Samantha Hernández Quiroz
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 50.
En su historia, las pulquerías fueron espacios públicos para beber, pero también para divertirse y comer. Tanto para hombres como para mujeres. Las reglamentaciones y sus prohibiciones durante cuatro siglos no lograron más que fortalecer su tradición y convertirlas en una señal de identidad mexicana.
Las pulquerías fueron descritas por cronistas y escritores costumbristas mexicanos en el siglo XIX como lugares que permitían contrastar la alegría con la tristeza de alrededor. Fungieron como esferas para la sociabilidad de los sectores populares, pero en un claro antagonismo, las reglamentaciones oficiales intentaron frenar dicha costumbre. Así, durante varios años se crearon estatutos de tinte moralizador con la intención de quitar a los sectores populares de los expendios de pulque.
Sociabilidad
Manuel Payno recuerda, en su novela costumbrista Los bandidos de Río Frío, haber visto en la famosa y antigua “Pulquería de los Pelos” mucha gente hacinada los domingos y en especial los lunes, los cuales llamó “días de gala”. Asimismo, refiere a las tinajas de pulque con letreros que se sabían de memoria las criadas y los mozos de barrio (a pesar de no saber leer). Los rótulos, que indicaban la calidad del pulque, titulaban las tinas como “La valiente”, “La chillona”, “La bailadora”, “La Patenera”. Todos estos toneles, así como los asistentes, se posaban sobre un suelo limpio cubierto de pétalos de rosas.
Por su parte, Guillermo Prieto, en Memorias de mis tiempos, relata que el marqués de Mancera (siglo XVII) removió las pulquerías del centro de la ciudad de México, fenómeno que se repitió a lo largo de los siglos XVIII, XIX y entrado el XX en otras partes del país. Así fue como los suburbios se llenaron de pulquerías que se hicieron célebres. Este autor destacó la importancia de los vasos verdes, cajetes, jícaras y cántaros usados para la distribución del licor. Asimismo, contó que ahí se jugaba rayuela, pítima o tuta y rentoy alborotador, en círculos de hombres sentados en el suelo, alrededor de una frazada. De igual forma, se bailaba.
Allí estaban las “chinas”, mujeres que vivían de manera independiente, en cuartos rentados. Cuando terminaba su jornada laboral disfrutaban de ir a bailar fandangos a las pulquerías, a donde asistían regularmente, en especial en el llamado “San Lunes”, día en que los trabajadores tenían como costumbre detener sus actividades laborales luego de haber tomado el domingo, una práctica que se hizo famosa.
Las “chinas” y los “chinacos”, al ritmo del “jarabe colorado” participaban en concursos de fandango. A través de un fuerte aplauso, gritos, silbidos y barullo de los concurrentes, se sabía cuál era la pareja ganadora del “San Lunes”. Pero no todo resultaba ser miel sobre hojuelas. Había veces en que algunos borrachos imaginaban que la “china” le coqueteaba a la hora de bailar, y al faltarles el respeto se llevaban un bofetón, en el mejor de los casos y, en el peor, se desataba un zafarrancho que terminaba en violencia y sangre.
Las pulquerías se llenaban de una mezcla de alegría, entusiasmo y calor que permeaban el lugar durante el fandango, acompañado de cantos, rechiflas y palmadas. El jicarero hacía, entre tanto, su pregunta favorita “¿dónde va la otra [sic]?”, al mismo tiempo que los bebedores consumían pulque y antojitos.
Los clientes eran alimentados por las “enchiladeras” o “chimoleras” que se ubicaban, por lo general, en la puerta del local –a unas pocas se les permitía estar en el interior de la pulquería–. Estas mujeres, con su fogón o brasero, un gran comal y ollas con diferentes salsas, cocinaban enchiladas, enmoladas, chalupas, chito, tostadas, mole verde y salsa borracha.
Podría especularse que estas prácticas cotidianas dentro de las pulquerías eran lícitas, pero en realidad distaban mucho de esto. En las crónicas se lee como normal el jolgorio, sin embargo, cada suceso antes descrito estuvo prohibido por las autoridades. Las reglamentaciones referentes al pulque y pulquerías fueron muy estrictas desde el siglo XVI, cuando surgió la primera ordenanza. Esto puede verse como una continuidad histórica, ya que con cada reglamentación se hizo más intensa la vigilancia y la aplicación de castigos.
Reglamentaciones
Cada regla impidió, de una u otra manera, que existiera una sociabilidad entre los sectores populares. También se reglamentó la prohibición de comer, cantar, bailar, jugar, apostar o hacer bullicio. Si pensamos en una pulquería y le retiramos los elementos que estuvieron prohibidos, nos quedaríamos únicamente con una bodega llena de tinas de pulque. Tendríamos que quitar las pinturas, el pulque mixturado, las sillas y las mesas, las “chimoleras” y las “chinas”, o cualquier otra mujer. Diríamos adiós a los músicos, no habría sones, jarabes, ni fandangos. Tampoco antojitos, banderines o flores que adornaran los espacios.
Se dice que tanto el pulque como las pulquerías forman parte de la identidad de los mexicanos, pero pocas veces pensamos en la serie de reglamentos existentes a lo largo de 400 años. Ahora bien, desde el siglo XVI, el pulque fue una bebida que estuvo en disputa entre españoles e indígenas por el excesivo consumo. El temor de las autoridades estaba en la negativa indígena de aceptar los mandamientos morales de la Iglesia católica y la corona española.
La primera reglamentación que se conoce data de 1529. En ella, el rey Carlos I prohibió que se mezclara el pulque con una raíz conocida como ocpatli, agua hirviendo y cal viva. Viajeros, cronistas, sacerdotes y protomédicos concordaban en que la bebida dañaba el nivel físico, emocional y espiritual de quienes la consumían. Según esta ordenanza, la raíz llevaba a que los bebedores se embriagaran de manera más rápida, perdieran el dominio sobre su cuerpo y mente, lo que provocaba que algunos se suicidaran, otros actuaran con “incontinencia” en la vía pública, e incluso cometieran actos incestuosos. Asimismo, otros regresaban a los ritos paganos en los que veneraban a sus antiguos dioses. Todo esto asustaba a las autoridades, que no encontraban otra forma de cambiar la situación.
También se reglamentó por primera vez, en 1545, la existencia de pulquerías legales, las cuales fueron vistas como lugares especializados para beber pulque, y que aportaban ganancias a la corona española. Esto significó que a partir de ese momento sólo las legales tenían la autorización de expender pulque dentro de la ciudad de México. Se prohibía, además, que cualquier otra persona, ya fuera indio, negro o esclavo, pudiera vender pulque y se dividieron las 36 pulquerías existentes por género: doce expendios dedicados a las mujeres y 24 pulquerías únicamente para que los hombres bebieran. De igual modo, se estableció la conveniencia de que cada pulquería recibiera un nombre específico.
Ahora bien, como a la corona no le convenía perder el control social que había generado con miedos y abusos hacia los indígenas, se decidió sacar de circulación el ocpatli. Sin embargo, las prácticas cotidianas ilegales continuaron.
Para el siglo XVII, las autoridades notaron que sus reglamentaciones no se llevaban a cabo, así que establecieron nuevas normativas en 1607, 1665 y 1672. Las ordenanzas continuaron en la misma tesitura, sólo que para entonces la corona española ya gozaba de los beneficios económicos que dejaba el consumo de pulque y se vio que era un negocio muy redituable para las arcas estatales. De ahí que con las regulaciones mantuvo el negocio en sus manos y prohibió el ingreso de cualquier competencia.
En esta centuria ocurrió algo que vedó el consumo legal de pulque en la ciudad de México, cuando el “Motín del maíz”, una sublevación indígena, llevó al virrey de Gálvez, el 8 de junio de 1692, a prohibir el abastecimiento de pulque hasta 1697. El castigo fue pensado como una medida para que los indígenas no se volvieran a amotinar. Sin embargo, ante la reducción de ingresos, el rey Carlos II ordenó que se derogara el decreto.
Regulaciones
En el siglo XVIII comenzó a regularse la vida pública, el consumo y el precio del pulque. Los ejes de la prohibición serían la proscripción de beber a negros, mestizos, mulatos e indígenas; la regulación del espacio para instalar pulquerías, y, por último, el precio de venta al público.
Hacia 1724 se reglamentó que cada pulquería tuviera una tarjeta con su nombre a la entrada, lo cual como ya vimos se convirtió en una tradición en los siglos XIX y XX. Las pulquerías Pacheco, Bello y Las maravillas pertenecían a un hacendado importante, el conde de Jala. Hacia 1792 estaban en boga las pulquerías Colalpa, Delgadillo, La Garrapata, Los Gallos, Las Pañeras, Palacio, Tepozán y Viznaga. A medida que pasó el tiempo, el uso de los nombres se vinculó con el ingenio del dueño o el encargado. Ya en el siglo XIX los nombres hacían referencia a óperas, obras de teatro, novelas o lugares importantes. Así encontramos El gran Napoleón, Waterloo, La Llegada de Iturbide, El Triunfo de Guerrero, y Las Antiguas Glorias de México. En el mismo siglo, como leímos con Prieto y Payno, hubo algunas de nombres divertidos, como El Templo del Amor, Aguantas L’otra, y El Recreo de los Amigos.
Cabe destacar que las pulquerías no dejaron de ser un gran negocio hasta el siglo XX. Algunos historiadores aseguran que para 1804, en Puebla había 286 negocios que expendían bebidas embriagantes y 138 puestos en el mercado. Respecto a la ciudad de México, en 1825 se contabilizaron 80, mientras que seis años después eran 250, cifra que subió a 531 en 1854. Continuaron creciendo y en 1886 se registraron 817. En los inicios del siglo XX había una pulquería por cada 305 personas. La multiplicación de las pulquerías puede haber derivado de la necesidad de las autoridades por generar recursos económicos ante el aumento del consumo de la bebida en la población.
Aunque muchas ordenanzas se volvieron un tanto repetitivas respecto a la importancia de tener un nombre en la entrada de las pulquerías y la prohibición de mixturar el pulque, implicaron ganancias para la corona española durante la colonia y, posteriormente, para las arcas municipales, estatales y federales. De igual forma, estas reglas impusieron lineamientos sobre higiene y sociabilidad en el interior de los establecimientos.
En el siglo XIX aparecieron reglas que vedaban los rótulos inmorales en la pared exterior y la colocación de mesas y sillas en el interior para que la gente no pudiera quedarse mucho tiempo, y se estableció la obligación de tener las puertas abiertas para facilitar la vigilancia de la policía y de la sociedad en general. Se hizo énfasis en que el pago del consumo del pulque se hacía con dinero y estaba prohibido el cobro con prendas, herramientas, instrumentos musicales y armas.
En el mismo tenor se prohibió que las pulquerías se vieran como lugares festivos, por lo que ya no se pudieron adornar con banderolas de colores o cualquier otro tipo de ornamento. Por el mismo motivo, se impidieron los bailes y las mujeres, incluidas “chinas”, “chimoleras” y encargadas de pulquerías. Se reglamentó que no podían convivir ambos sexos, con la intención de impedir que tuvieran relaciones. También se obstaculizó la práctica de todo tipo de juegos y apuestas, la presencia de músicos, incluso cantar y ofrecer alimentos.
Lo anterior fue justificado por la clase política, como señalaron Manuel Guzmán y Francisco Ortiz (regidores poblanos) en 1892, una manera de frenar el creciente desarrollo del “desagradable vicio de la embriaguez que menguaba las buenas costumbres” de la población mexicana. Y es que los hombres públicos se proclamaron preocupados por los espectáculos que cada día se veían en las pulquerías y por la manera en que, en su opinión, la gente se degradaba y ejecutaba todo tipo de desórdenes, violencia y crímenes.
Sin embargo, tanto Manuel Payno como Salvador Novo refirieron que, en el siglo XX, si bien los trabajadores eran los asistentes principales a las pulquerías, el consumo se había ampliado. Payno describe una reunión eclesiástica de sectores privilegiados de la sociedad en la que a una bebida se le llamó “Sangre de conejo”, mezcla elaborada con pulque y tunas rojas molidas. También hubo en aquella mesa más pulque curado, uno con almendra y otro llamado “Pulque de huevo”, elaborado con claras de huevo y azúcar. Novo relató que una parte de la sociedad bebía pulque en sus casas de manera regular, tanto que los médicos lo recomendaban.
Como conclusión, durante cuatro siglos las prácticas sociales en los expendios de pulque se contrapusieron a los reglamentos oficiales. Los sectores populares se aferraron a su costumbre de permanecer dentro de las pulquerías y se apropiaron de este espacio como un lugar para divertirse. Pulqueros y clientes tenían sus códigos para evadir las leyes y continuar con el alto consumo. Fue hasta mediados del siglo XX cuando las leyes se ejecutaron cabalmente. La tradición de ingerir pulque y la resistencia a las regulaciones oficiales propiciaron que en la actualidad el consumo de esta bebida se haya convertido en un símbolo de la identidad mexicana.
PARA SABER MÁS
- Frías y Soto, Hilarión et al., Los mexicanos pintados por sí mismos, tipos y costumbres nacionales, México, M. Murguía, 1854, en https://cutt.ly/zijATUq
- Payno, Manuel, Los bandidos de Río Frío. Novela naturalista, humorística, de costumbres, de crímenes y de horrores. Por un ingenio de la corte, Barcelona, J. D. Párres, 1891, en https://cutt.ly/fijSSYx
- Prieto, Guillermo, Memorias de mis tiempos, 1828 a 1840, México, Librería de la Viuda de C. Bouret, 1906, en https://bit.ly/3euex21