Marisa Pérez Domínguez
Instituto Mora
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 54.
En pleno auge de la exportación de la fibra del henequén, la capital yucateca se vestía de gala a fines del siglo XIX para festejar el carnaval y dar muestra de una sociedad opulenta. Entre bailes, disfraces y alegría, se trataba de integrar a toda la sociedad, a pesar de la fragmentación, producto de desigualdades sociales, económicas y raciales.
Durante el régimen porfirista, el carnaval fue una de las manifestaciones festivas por excelencia en Yucatán, particularmente en Mérida. Durante este periodo, la figura central siempre fue el Rey Momo, personaje de la mitología griega que representa el sarcasmo, la ironía y la burla. Su fama fue tal, que la prensa nacional y local de la época comparó y equiparó estas festividades con las carnestolendas de la ciudad de México, París, Niza y Nueva Orleans, por lo que su celebración atrajo visitantes extranjeros y de otras entidades de la república.
El carnaval se trata de un periodo de regodeo y alborozo que, históricamente, se ha vinculado con la cuaresma católica, los días previos al miércoles de ceniza, cuando se renuncia a lo “carnal” para dar paso al ayuno, a la expiación y la continencia. Consiste en “comer bien antes de ayunar; entregarse a los placeres antes de cargar la cruz y hacer penitencia”.
En Yucatán, las fiestas del carnaval tradicionalmente se realizaban en los meses de febrero o marzo, dependiendo del año. Sin embargo, en dos ocasiones –1878 y 1905–, en lugar del regocijo acostumbrado ocasionó el disgusto de la población, en virtud de que uno de los días de las fiestas coincidía con el aniversario luctuoso del general Manuel Cepeda Peraza, quien había establecido la república en Yucatán y fue gobernador y comandante militar de la entidad. Por este motivo, las autoridades excluyeron las diversiones y paseos de costumbre, y en las otras jornadas de carnestolendas únicamente se consentirían actividades que no atentaran la moral y el orden público; de lo contrario, el decreto gubernamental establecía “disposiciones eficaces” y penas que se impondrían a los infractores de ese mandato. En las dos ocasiones mencionadas, la prohibición de la populosa y animada fiesta despertó severas críticas. Como señaló un periódico local, aquel duelo para muchos no tenía razón de ser y se tildó de arbitraria la medida oficial.
Pese a lo anterior, como apuntó La Ley del Amor, las carnestolendas de esos años se destacaron por su bullicio: “las familias, el pueblo todo, se divierte a más no poder, pero con sencillez, sin ultrajar los fueros de la moral; y a medida que las nuevas ideas de reforma y de progreso van avanzando, va desapareciendo la parte grotesca de aquella diversión clásica del paganismo”.
Previo a los carnavales meridanos, y en aras de evitar eventuales desórdenes y desgracias, la Jefatura Política de Mérida publicaba un bando relativo a las prevenciones que debían observarse durante los días de carnestolendas. En el mandato, se informaba a la población de la prohibición de todos aquellos disfraces que agraviaran a la moral pública o tendieran a injuriar o ridiculizar a alguna persona; se vedaba arrojar huevos, cascarones, aguas o cualquier otro objeto que pudiera molestar u ofender a los individuos o carruajes, bajo la pena de cinco a diez pesos de multa, que sería aplicada por la comisión de policía del Honorable Ayuntamiento o por el jefe político de Mérida. De igual manera, y con el fin de impedir desdichas derivadas de la aglomeración de transeúntes y carros, se establecía el trayecto que estos recorrerían. En este mismo sentido, se avisaba a los “paseadores de caballo y de carruajes” la obligación de matricularse con la debida anticipación al paseo, para lo cual debían recoger su “competente” número de orden, haciéndolo patente a la policía para evitar sufrir “el bochorno” de ser llevados a la estación respectiva y tener que cumplir en ella las sanciones que establecía el arancel de arbitrio vigente.
Publicadas las medidas para que imperara el orden y la tranquilidad públicas, los carnavales meridanos, como anunciaba la prensa, no sólo constituían el “indicio de segura prosperidad”, sino que eran “una terrible locura que invadía todos los círculos sociales de una manera agradable” y, según dio cuenta el corresponsal del periódico La Patria, las mujeres “de esta tierra de fuego” se exhibían vestidas de distintos modos: “La distinguida señorita que en los salones se viste de seda, gasas, y encajes de Bruselas, ostentaba un hermoso traje de mestiza, hipil ricamente bordado con escote decente y una falda corta: todo de tela fina y blanquísima, adivinándose tras de tan ligero traje escultóricas y delicadas formas; mientras que, por otra parte, la vendedora de frutas, ciñe el traje de salón con el donaire de una dama del gran mundo.”
Bailes, estudiantinas y comparsas
Al inicio de cada año, fuera de los espectáculos teatrales, las diversiones públicas de la sociedad meridana comenzaban a ser los bailes; al principio solemnes y discretos, poco concurridos, pero avanzada la época del carnaval, se hacían bulliciosos, alegres y animadísimos: “La vida en Mérida, desde febrero hasta el miércoles de ceniza, era un danzar infinito.”
Como parte de los preparativos de las fiestas del Rey Momo, en las casas particulares se organizaban las llamadas escoletas o bailes de ensayo, donde la juventud meridana practicaba danzas caídas en desuso. Ejemplo de ello eran la varsoviana, de origen polaco y variante de la mazurca, que se bailaba en Francia, en las Tullerías, a mediados del siglo XIX la Saratoga, baile figurado, el pas à quatre (paso de cuatro) y, desde la década de 1870, el baile gitano, la danza árabe, la rumba cubana y diversiones como el chinesco, las bambas y la guaracha, incluidos por diferentes grupos de inmigrantes extranjeros que contribuyeron “a aumentar la alegría” de los carnavales.
A esa misma tarea se daban las estudiantinas, formadas por jóvenes de las principales familias de la ciudad que ensayaban una gran variedad de canciones acompañadas de sus guitarras y/o mandolinas. En 1880, por ejemplo, destacó la organizada y dirigida por el profesor Primo Encalada, que portaba trajes costosos, totalmente negros, de pana y otras telas, como un adorno de encajes muy blancos y “caprichosamente” rizados alrededor del cuello, un lazo de cintas en un brazo, unos con el bicolor del pabellón español, y otros con el tricolor del pabellón nacional mexicano y sombreros en forma de empanada adornados con vistosos ramos. De hecho, algunas personas aseguraban que se trataba del traje que portaron en París los estudiantes de la Universidad de Salamanca, España, que asistieron a la exposición de 1878 y habían hecho furor en los teatros en donde cantaron.
Las comparsas carnavalescas que invadían las calles con su música y bailes también fueron típicas de los festejos. En Mérida, se caracterizaron por “su envidiable armonía y orden increíble, visitando casas, donde eran obsequiados con la franqueza y generosidad de los yucatecos”. Se distinguían por revivir los bailes y cantos populares de origen maya, como los xtoles, las jicaritas, los palitos, de negritos, las cintas, entre otros, ataviados “con vestidos de plumas y conchas del mar prendidas en ellos y otras muchas comparsas, recorrían las calles con sus respectivas orquestas perfectamente completas y organizadas”.
Durante los días del carnaval, la capital yucateca abandonaba todas sus actividades comerciales para consagrarse de lleno al regodeo y la diversión, lo cual significaba para los sectores más pudientes de la población el dispendio de miles de pesos. En las carnestolendas, como señaló el periódico La Patria, “el joven, como el viejo; el pobre, como el rico, todos al par se divierten, cada cual a su modo y en su esfera; las privaciones y economías de todo un año, van a vaciar con el poder del oro, los cajones y aparadores del comercio, en que las telas finas y de fantasía apenas son suficientes para la descomunal demanda que en esta época alcanza”.
Las sociedades coreográficas
La prensa de la época fue insistente en que las fiestas del carnaval en Mérida eran ocasión para la mezcla de los distintos estratos sociales, incluyendo la población indígena. En sus páginas se recalcaba que la sociedad yucateca era una sola familia, en días donde “la gente honrada se unía y formaba sus sociedades, organizaba sus diversiones y a ellas iban las familias seguras de encontrar distracciones sumamente ordenadas y positivamente dignas de cualquier país y de cualquier sociedad moralizada y culta”. No obstante, las notas y crónicas ponían particular atención en dos grandes sociedades coreográficas: El Liceo de Mérida y La Unión, que competían entre sí para procurar los bailes más espléndidos, los mejores paseos y presentar al grupo más destacado de señoritas con trajes lujosos. Como informó La Patria, ambas eran las encargadas de los bandos carnavalescos y bailes respectivos, preparando para el efecto sus amplios salones, “sin omitir gasto alguno, hasta llegar al derroche por competir en lujo, decencia y elegancia”.
El Liceo de Mérida, constituido en 1870, era de orientación conservadora y estaba formado por el sector de la sociedad que se distinguía por su riqueza: hacendados, banqueros y propietarios de empresas. La Unión, por su parte, fundada en 1857, se componía mayoritariamente por abogados, médicos, escritores, ingenieros, estudiantes, pequeños comerciantes y funcionarios de pensamiento liberal. Al respecto, el escritor Ermilo Abreu Gómez estableció que las diferencias entre las sociedades eran que, “en la primera figuraban los aristócratas y en la segunda los burgueses. Esto es lo que creían los socios. Pero no había tal: en la primera figuraban los comerciantes que vendían al por mayor y en la segunda los comerciantes que vendían al por menor. Todo era cuestión de dinero.”
Las sociedades mencionadas eran las más representativas de la Mérida porfiriana y alrededor de ambas giraba la organización de las fiestas, aunque existían otras que también ofrecían bailes a sus miembros, “pudiéndose decir que representaban toda la escala social, en todos sus matices”. Entre estas merece la pena destacar Paz y Unión, y Recreativa Popular, fundadas en 1887 y 1891, respectivamente, y que estaban formadas por “mestizos”, trabajadores manuales, artesanos en su mayor parte, llamados así en Mérida por vestir el traje típico y sin especificar una clasificación racial; se trataba de “una diferenciación en el traje, que sirve para fijar el aspecto demográfico de la población y tiene un sentido más bien de categoría social”.
Estas sociedades, a diferencia de El Liceo y La Unión, carecían de inmuebles propios, pero, para efectos del carnaval, arrendaban las mejores viviendas de la ciudad y las engalanaban lujosamente, convirtiéndolas en espaciosos salones de baile. Al respecto, el periódico El Mundo publicó que se trataba de un carnaval aparte, pues “por un sentimiento de dignidad que los enaltece nunca invitan a tomar parte directa en sus reuniones a quienes no visten el traje de ellos”.
Así, si bien las fiestas del Rey Momo estaban destinadas para el regocijo de toda la población, la segmentación de la sociedad hizo que las notas y crónicas plasmadas en la prensa priorizaran a las organizadas por los grupos económica y socialmente más aventajados. No obstante, también las de los mestizos ocuparon algunas páginas, sobre todo aquellas autografiadas por autores foráneos, visitantes a los que les llamaron vivamente la atención las costumbres locales. De los bailes de El Liceo, por ejemplo, destacaban que, para dar mayor resplandor a sus fiestas, hicieron traer de París “lámparas de cristal de Bacará para luz eléctrica, que, dispuestas convenientemente, hacían el complemento en la elegancia del decorado de los salones que ofrecían un aspecto de galanura y belleza deslumbradoras”. Se enfatizaba lo espléndido de los trajes de fantasía de las señoritas y la rigurosa etiqueta de los señores: fracs, guantes blancos y paños de colores, con pantalones a la época de Luis XV; las jóvenes portaban “vestidos y adornos de gran costo y extraordinariamente bellos por la variedad de caprichos que supieron ejecutar, así en las formas del vestido, de los peinados y de sus composturas, como que realzaba esa belleza proverbial de nuestras compatriotas”.
De La Unión, la prensa hacía hincapié de que se trataba de una sociedad “altamente democrática”; que sus salones eran “un verdadero edén, con la elegancia de la sencillez de su decorado, obra del buen gusto y arte”, y que en su recinto aceptaban a gente que tenía por norma la honradez y la buena educación, principios que garantizaban “la más franca y fraternal animación apadrinada por el respeto”. De sus asistentes, las publicaciones referían el “mar de bellezas, un acumulamiento de señoritas, que dejaba perplejo al espectador, apenas podía darse un paso sin quedar deslumbrado, extasiado en la contemplación, ya de unos ojos, ya de una boquilla, ya de un todo de mujer, de un conjunto seductor”, y en relación al vestuario, se enfatizaba la variedad de telas: “costosas unas, modestas y sencillas las más”, y se hacía hincapié en los vestidos, adornados todos “con ese gusto que solo sabe tener la mujer para hacerse admirar, para hacerse querer”.
En relación con Paz y Unión, la de los “mestizos”, la prensa refería el lujo y decencia de sus salones, con “vistosos adornos colocados en las paredes, pilares y arcos de la espaciosa galería en que se verificaba el baile”, así como las buenas maneras de los concurrentes, que eran “el testigo mejor de la civilización de la clase obrera, del pueblo verdadero de Yucatán, en cuyo bando, las simpáticas mestizas, con sus vistosos ternos hipiles, eran la admiración de los viajeros, por su aseo y limpieza en el vestido, con alhajas y joyas que se podían evaluar en 150 pesos”; y los asistentes “vestidos con ese traje peculiar del país, blanco como el ampo de la nieve y vistosos adornos”. Se insistía que la clase obrera que la formaba era el testimonio más expresivo de los adelantos y cultura a que la gente del pueblo había llegado a través de muchas vicisitudes: “Pueblo trabajador e incansable, morigerado en sus costumbres, desprovisto del instinto de criminalidad que hace temible a esta clase de gente, de un aseo exquisito en el vestir, de educación hasta cierto punto avanzada, todas esas cualidades hacen del hijo del pueblo, un ciudadano útil que honra a su suelo y a su patria: así es el pueblo yucateco.”
En cuanto a los bailes de Recreativa Popular, en 1890, como señala Manuel Larrañaga y Portugal, un periodista de la capital del país: “El local de la ‘Recreativa’ es amplio y hermoso. Se puede decir que es elegante: espaciosos salones con piso de mosaico, sillería austriaca y en los muros ricas lunas francesas; y los salones y corredores llenos de parejas de traje pintoresco.” Continuaba su nota apuntando: “Las parejas en número de cien, trescientas o más, bailan con rara corrección y es de notarse que allí no hay un mestizo que se embriague, no hay una boca que deje escapar una palabra mal sonante, una mirada o un gesto que puedan ofender el pudor de una virgen mestiza.” Cerraba diciendo que la alegría era “desbordante, pero siempre encerrada en los límites de la más notable corrección. Se diría que se asiste a una fiesta de aristócratas”.
Que los corresponsales de los periódicos de la capital del país procuraran un espacio en sus crónicas y reseñas a las sociedades de mestizos, junto a la de los “aristócratas” de La Unión y El Liceo, pudo responder a varios motivos: el gusto por revelar a su público lector lo “autóctono” y “exótico” del lejano Yucatán; evidenciar que el régimen porfirista había logrado “regenerar” y elevar las condiciones de vida y cultura de los artesanos y demás miembros de las clases populares del estado y, tal vez, hacer una crítica muy velada a los afanes de aristocratización de sociedades que, como las mencionadas, se esforzaban por mostrarse refinadas y opulentas.
En suma, las fiestas del Rey Momo en la Mérida porfirista fueron muy sonadas y atractivas para propios y extranjeros, ostentaron públicamente la riqueza generada por la exportación de la fibra de henequén a los mercados internacionales, “el oro verde”, pero también fueron un espejo de la fragmentada sociedad yucateca, producto de las desigualdades sociales, económicas y raciales.
PARA SABER MÁS
- Caro Baroja, Julio, El carnaval, Madrid, Alianza, 2006.
- Irigoyen, Renán, Antiguos carnavales de Mérida, Mérida, Yucatán, Talleres Gráficos/Zamná, 1961, en:https://cutt.ly/WmNHr01
- Martín Briceño, Enrique, Allí canta el ave. Ensayos sobre música yucateca, Mérida, Yucatán, Gobierno del Estado de Yucatán/Secretaría de la Cultura y las Artes/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014, pp. 84-107.
- Rosado Vega, Luis, Lo que ya pasó y aún vive. Entraña yucateca, México, Editorial Cvltvra, 1947, en: https://cutt.ly/MmNHa6p