En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 50.
En su mirada taciturna y una parada inquieta –como si acabara de pasar por el puesto de periódicos y se dispusiera a ir al café con los amigos, pero que se encontró con el fotógrafo de la ciudad y lo puso a posar–, este hombre bien podría pasar por comerciante, hacendado o director de escuela. Estoy de paso, apúrese amigo –parece decir–, que el sol quema y no traigo este sombrero de adorno. Se lo ve relativamente joven, apenas pasados los cuarenta años.
No se trata de un vecino anónimo de la colonia Roma, de la ciudad de México, si a la arquitectura de la casa a sus espaldas nos remitimos; ni tampoco de San Antonio, Texas, donde fue tomada la imagen. Aureliano Urrutia Sandoval tenía poco tiempo en esta última ciudad, un lugar al que al parecer llegó por casualidad. Había querido huir a Alemania, pero sus amigos del gobierno estadunidense lo convencieron de irse a tierras más cercanas.
Detrás de esa imagen algo melancólica, había un médico cirujano que pronto se hizo célebre en Texas, desde que llegara en 1914, aunque también muy conocido en México en esos tiempos. Tuvo el mal tino de creer en alguien –aunque no se le conoce autocrítica por eso– y de regalarle su prestigio en la medicina con un cargo público que terminó por granjearle más odios que apoyos; abundantes polémicas y enemistades y, al final, catapultarlo al exilio.
Para 1913, siendo amigo del general Victoriano Huerta, a quien salvó la vida en dos ocasiones, el doctor Urrutia terminó sirviéndole tan sólo tres meses de su gobierno funesto. Un tiempo corto, aunque suficiente para modificar radicalmente las percepciones que se granjeó en más de dos décadas brillantes en la atención de pacientes y como director de la Facultad de Medicina. Ubicado en el lugar más inconveniente de la historia, vistos los resultados de confiar en un proyecto en el que se cometieron decenas de crímenes de Estado, Urrutia no podría despegarse nunca más de la imagen de responsable de los asesinatos que le acusaron sus adversarios políticos mientras estuvo a cargo de la Secretaría de Gobernación en ese centenar de días. Refugiado en San Antonio ocho meses después– hasta crímenes posteriores a su renuncia le fueron endosados–, evitó pisar el país nuevamente; aún en 1944 las heridas seguían abiertas y se pedía juzgarlos penalmente. Aquellos días oscuros terminaron por marcar una vida de 104 años, insuficientes, quizá, para curar las heridas de una mala elección.
Darío Fritz