán Gedovius y Saturnino Herrán. Con muchos de ellos Alberto J. Pani materializó proyectos de intervención cultural. Compartía un perfil como coleccionista de pinturas antiguas y clásicas, puesto que dedicó buena parte de su vida a rendir culto a los objetos provenientes del pasado. Gracias a su habitar cotidiano con antigüedades y a interactuar con otros conocedores, aprendió sobre estilos, técnicas y maneras de ver arte. Formó parte de un sector de la elite mexicana que atesoraba vestigios de una cultura material anterior y diferente a la nuestra, sin ser un consumo cultural hegemónico en su época, porque iba en contra de la preponderante tendencia patrilocalista, endogámica y nacionalista de esas décadas.
En muchos sentidos, Pani fue un “anacrónico caballero”, como categorizara el escritor y diplomático Genaro Estrada a un sector de la sociedad mexicana de su época, en el que se incluye a sus amigos y a él mismo, en su simpático libro Pero Galín. En el ámbito del coleccionismo y el anticuariato mexicano, el nacido en Aguascalientes no alcanzó poder simbólico en tanto figura de autoridad cultural, ni prestigio o liderazgo por su gusto estético; no obstante, en los años 20 y 30 del siglo xx aportó dos lotes significativos de pintura y gráfica, representando la última fase de ensanchamiento del acervo de lo que hoy es el Museo Nacional de San Carlos.
II
Las intervenciones de Pani en el territorio del patrimonio público de la nación fueron desde sus responsabilidades de funcionario de elite. Así, cuando fungió como secretario de Hacienda, vendió su primera colección al Estado. La había reunido en París, entre 1919 y 1920, durante su desempeño como diplomático. Negoció su venta vía un intermediario –prestanombres en realidad– al que, según él, le había vendido su acervo con anterioridad. En su condición de secretario de Hacienda fue el funcionario que firmó la transacción, claro, con autorización presidencial expresa. En los dictámenes de valoración estética participaron artistas cercanos al político: Diego Rivera, Roberto Montenegro y Gerardo Murillo, alias Doctor Atl, este último escribió el texto del catálogo respectivo. Incluso se acordó la realización de una exposición con las obras así anexadas a los acervos estatales. La operación se finiquitó en 1926 y gracias a ella se institucionalizaron 41 dibujos y 95 pinturas al óleo.
El reconocimiento que el funcionario esperaba cosechar nunca llegó. La opinión de la crítica de la época, sobre todo de los artistas activos, fue demoledora. Se cuestionó, sobre todo, la exagerada adjudicación de autorías de creadores de reconocimiento internacional a objetos que, cuando mucho podrían considerarse piezas de taller, de época o realizadas bajo la influencia de alguno de ellos. En la mayoría de los casos no se percibieron como obras originales, salvo excepciones y algunas no alcanzaban una categoría “museal”, o sea, en el programa decorativo de los espacios de representación de las elites en México, hogares u oficinas, podrían considerarse adecuadas, no para resguardarse de manera permanente en recintos públicos. Por supuesto, se trata de consideraciones no suficientemente argumentadas, emitidas con base en criterios ambiguos y que tenían como unos de sus objetivos atacar al político, siempre envuelto en rumores de escandalosa corrupción y de lo que entonces se llamaban “líos de faldas”. Así, se le acusó de pretencioso e ingenuo, una combinación letal cuando se trata del prestigio de un coleccionista de arte. Lo rescatable de este episodio es que, si bien aprovechó su cargo de ministro de Estado, entregó un conjunto de pinturas y ordenó su exhibición permanente, obras que hoy hemos revalorado con criterios diferentes a los que se instrumentaron a inicios del siglo xx. Por ejemplo, en 2018 llevé a cabo un proyecto de investigación que se materializó en la curaduría de la exposición Evocaciones en ocasión del 50 aniversario del Museo Nacional de San Carlos, espacio que resguarda ese acervo y que está especializado en obras categorizadas como “clásicas” y de procedencia europea donde, al analizar el perfil del ecléctico conjunto, resulta característico de un gusto social que dominó durante el siglo xx y los inicios del siguiente. A pesar de todos los cuestionamientos, la colección Pani representa una de las últimas aportaciones al proceso constructivo de los bienes patrimoniales de dicho recinto.
III
Alberto J. Pani como político buscó ser reconocido como promotor cultural, coleccionista y reformador de museos de historia y arte. Son acciones que forman parte de la personalidad pública que construyó a lo largo de su vida política y que lo configuraron como poderoso agente cultural. A inicios de los años 20 de la centuria pasada y desde la Secretaría de Relaciones Exteriores, acostumbraba enviar “como obsequio” de la institución, diversas pinturas a las entonces ruinosas Galerías de Pintura de la Antigua Academia de San Carlos, por aquellos años bajo la adscripción de la naciente sep. Eso ocurrió en 1922 en que entregó ocho lienzos adquiridos con dinero estatal.
Como ya mencioné, fue en su papel de diplomático, al representar a México en Francia (1919-1920), que inició su aproximación al arte y empezó a coleccionar pintura europea de los siglos xvi al xix. Al ser comisionado por segunda ocasión a París y dañada su imagen pública de coleccionista cuestionado en sus conocimientos estéticos, en sus memorias dejó asentados sus esfuerzos por formarse como restaurador aficionado, también con la expectativa de descubrir “obras maestras” rescatadas de las lóbregas bodegas de innumerables galerías europeas. Fue entonces que edificó una segunda colección de pinturas y editó un segundo catálogo; allí respondió a quienes lo habían criticado por la calidad de su primer lote pictórico.
Más aún, en 1927 decidió remodelar la embajada en París, para lo cual comisionó paneles decorativos de gran formato al pintor Ángel Zárraga (1886-1946). Años después ocupó la cartera de la shycpCP y, desde allí, se propuso para coordinar la conclusión de las obras de construcción del Palacio de Bellas Artes, en obra negra desde el porfiriato. Destinó un sustancioso presupuesto y optó por costosos materiales de recubrimiento del inmueble, mobiliario suntuoso y, sobre todo, reorganizó los espacios para usos y funciones diferentes a los previstos en las diversas fases de una edificación iniciada en 1904.
IV
La siguiente etapa de su gestión cultural sucedió entre 1932 y 1934, cuando con dinero público se autocomisionó para efectuar una compra de piezas para el fortalecimiento de los acervos públicos, dado que estaba trabajando en la conclusión del Palacio de Bellas Artes, donde adjudicó espacio para crear el primer museo dedicado exclusivamente al arte. Así, adquirió un lote de 18 pinturas, de las cuales catorce se catalogaron procedentes de España, más dos italianas, una alemana y una francesa. Esto es, los cuadros españoles totalizaron alrededor del 75% de lo seleccionado, según se desprende del texto de Luis Cardoza y Aragón y Xavier Villaurrutia, Catálogo de pinturas. Sección europea. Esta jerarquización corresponde con el guion curatorial del Museo de Artes Plásticas (map), inaugurado en septiembre de 1934, en el que de 300 óleos clásicos exhibidos poco más de 100 estaban clasificados como “escuela española”.
De hecho, este museo inicial reveló las tensiones existentes entre la vocación decretada por Pani y sus colaboradores, entre ellos el Doctor Atl, y las necesidades de representación del régimen. Es evidente que el programa curatorial se estructuró con base en nociones coloniales que acentuaban los puntos de contacto entre lo local y lo europeo. Diversos lotes de pintura clásica se ubicaron por naciones, atribuyendo la noción de “escuela” a las manifestaciones desarrolladas en cada país, tal como se acostumbraba en los museos tradicionales de la época. Al señalar a lo hispánico como el “punto de partida” de lo mexicano se dislocaron los postulados oficiales en boga, que preferían enfatizar la insularidad y la distinción de las corrientes artísticas internas.
Ya he escrito sobre mi convencimiento de que el punto de quiebre del Museo de Artes Plásticas de 1934 estaba situado en el pasado. Un sector de la intelligentsia mexicana, el que generó la política fundacional del recinto y que aquí vislumbro emblematizado por la figura de Alberto J. Pani, al concentrar protagonismo en las piezas europeas e imponer una visión conservadora e hispanista, reproducía postulados colonialistas articulados por el régimen anterior que contravenían las directrices nacionalistas que promovía el estado posrevolucionario.
Además. la segunda vez que dirigió la Secretaría de Hacienda, entre 1932 y 1933, entregó un conjunto de 18 piezas que escogió personalmente. Quiero destacar que fue con base en su gusto personal que seleccionó esas pinturas, que compró para el flamante museo ubicado en el Palacio de Bellas Artes, de las cuales 15 eran de origen hispano, dado que consideraban que esa escuela estaba pobremente representada en los acervos nacionales, lo que no hacía justicia a la importancia que esos modelos iconográficos habían desempeñado en la historia del arte mexicana.
De esta forma, la colección exhibida en museo inaugurado en 1934 se presentó como digno repositorio de los bienes patrios, con una combinación de piezas provenientes de la novohispana Academia de San Carlos sumados a los de la decimonónica Escuela Nacional de Bellas Artes. En consecuencia, se desplegaron en el espacio como documento visual de la continuidad del arte nacional, con inicios históricos en el periodo virreinal y excelsamente representada por renombrados artistas de la segunda mitad del siglo xix: el temascalcinguense José Ma. Velasco, su maestro de origen italiano Eugenio Landesio y sus dignos descendientes, entre los que destaca el prematuramente fallecido Saturnino Herrán (1887-1918).
La tormenta política estalló cuando Pani anunció que su siguiente objetivo sería reformar todos los museos del país y que, sobre todo, planeaba reacondicionar el Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, ubicado entonces en la céntrica calle de Moneda número 13. La protesta de su acérrimo enemigo político Narciso Bassols, titular de la cartera de la Secretaría de Educación Pública, lo obligó a renunciar. Por supuesto, sus argumentos se centraban en que las injerencias de Pani en asuntos ajenos a la Secretaría de Hacienda y que, de manera estricta, atañían sólo a la sep, eran intolerantes. Puesto a elegir entre uno y otro ministro, el presidente Abelardo l. Rodríguez, prefirió a Bassols. A pesar de su despido, Pani logró conservar su puesto de director general de las obras del Palacio de Bellas Artes hasta su inauguración en septiembre de 1934. Nunca –a pesar de sus reiterados intentos– logró regresar a la posición de funcionario público.
V
Lo más sustancial de sus acciones de inicios de los años 30 fue que propuso crear una institución museal dentro del Palacio de Bellas Artes. Para el montaje inaugural, reestructuró los acervos estatales, seleccionó piezas y, más aún, destinó otros presupuestos para la compra de pintura de caballete de los maestros europeos a los que les tenía devoción. Dejó anotado que en 1933 fue con representación oficial a Londres y que, una vez concluida esa misión, adquirió bienes artísticos con dinero estatal para constituir el acervo del “futuro Museo de Artes Plásticas”. Con ello, incrementó el patrimonio nacional y dispuso de obras suficientes, en calidad y cantidad, para nutrir dos sedes de exhibición: las antiguas Galerías de Pintura de la Academia de San Carlos y el nuevo recinto. Ello contravenía las políticas culturales hegemónicas que privilegiaban el arte de factura nacional.
Y es que, si bien el map nació por iniciativa de prominentes miembros de la clase política del nuevo régimen e intelectuales adscritos a la Secretaría de Educación Pública (sep) o la Universidad, estoy segura de que habían vivido un proceso de descolonización política, pero no estética. Las claves de su identidad cultural se habían forjado en su juventud, bajo el régimen porfirista. Era una generación de tránsito, nacida en las postrimerías decimonónicas, que en 1934 gobernaba, educaba e implantaba instituciones culturales. Incluso, esos gustos e intereses anquilosados, políticamente incorrectos, representaban a un alto porcentaje de la burguesía y las clases medias. Cuando este grupo desapareció de la escena política, esas colecciones cayeron en el olvido y fue hasta la segunda década de ese siglo que se revaloraron a la luz de la fundación del Museo de San Carlos, en 1968.
PARA SABER MÁS
- Pani, Alberto J. Apuntes autobiográficos (ed. facsimilar), t. 1, México, Inehrm, 2003. (Memorias y testimonios), vol. 1.
- Pani, Alberto J. y Federico E. Mariscal, El Palacio de Bellas Artes, México, Cvltvra, 1934.
- Visitar el Museo Nacional de San Carlos (Av. México-Tenochtitlán 50, Tabacalera, Cuauhtémoc, 06030 Ciudad de México, cdmx, 11:00 a 18:00 hrs., 55 8647 5800).