Rosalía Martha Pérez Ramírez – Instituto Alfonso Vélez Pliego, BUAP
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 16.
¿Quién no recuerda alguna película en la que una carta lo decidió todo, como aquella que le rindió homenaje a un amor trágico durante la guerra contra los franceses? Se llamó Una carta de amor y en ella Jorge Negrete, en el papel de oficial del ejército republicano le escribe a su esposa antes de ser pasado por las armas. En novelas, radio novelas, cuentos y relatos históricos o policíacos una carta o un legajo de cartas ocasiona suicidios, cárcel, la pérdida del honor… ¿Alguna vez pensó usted que alrededor de la célebre batalla del 5 de mayo se escribieron cartas comprometedoras, y algunas en lenguaje cifrado? La noche de la victoria de Zaragoza fue interceptado un mensaje que salía del campamento francés urgiendo la presencia del general conservador José María Cobos. ¿Quién lo enviaba? Una buena película podría empezar con el mensaje interceptado, pero sugiero dejarlo para la última escena, o el último párrafo de este breve texto.
Multitud de cartas comprometedoras que tuvieron que ver con la intervención de los franceses en México y con la batalla del 5 de mayo de 1862, se escribieron hace siglo y medio. A pesar del tiempo que ha pasado, todavía se desprende de ellas un halo de intriga y quiérase o no, siguen siendo comprometedoras para sus autores, los cuales acababan de perder la guerra de Reforma contra Juárez. Las escribieron con el anhelo de cambiar la suerte de un país cuya dirección no se resignaban a perder; muy grande fue su desesperación por la entrada triunfal de los liberales en la ciudad de México y por el recrudecimiento de las persecuciones contra los derrotados. Las cartas que vamos a leer, por lo menos en parte, provienen de uno de los bandos en pugna, el autodenominado grupo reaccionario. Por mi parte, asumo la sinceridad de un testigo de estos hechos, el poblano Tirso Rafael Córdoba, quien retrató a los conservadores como “hombres que amaban de corazón a México”, y lamentó “las desgracias extremas que [los] impulsaron a implorar de la nación más gloriosa de la tierra [Francia] un auxilio poderoso y vital”. Pero la lectura de estas cartas revela que no siempre hubo pureza de intenciones, pues destilan deseos de protagonismo, intolerancia y burda competencia entre ellos.
Tales misivas fueron escritas por muchos corresponsales y sería imposible mencionarlos a todos, así que propongo revisar algunas, enviadas o recibidas por mexicanos conocidos internacionalmente como “los emigrados”, los cuales habían sido empleados de legaciones de México en el extranjero desde la última dictadura de Santa Anna, quien desde entonces les dio la encomienda de conseguir un príncipe extranjero. También provienen de otros personajes que fueron expulsados o desterrados por distintas razones y se agruparon en torno a la vieja idea de instituir una monarquía en México presidida por un príncipe europeo, o quizá por algún mexicano.
Esas cartas cruzadas entre los emigrados y otros personajes de su partido buscaban la manera de allanar el camino a la intervención extranjera, todos urgidos por el apremio y el deseo ferviente de que los liberales mexicanos fueran derrotados y muestran, a quien lo quiera ver, la exacerbación de sus pasiones y los deseos de gloria personal, sentimientos que se confundieron con la gran crisis del partido conservador que sobrevivía solamente en torno a una utopía: que un país extranjero viniera a salvar a México de los bárbaros liberales, como los veían ellos. No era otro el propósito de la campaña francesa y por lo tanto, de la batalla de Puebla, según creyeron erróneamente.
Siglo y medio después podemos leer estas cartas con respeto, pero es probable que no sintamos el mismo apremio con el que se pensaron ni la sensación de peligro que los obligó a firmarlas con nombres supuestos y enviarlas o recibirlas a través de terceras personas. Algunas están escritas con desesperación; otras con rabia por las traiciones de sus socios en esa empresa y algunas más muestran la labia de sus autores, como el general Santa Anna. Eran tiempos de guerra, y no hay que olvidar que en la guerra cabalgan los jinetes del Apocalipsis. Observaremos que no solamente el poder corrompe, sino también la ambición de poder, por explicables que puedan ser estos deseos dentro de una ideología y su particular visión del parto de una nación. Votaría porque la lectura de estas cartas prueba su desesperación ante las eras de poder perdidas.
Sabemos que cada bando llamó al otro traidor, pero no considero que podamos conformarnos con su propuesta de que la salvación del país sólo la podría hacer un príncipe extranjero. La revisión de esta correspondencia revela cómo un grupo de mexicanos se vio envuelto en la desesperación cuando el héroe que, sin lugar a dudas, fue Ignacio Zaragoza, demostró la superioridad del ejército mexicano al vencer en los tres asaltos intentados por los franceses, al mando del conde de Lorencez, a su bastión de Guadalupe; que esa victoria fue el resultado de las modificaciones acertadas del valiente general mexicano a sus posiciones, en plena acción; del orden con que mandó apoyar los puntos en riesgo, moviendo al conjunto acertadamente por cinco horas, atacando y defendiendo con precisión, eficacia y valentía. Eso fue para ellos una derrota, pero hay que preguntarnos ¿quiénes eran esos personajes que tanto lamentaron el triunfo mexicano?
Misterios insondables reposan en el fondo de la historia. Hubo un acontecimiento increíble en los momentos de la batalla… sólo puedo decir que un prisionero mexicano de nombre Luis Nava, que iba a ser pasado por las armas en el campo francés, pudo ver e informar después a Zaragoza que en ese campamento estuvieron mirando la batalla el general mexicanoJuan Nepomuceno Almonte (el Juan Pamuceno de las canciones de los chinacos) y un grupo de poblanos: el padre Francisco Javier Miranda, el general Antonio Haro y Tamariz, el padre Villalobos, el gobernador de la mitra de Puebla y un López de Amozoc ¿qué hacían militares y religiosos mexicanos en el campo francés? Estaban esperando avanzar en seguida a la ciudad de México y tomar el poder, seguros de que Juárez había salido corriendo de la capital por miedo a los franceses, y luego concederle el trono al archiduque. Pero no eran los únicos mexicanos deseosos de encumbramiento por esa hazaña, y quien quiera saber más de ese “grupito” puede leer libros sobre el general Juan Prim, dado que los altos comisionados de la llamada Triple Alianza habían roto los acuerdos entre ellos apenas unas semanas antes a causa de la entrada al país de esos emigrados y de la necedad del general Lorencez de no reembarcarlos, como lo exigía el gobierno de Juárez y lo pedían sus socios de Inglaterra y España. Él respondió que Almonte era “honrado con la benevolencia de Su Majestad” y prefería romper la alianza y todos sus acuerdos antes que reembarcarlo, y tampoco a los otros, pues esperaba mucho de ellos lo mismo que el emperador Napoleón III. Sin embargo, sabemos que cinco horas después del cañonazo que anunció el inicio de la batalla ese grupo cayó de su gracia y junto con ellos muchos falsos supuestos sobre México y los mexicanos. Sucedió lo increíble: Francia había sido derrotada.
Tampoco eran los únicos personajes que participaban en esta intriga internacional, pues varios diplomáticos urdían, organizaban y se disputaban entre sí el llamado negocio de la intervención (negocio significaba asunto en ese tiempo) desde Roma, París, Nueva York, Madrid y el castillo de Miramar: José María Gutiérrez de Estrada y José Manuel Hidalgo y Esnaurrúzar, ambos máximos impulsores de la monarquía extranjera en este país; Antonio López de Santa Anna “desde su exilio en la isla caribeña de Santo Tomás” y una cauda de ayudantes y socios. Otro grupo que participó en la intriga pero que no estaba al tanto de las maquinaciones que desde hacía años unían a los anteriores era la cúpula militar conservadora, que lejos de pisar alfombras pasaba hambre en los frentes de batalla: Félix Zuloaga, presidente por el golpe de Tacubaya; su sucesor en la presidencia, Miguel Miramón; el jefe máximo de las fuerzas reaccionarias, Leonardo Márquez, y muchos otros. Lo más interesante en este breve texto es que la pista de sus actividades nos conduce a algunas explicaciones de los errores tácticos que el general Lorencez cometió frente a Puebla, frente al cerro de Guadalupe, frente al general Zaragoza y para vergüenza de Francia, frente a la historia.
Uno de estos personajes es el doctor Francisco Javier Miranda, rijoso párroco de la diócesis poblana, ex diputado y miembro prominente del partido conservador, al que habían exiliado los presidentes Juan Álvarez e Ignacio Comonfort por abrir paso a la última dictadura del general Santa Anna, según explicaciones que Miranda dio en un libro en el que hizo su defensa. En él se declaró inocente y víctima del gobierno y el partido liberal, de los que se expresaba en los peores términos y cuyo desprecio fue sin duda un mal ejemplo para los oficiales franceses que se burlaban igualmente del ejército mexicano. Este doctor de la Iglesia mantenía relaciones con Santa Anna, al que en las películas vemos ya viejo y con su pata de palo, pero en su juventud fue muy apuesto; y también con el citado Gutiérrez de Estrada. Según expresan algunas cartas, este último se sentía muy dolido por las preferencias que Napoleón III, a quien la historia ha llamado el pequeño, tenía por Almonte (Juan Pamuceno) y eso fue motivo de rivalidad entre ellos, al grado de que instó al exiliado Santa Anna a presentarse en el teatro de los hechos. Ni tardo ni perezoso, éste le respondió en una carta reservada del 15 de octubre de 1861: “desde la profanación de nuestros templos me he decidido a ser el vengador de tan sacrílego ultraje… pronto estará en México”. Gutiérrez le respondió: “Usted… debe tomar las riendas del gobierno… desbarate usted los planes de Prim y Miramón (que explicará adelante)”. Pero Santa Anna no pudo entrar al país.
Estaba también el joven general mexicano de ascendencia francesa, Miguel Miramón, quien se concebía a sí mismo como el monarca que necesitaba México y por esos sueños era enemigo declarado de todos los anteriores. En su exilio se topó con la intriga francesa; decidió venir a México, trató de desembarcar en Veracruz bajo un pseudónimo que nadie le creyó y no pudo hacerlo. Otro personaje en esta intriga es el joven y encantador diplomático José Manuel Hidalgo, tan experimentado en su oficio que causa sonrojo leer lo que escribió al padre Miranda desde París sobre Miramón, el 30 de noviembre de 1861: Miramón ha salido de aquí furioso…contra la intervención que se ha hecho sin consultarle. Riñó con el Sr. Gutiérrez de Estrada…quiso ver al Emperador pero Almonte se negó a pedir la audiencia… los periódicos mencionan el terrible desaire. Y se atrevió a escribir al propio Miramón: En Madrid decía usted que para monarca ahí estaba usted… Tenía hasta preparada la diadema para su esposa…que regresa a Mexico porque los intervencionistas no sabrían a quién dirigirse…que la idea monarquista ¡me trae extraviada la razón!
Pues resulta que el aludido general no se quedA? con las ganas de reclamar a su vez al padre Miranda el 5 de noviembre 5 de 1862: ai???A?TendrA? usted inconveniente en decirme… cuA?les eran las miras polAi??ticas que supo usted llevaba yo a la repA?blica cuando se me impidiA? desembarcar en Veracruz por la marina inglesa?ai??? Y es que se enfureciA? cuando supo que el padre habAi??a aconsejado impedir su ingreso al paAi??s. El negocio de todos ellos era traer a Maximiliano, no coronar a MiramA?n y a su esposa, como Ai??ste soAi??aba.
Sin embargo, la victoria de Zaragoza cayó como una lápida sobre todos ellos, aun cuando temeroso de que algo semejante sucediera, Gutiérrez de Estrada había dispuesto un recurso extraordinario: “si la expedición por una desgracia imprevista no da el resultado que se apetece, el doctor Miranda procurará sacar el mejor partido… una presidencia vitalicia, o una dictadura de diez años”, según escribió en un manual con el que regulaba las actividades del religioso, y naturalmente que Miranda esperaba sacarse ese as de la manga. Pero sucedió lo que no se esperaba: la derrota francesa ocasión una guerra entre él y Almonte, a un grado tal que escribió a Santa Anna: “No se detenga usted para decidirse por el movimiento iniciado a favor de Almontea –a quien se proponía como jefe máximo-, pues la incapacidad de este general hará perder todo lo que he construido”. El diablo dictó la respuesta del colmilludo Santa Anna: “Mi presencia allá en estas complicadas circunstancias me desprestigiaría”. Y conforme se complicaba la trama, el descontento entre ellos también subía de tono.
Ante un negocio tan confuso, el general en jefe del ejército nacional reaccionario, Leonardo Márquez, escribió a Miranda: “Me avisa una persona… que… se han de seguir las instrucciones de usted… [pero] estando establecido el gobierno [conservador] es el único que debe hablar”. Y ya porque quería que aceptara o como un gesto indicativo de la posición subordinada que le correspondía, le envió el nombramiento de ministro.¿Apostarían a que Miranda lo aceptó? Su respuesta llegó desde Veracruz: “no puede figurarse cuánto he trabajado para que los aliados reconociesen al gobierno que usted preside” (lo que era una gran mentira). Así las cosas, Miranda anotó a Márquez entre sus enemigos.
Hacía meses que el cura poblano se mostraba desesperado. Había escrito a Gutiérrez Estrada: “Jurien de la Graviére [jefe de la expedición francesa]…es la nulidad más grande, el hombre más débil, versátil e irresoluto…que él [Jurien] no podía decidirse por un solo partido, que Maximiliano no podía ser emperador de un partido sino de la nación…he sido engañado miserablemente”… Para colmo, su hermano Rafael le había informado el 20 de marzo desde París: “El almirante ha escrito aquí diciendo que han sido engañados que no hay en México tal partido conservador, que es menester hacer la guerra… a pesar de todo el emperador sigue firme… van ya más tropas”. Y no puede ignorarse la carta del general Bruno Aguilar a Miranda del 12 de febrero: “Por Dios que urja usted para que se muevan [los franceses] y que sea hasta esta ciudad [de México] si no somos perdidos”. Por todo esto los mexicanos que estaban en el campamento francés imploraban que la capital fuera tomada y para eso era indispensable derrotar a Zaragoza en Puebla. Lo prometido es deuda: un correo que salió del campamento francés en la noche del 5 de mayo fue interceptado y entre sus ropas se encontró un papelito en el que el padre Miranda llamaba desesperadamente al general conservador José María Cobos, instándolo a que esa misma noche fuera tomado el fuerte de Guadalupe, importándole un comino que los franceses estuvieran llorando su derrota y la muerte de dos oficiales de alta graduación.
PARA SABER MÁS:
- ANTONIA PISUAÑER LLORENS y AGUSTÍN SÁNCHEZ ANDRÉS, Una historia de encuentros y desencuentros. México y España en el siglo XIX, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2001.
- LUIS RAMÍREZ FENTANES, Zaragoza, Puebla, Gobierno del Estado, 2012. CATALINA SIERRA y AGUSTÍN YAÑEZ, Puebla a cien años del 5 de mayo de 1862, Puebla, Gobierno del Estado, 2012.
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