Laura Suárez de la Torre
Instituto Mora
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 62.
Como en toda época, los servicios de alimentación y hospedaje van de acuerdo con el bolsillo de la clientela. Un siglo y medio atrás, la diferencia la hacían el aseo y los ingredientes de cada platillo. Al lujo de pisar una habitación de los hoteles del centro se le sumaba la posibilidad de asistir a espectáculos como la ópera o el teatro. En cambio, pernoctar en mesones implicaba descansar, pared de por medio, junto al ganado.
Viajar en estos tiempos resulta muy fácil. Uno entra a la página de las plataformas en la web para buscar un boleto de avión, de autobús o de tren, o simplemente toma su auto y recorre la carretera que le interesa para llegar a destino. Ofrecen la posibilidad de encontrar habitaciones de hoteles o departamentos para rentar, ya sean caros o baratos, así como recomiendan sitios para comer en restaurantes de lujo o de a pie. Hay posibilidades infinitas de lugares a visitar y conocer. El turismo es una cuestión habitual y constituye en nuestro país uno de las fuentes más importantes de ingresos. Sin embargo, no siempre fue así. Viajar en el siglo XIX implicaba un gran esfuerzo y enfrentar, en muchas ocasiones, incomodidades, suciedad y desorden.
Los viajeros de aquella centuria se aventuraban a trasladarse de un lugar a otro por asuntos familiares, intereses de trabajo o cuestiones políticas, pero no tenían fines turísticos, lo cual se impondría tiempo después. Los viajeros que llegaban a la ciudad de México provenientes de ciudades y pueblos de provincia lo hacían en diligencias que conectaban las distintas plazas del país y padecían los sinsabores del viaje: malos caminos, el temor de encontrar ladrones, la incomodidad de los asientos, además de albergarse en sucios e incómodos mesones que encontraban en el camino y soportar revisiones de los serenos al llegar a las ciudades, entre otros muchos de los sufrimientos que conllevaba el emprender un viaje, aunque la diligencia servía también para hacer amistades.
Si el destino era la ciudad de México los viajeros al llegar se encontraban con una urbe de contrastes. El centro, un espacio bello por sus edificaciones majestuosas de la etapa colonial, por los conventos y ricas iglesias, por las magníficas plazas, por los agradables paseos, aunque muy poco salubre pues las inmundicias en las calles eran parte del paisaje citadino. Los suburbios se distinguían por la pobreza de la gente y de las casas, por los tendajones y pulquerías, por la suciedad. Sin embargo, en esa ciudad de contrastes los habitantes pobres o ricos, españoles, mestizos e indios, coincidían en distintos espacios para comprar, vender, rezar, pasear, habitar. La población citadina reconocía los lugares a los que se dirigía y sabía muy bien a donde se podía ir con confianza o evitarlos.
La independencia del país no cambió en mucho la vida en la otrora capital novohispana. La cotidianidad no se alteró mayormente, salvo cuando los distintos pronunciamientos políticos dejaban destrucción y muerte, como lo fue el Motín de La Acordada con el consabido saqueo del Parián en 1828, cuando el ejército invasor estadunidense sentó sus reales en la ciudad o durante las epidemias ‒1853 y 1850‒ que marcaron una dinámica diferente para los habitantes de la capital.
Pese a ello, la vida se desenvolvía con sus ritmos habituales a los que los viajeros se sumaban en el día a día. Esos foráneos, provenientes de otras localidades del país o del extranjero, tenían que alojarse, unas veces en las casas de sus parientes, de conocidos o en los pocos hoteles y mesones que existían en distintas calles de la capital. Asimismo, los restaurantes y figones les ofrecían la posibilidad de alimentarse durante su estancia. La ciudad les brindaba espacios para pernoctar y comer de acuerdo con las categorías (restaurant, fonda, cafés, figón y pulquería) por los que se pagaba mucho o poco dinero, lo que se reflejaba en las comodidades del lugar, la limpieza o en la calidad, presentación y variedad de platillos.
Los anuncios en la prensa nos dejan ver el cómo eran esos lugares, qué servicios ofrecían, los precios que cobraban y hasta qué situaciones se presentaron. Permiten hacernos una idea de cómo eran aquellos sitios para alojamiento temporal y qué tipo de amenidades ofrecían. Nos permiten asomarnos a la idea de ¿confort?, a los pasatiempos que podían disfrutar los huéspedes, la dimensión del lugar e incluso a la ubicación dentro de la capital. Del mismo modo nos acercan a la restauración al hablarnos de aquellos sitios en los que se ofrecía comida.
Avisos
El Hotel La Sociedad se anunciaba en El Monitor Constitucional de enero de 1845, ofreciendo sus servicios de esta manera: “…muy espacioso con más de cuarenta cuartos perfectamente amueblados. Correspondiendo a la hermosura y comodidad del local el servicio y atención que se prestará a las personas que habiten allí, para lo cual no se ha omitido medio ni gasto alguno”. Contaba con “dos hermosos salones, elegantemente adornados y con seis mesas de billar de pizarra construidas en Londres, que se asegura al público son las mejores que existen en esta capital”. Se encontraba situado en la calle de Vergara, una de las principales en la capital, en el local del Gran Teatro Nacional. Ello hablaba de los nuevos espacios que se erigían para el disfrute de espectáculos como ópera, teatro, danza, y para los viajeros con dinero que seguramente quedarían muy a gusto con los servicios que ofrecía el establecimiento.
El hotel Washington representaba otra opción para los viajeros. Ubicado en la calle de Tiburcio número 7 se había remozado para beneficio de los posibles “caballeros que gusten honrar este nuevo establecimiento” que había cambiado su nombre por Hotel París. Contaba con “piezas decentes y bien amuebladas, un buen servicio de mesas y local para admitir caballos de pensión”, como señalaba el anuncio de El Republicano del 22 de junio de 1846 y en donde se mencionaba también que el dueño había hecho una cuantiosa inversión para mejorarlo.
Sin embargo, no todo era como La Sociedad o el París y había otros lugares de menos postín para pernoctar, según las posibilidades de los distintos bolsillos. Así, se leía que, el Mesón de San Antonio, situado en el puente de Tezontlale, era uno de los de mayor capacidad. Ese mesón había estado muy descuidado y la finca deteriorada, como señalaba el anuncio del periódico del Monitor Constitucional de abril de 1845. Se pagaba poco, pero se sufría mucho más puesto que las paredes no estaban pintadas y carecía de agua potable. Dormir ahí debió haber sido una pesadilla, con el acompañamiento de alimañas que dejaban huellas y molestias en los cuerpos de los huéspedes.
Pero tener un mesón seguramente redituaba ganancias, como el mismo anuncio lo deja ver. Un nuevo dueño se había hecho cargo para mejorarlo y le había introducido agua potable, “construido una hermosa fuente y pilancón para agua delgada por una merced que se le ha concedido”, había pintado los cuartos y entablonado los pisos. Decía contar con “muebles necesarios como bancas, mesas, camas, caballetes para colocar las sillas y candeleros y clavijeros” y para los huéspedes que “necesiten cama habilitada de los necesario se han construido colchones de lana nueva y limpia, sábanas de crea, almohadas y cobertores; todo lo que se conservará en el mejor estado de aseo, y se proporcionará a precios cómodos”. De ahí que se reflejaran las mejoras al espacio en limpieza y comodidad, aunque dormir allí no era igual para todos, pues dependía de lo que se pagara.
Señalaba también que “los arrieros encontrarán todas las comodidades necesarias para sus atajos y carros” dado que ese espacio contaba con extensos patios, macheros amplios, “revolcadero para las mulas, bodegas amplias para encerrar cargamento o el hato si las necesitaren”. Era pues un servicio completo para viajeros y acompañantes que resolvía el problema a quienes traían no sólo personas, sino mercancías e incluso ganado. ¿Quién imaginaría ahora estar hospedado en un lugar, junto con el ganado?
Esos viajeros también podían encontrar distintos lugares para comer. Los que se hospedaban en La Sociedad podían disfrutar del servicio de la fonda de Tomás Laurent que ofrecía sus servicios a los clientes del hotel. De hecho, Laurent había comenzado ese negocio en su casa en la calle de San Francisco número 1, junto a la Profesa. En 1844 vendía conservas y embutidos y daban servicio de comidas, lo que ahora chocantemente denominamos catering. Así se lee en el periódico El Siglo Diez y Nueve del 7 de enero de 1844:
Siempre que se ofrezcan en las casas particulares comidas, tertulias, bailes &c., Tomás Laurent seguirá atendiéndolas con la misma eficacia y con tanta más comodidad cuanto que está ahora más que nunca provisto de hermosa vajilla y de cuantas conservas finas que se pueden apetecer, como las de buenos pescados, aves exquisitas y otros ricos guisados de Europa. Tiene también varias clases de jamones, quesos, encurtidos, salchichones y un surtido de vinos y licores como Chamapaña legítimo, Borgoña, Burdeos de todas clases, Madera, Jerez, Marrasquino, Curazao, Anisete, Rom, Coñac, Ajenjo, Ginebra de Holanda &c. […] y se encontrará siempre en su tienda un abastecimiento grande de pasteles, jaletinas, pastas, trufas, aceite, vinagre &c., a precios muy moderados.
Sabemos también por El Republicano que en la calle del Espíritu Santo número 8 se estableció una mesa redonda “en la que se servirá el almuerzo a las diez de la mañana y la comida a las cinco de la tarde, el todo con el mayor esmero y al precio de 25 pesos mensuales”. En Plateros número 5, muy cerca de la Plaza Mayor, el señor y la señora Dupont dedicados al negocio de la restauración lo habían trasladado a un nuevo local, donde tendría mayor amplitud y esmero en aseo y servicio para clientes nacionales y extranjeros.
Ese interés en señalar el aseo tiene que ver con la legislación que imponía a los propietarios de fondas y bodegones, pulquerías y tabernas, al señalar en el artículo 105, capítulo xvii de la Ley sobre ordenanzas municipales, que: “Cuidarán los ayuntamientos o alcaldes de que las fondas y bodegones se conserven aseados; de que ellas no se vendan carnes oliscadas, cuyo uso está prohibido y que los trastos que se use sean estañados con frecuencia o de barro”. Asimismo, la autoridad estaba al pendiente de que los propietarios no abusaran de los clientes a la hora de pagar. Así, por oficio del ayuntamiento se estableció: “En todas las neverías, fondas y cafés se pondrá una tarifa en las puertas de dichos parajes, que será rubricada por el señor regidor del cuartel y en ella expresaran minuciosamente los precios de todos los efectos que expendan y no se podrán cobrar al público más cantidades de las que se fijen en las tarifas”. Se advertía que quien infringiera este mandato, debería pagar una multa.
En los tiempos de la guerra entre Estados Unidos y México, la inquietud de los habitantes de la capital se deja sentir en los anuncios como el del Monitor Republicano del 12 de noviembre de 1847 sobre el arrendamiento del Mesón del Ángel, situado en la calle de la Balvanera número 4, con su fonda, sala de billar y muebles, justo después de que las autoridades y la población que lo habían podido hacer abandonaran la capital puesto que el ejército estadunidense se instaló en él.
De ahí que encontremos anuncios en inglés en The American Star del 18 de enero de 1848, de productos para los invasores que se adquirían: “En el Hotel de la Gran Sociedad, calle del Espíritu Santo, núm. 4. Una fina variedad de HABANOS y CIGARRITOS a precios moderados. En la BODEGA de la misma casa, se encontrará un excelente surtido de vinos y licores de todo tipo.”
En la medida en que la guerra llegaba a su fin la capital recobró poco a poco su curso habitual. El anuncio del Monitor Republicano del 22 de enero de 1848 sobre el restablecimiento del Hotel y Fonda de la Bella Unión deja ver esta realidad:
Madame Jay, tiene el honor de anunciar al público, que habiendo tomado la fonda de la sociedad conocida con el nombre de la BELLA UNIÓN situada en las esquinas de la Palma y Refugio, se ha esmerado en que el servicio y demás sean lo más delicado y decente que puede proporcionar esta capital, y para lo cual cuenta con una de las mejores cocineras francesas que han venido al país. Se servirá almuerzo en mesa redonda a las diez y media de la mañana y comida a la oración a 25 pesos mensuales.
También se servirán almuerzos y comidas, a todas horas del día a precios cómodos. Igualmente se servirán comidas de encargo para fuera y dentro del establecimiento, a precios convencionales. Para esto tiene la casa piezas independientes y muy cómodas.
Dicha fonda está a disposición del público desde el 9 de enero.
El Hotel arriba mencionado se acaba de restablecer por el nuevo propietario, y poner en un estado que lo coloca al primer rango de los de esta capital. Los hombres solos y los que no tienen casa particular, para su asistencia encontrarán aposentos muy agradables, muy bien amueblados y ventilados, servidos con todo el esmero posible.
Como se observa, los hoteles anunciaban sus mejoras como una vía de captar nuevos huéspedes. Entre ellos estaban profesores extranjeros que llegaban a la capital y anunciaban clases de teneduría o de francés y el hotel se volvía en el referente para encontrarlos. Así lo hizo Federico Gambú que se hospedaba en el hotel Bazar o el profesor Miguel Rufo que ofrecía clases de caligrafía y de teneduría en el Hotel de la Bella Unión, como se leía en los anuncios de El Universal de julio de 1851.
Tres años más tarde, El Universal del 19 de noviembre de 1854 publicaba la lista de las llegadas de los viajeros, su procedencia y el hotel al que se dirigían. Felipe Aramburu de Guaymas se hospedó en el Hotel del Progreso, Calle del Coliseo número 9; Lorenzo Velázquez de Maravatío se albergó en el Hotel del Turco en la calle de Coliseo Viejo número 22; Antonio Iturbe y J. Carbo de Toluca en el Hotel de la Gran Sociedad, calle del Espíritu Santo número 4, mientras que Andrés Moro, J. M Bernal, Luis Espinosa y A. Ortega estaban albergados en el Hotel de la Bella Unión, calle de la Palma número 2; en tanto que Manuel Sada y Ángela Orrio estaban en el Hotel de París, calle de Tiburcio número 7.
Los hoteles habían aumentado y los principales y más confortables se encontraban situados al poniente del Zócalo, donde los viajeros podían acudir a las iglesias como La Profesa o San Francisco; disfrutar del paseo de Bucareli, la Piedad, San Cosme y Chapultepec o ir al canal de la Viga; comer en los mejores restaurantes y cafés o asistir a las funciones del teatro Santa Anna; servirse de los baños del Hotel del Turco; visitar las tiendas de ropa o las dulcerías como la del Paraíso Terrestre; concurrir a la sastrería de Billard; comprar en la Nueva Zapatería Americana de la calle de Sta. Clara número 21 (hoy Tacuba), en las mercerías, librerías y repertorios musicales, que eran comunes en esos rumbos.
Justo en esa zona se hallaba la Fonda y café de Guillermo Tell, ubicado en la calle de Zuleta número 3 (hoy Venustiano Carranza), cuyo restaurante, señalaba El Universal de 16 de septiembre de 1854, estaba a cargo de Federico Guilleminot, exdueño de la Fonda del Progreso, “bastante conocido en la capital por su fama en el arte culinario” y quien ofrecía servicio en el local, pero también para aquellos que requirieran sus servicios para “toda clase de refrescos, ambigús y comidas particulares, bien sea para la ciudad o para algún día de campo”.
A bajo precio
Los mesones constituían la opción para quienes buscaban albergues económicos. Estaba el de San Pedro y San Pablo, el de Santa Anna, el de San Francisco o el de San Rafael que no ostentaban pomposos nombres sino tradicionales, no tenían comodidades ni mucho aseo. En esos se hospedaban los pobres y ellos también eran sitio propicio para la venta de carros y guayines, de ejes de fierro y de madera.
Para los huéspedes de esos albergues modestos, quedaban los puestos callejeros o los figones como opciones para comer. Estos últimos los había en diversas calles: del Indio Triste, Estanco de los hombres, Rejas de la Balvanera, San Pedro y San Pablo, Portal de Santo Domingo, Puente de la Mariscala, en la 2ª. Calle de la Pila Seca, en la de Venero. Fue en este, donde se perpetró un robo. El 3 y 4 de septiembre El Siglo Diez y Nueve y El Monitor Republicano de 1849 consignaron en la primera plana el hecho: “la dueña y las criadas fueron amarradas” y despojadas de todo lo que allí se encontraba. Pero esta no fue la única noticia que se publicó teniendo a los figones como escenario de transgresión.
En otro figón, ubicado en la primera de Mesones, un individuo amenazó a los comensales con una daga y un guardia tuvo que hacer presencia en el lugar para aprehender al malhechor, como lo refiere una pequeña nota en El Monitor Republicano del 29 de noviembre. En otra noticia de ese medio del 10 de marzo de 1850 se consignó que el guarda número 38 “a las nueve y media, a pedimento de María Soledad Tejada, dueña del figón situado en la primera calle del Rastro, aprehendió a un guardia nacional a quien acusó de excesos, pues que sólo entró ahí a destruir las sillas y los vasos del establecimiento” y en otra se menciona que dos arrieros se negaron a pagar lo que consumieron. Como se ve, los figones no se anunciaban en los periódicos, pero eran noticia constante. Aparecían en las páginas como atmósfera de novelas y sobre todo como notas policiacas en la sección Alumbrado y Gacetilla, ligados a robos de comida y a escándalos de usuarios.
Una ciudad de contrastes esperaba a los viajeros que llegaban a la ciudad y que tenían distintas opciones para alojamiento y comida, mismas que dependían de los dineros que tenían en sus bolsillos.
PARA SABER MÁS
- Almonte, Juan N., Guía de forasteros de México y repertorio de conocimientos útiles, México, Instituto Mora, 1997.
- Monsiváis, Carlos et al. Fernández de Calderón, Cándida (coord.), Casimiro Castro y su taller, Instituto Mexiquense de Cultura/Fondo Cultural Banamex, 1997.
- Consultar en la Hemeroteca Nacional Digital de México, en https://hndm.iib.unam.mx/consulta/resultados