Diana Irina Córdoba Ramírez
Instituto de Investigaciones Culturales – Museo UABC
En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 49.
El trabajador agrícola sonorense Guillermo Estrada Moreno relata su duro periplo para lograr el permiso que le permitió “bracerear” en California y Arizona entre 1959 y 1960, y cómo fueron sus días en las cosechas de frutas y hortalizas.
Guillermo Estrada Moreno fue bracero. Oriundo de la localidad de Moctezuma, Sonora, y radicado en Hermosillo, en octubre de 2009 compartió su testimonio sobre las experiencias que vivió al haber firmado uno de los más de 4 000 000 de contratos de trabajo en el marco del Programa Bracero, el programa de migración circular laboral más largo en la historia de Estados Unidos y que ha sido objeto de reflexión tanto por la academia estadunidense como por la mexicana.
Estrada Moreno forma parte de esas voces que los historiadores hemos visibilizado con mayor lentitud, ante los objetivos y retos que la rigurosidad de la disciplina requiere al realizar el análisis de procesos tan complejos como un programa migratorio que estuvo vigente por 22 años.
El investigador Moisés González Navarro advirtió que el término “bracero” no nació con el programa. A finales del siglo XIX ya se designaba así a los mexicanos que habían emigrado a Estados Unidos para levantar cosechas, enderezar rieles y extraer minerales. Es un hecho que el término le dio nombre a la relación migratoria que sostuvieron ambas naciones entre 1942 y 1964.
El primer acuerdo que dio vida al programa se firmó en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial, como una iniciativa que involucró a México en la estrategia aliada contra las potencias del eje y que se explicó por la llamada economía de guerra. Estructurado por la firma de los acuerdos subsecuentes, los estudiosos del programa han reconocido tres etapas a lo largo de los años que estuvo vigente: la primera, en el contexto de guerra; la segunda a partir de 1947 y la tercera, la más prolongada, entre 1951 y 1964.
En las palabras de Estrada Moreno -su testimonio abarca los años 1959 y 1960- se advierte el cambio en el patrón migratorio que promovió “la bracereada”: del movimiento de familias a la migración de hombres solos, provenientes del mundo rural, que trabajarían temporalmente, bajo el amparo de un contrato legal.
Si bien es cierto que los braceros estuvieron presentes en 24 estados del país vecino, el mayor número de contratos se concentró en California, Texas, Arizona, Indiana, Delaware, Michigan, Arkansas, Montana, Washington y Oregon. El testimonio que a continuación se presenta conectó los espacios rurales y agrícolas de Sinaloa y Sonora con los del suroeste estadunidense.
La estancia de los trabajadores agrícolas en Estados Unidos fue valorada y criticada con asomo de diversos matices desde la firma del primer acuerdo. Sin embargo, el derrotero que siguieron los aspirantes a un contrato dentro de las fronteras mexicanas reparó tan sólo en lo que un observador de la época llamó “flagelos rurales”. Las numerosas penalidades de la experiencia son innegables, pero no observar más allá de las mismas limita la comprensión de los procesos migratorios y reduce la dimensión contextual a un estoicismo individual casi atávico.
Es cierto que los acuerdos establecieron dinámicas particulares para llevar a cabo las contrataciones. Los marcos regulatorios especificaron el papel de los municipios para realizarlas. Conforme a lo negociado y con ánimo de controlar los desplazamientos, la Secretaría de Gobernación estableció que las listas de aspirantes a un contrato se levantarían en las cabeceras municipales de las que provenían los trabajadores temporales. Enlistados, los interesados se dirigieron a las ciudades designadas como estaciones migratorias o centros de contratación, donde eran sometidos a una revisión física denigrante que los mostraba aptos para las rudas tareas que realizaban en las cosechas. Sin embargo, no todos los aspirantes que llegaron a los centros de contratación se encontraban registrados en una lista; tampoco todos provinieron del medio rural. La estrategia de los listados municipales con la finalidad de realizar un proceso de selección más ordenado fue cuestionada, sin importar la geografía, por un flujo permanente de personas que buscó contratarse como bracero. Estos individuos, llamados trabajadores “libres”, fueron atraídos por la posibilidad de obtener un contrato. Su hacinamiento fue una experiencia por la que pasaron en todas las ciudades donde se realizaron las contrataciones.
Las largas esperas, en promedio de 21 días, llegaron a ser de hasta tres meses. Los testimonios orales y la prensa de la época mencionan muertes por inanición. Esa fue una de las dificultades que sortearon los trabajadores “libres” para lograr que los contrataran. En principio, quedaron sujetos a las peticiones de mano de obra por parte de Estados Unidos y a la carencia, en los centros de contratación, de trabajadores enlistados para satisfacer esa demanda. Cada centro de contratación contó con la presencia de un interlocutor del gobierno local, los intereses que este representaba también tuvieron peso para generar mecanismos que permitieran obtener un contrato a quien llegaba de manera espontánea.
En ese horizonte, las decisiones para otorgar los contratos abrieron la posibilidad de que su gestión no quedara exclusivamente en manos de los criterios establecidos por la negociación diplomática. En el caso del centro de contratación que operó en Empalme, Sonora, entre 1955 y 1964, lugar en el que fue contratado Guillermo Estrada Moreno, la incidencia de los empresarios agrícolas fue definitiva. En la mitad del siglo XX, la costa de Hermosillo experimentaba un pujante desarrollo enlazado con un producto de exportación: el algodón, también llamado, oro blanco. Por medio de un impuesto al erario local, los miembros de la Comisión Mixta de Control de Pizcadores de Algodón lograron que el centro de contratación “facilitara” la selección como braceros a los trabajadores “libres” que pizcaran dos toneladas del cultivo en la región agrícola de la costa. Este acuerdo permitió que las elevadas necesidades de mano de obra fueran fácilmente satisfechas. Antes de la mecanización de la cosecha, una hectárea de algodón demandó 37 392 horas hombre, frente a las 6 916 que requería una hectárea de trigo.
El arreglo proporcionó un mecanismo sin duda cuestionable a quienes pretendían obtener un contrato como braceros, pero, además, el análisis de las dinámicas en torno a las contrataciones revela clientelismo, charrismo, extorsión y engaño, por mencionar algunas de las caracterizaciones de la corrupción que aparecen como la “mediación para salvar la brecha entre orden jurídico y orden práctico, vigente socialmente”, según analiza el sociólogo Fernando Escalante.
Hoy, cuando la violencia se ha recrudecido en la dinámica de las migraciones alrededor del mundo, y específicamente en el territorio mexicano, es valioso reconocer –más allá de la suerte que algunos exbraceros creen que los acompañó– las motivaciones, expectativas y pericia durante sus experiencias migratorias. Los procesos de contratación permiten acercarse a la manera en que estos sujetos han dotado de sentido al pasado, un plano a partir del cual definen su identidad en el último trayecto de su experiencia vital.
Además de lo mencionado, el balance que realizó Guillermo Estrada Moreno de su “bracereada” –véase a continuación– debe mirarse en el marco del movimiento que desde hace más de dos décadas ha buscado la devolución del fondo de ahorro que se retuvo a los trabajadores temporales que participaron en el programa. Este escenario subraya la capacidad de decisión del individuo, en un rememorar introspectivo, pero también en un diálogo que afirma el saberse partícipe de un proceso social más amplio.
Sin historia, uno no es nada
Entrevista realizada al bracero Guillermo Estrada Moreno, el 1 de octubre de 2009, Hermosillo, Sonora.
Yo sólo me contraté una vez como bracero, entre octubre de 1959 y el 15 de agosto de 1960. Nací en 1939 en Moctezuma, Sonora. ¿Por qué y cómo llegué a serlo? Gané una carta en la costa de Hermosillo.
En Moctezuma no esperé a anotarme en la lista de la cabecera municipal, pero ahí me enteré por radio que podía irme de bracero. Tampoco me pareció seguro esperar a que la suerte me favoreciera cuando en la costa nos dijeron que se iban a rifar las cartas para ser contratado. Ganamos una carta con ejidatarios de Hermosillo. Nada más llegar a Empalme y ver el cúmulo de gente, me fui a Hermosillo, y fue de casualidad, porque ahí en Empalme nos dijeron: “Los que gusten vayan a pizcar antes del día 1 de octubre porque ya se va a acabar todo este movimiento [de las contrataciones].”
En la costa había muchos agricultores que necesitaban cosechar algodón. Oía uno los rumores de dónde iban a dar las cartas y llegamos a averiguarlo. Había que ganar la carta, casi contrarreloj. El lunes teníamos que estar de vuelta en Empalme con la carta que comprobara que habíamos pizcado las dos toneladas.
Llegamos aquí, a Hermosillo, un sábado o domingo, y nos llevaron a la costa, sólo iban a dar siete cartas, querían rifarlas, algunos que pizcaban una bagatela de kilitos querían la rifa, con suerte, les tocaba a ellos, nosotros no. La meta era pizcar los 2 000 kilos.
Teníamos que pizcar como dos toneladas de algodón, eso era mucho tiempo… para poder completar los 2 000 kilos se necesitaban como dos o tres semanas. Había veces que en un día podías pizcar como 150 kilos; había veces que nos fallaba, hacíamos menos, pero yo creo que nunca podías pizcar más de 150 kilos, eso era lo que hacíamos quienes pizcábamos más.
Yo le voy a decir que como traía mis centavitos de Ciudad Obregón, de Sinaloa, de otras pizcas de por allá, nosotros compramos “pesadas” a otros, para que se nos aumentara el número de algodón. Si comprabas las “pesadas” te quedabas más seguro de obtener la carta. Desconfiábamos de la rifa, así uno no estaba bien seguro de poder ir a Estados Unidos. Necesitaba uno de comprar “pesadas” a otros, para tener kilos, para acumularlos. No estaba prohibido comprarle a otro las “bolsonas” llenas de algodón y uno no andaba con la “bolsa” seca, llegábamos preparaditos para lo que se ofreciera. Algunos se desanimaban por la cantidad de algodón que había que pizcar, el trabajo y el esfuerzo que se tenía que hacer para lograrlo, así que comenzaban a vender lo que pizcaban, se corría la voz: “Ahí el que quiera pasar las ‘pesadas’, se le van a dar cinco ‘bolas’ de aliviane.” En cuatro “pesadas” que se echara alguien dispuesto a vender ya llevaba 20 pesos de ganancia; ellos ganaban y uno también.
Cuando acababa la jornada nos preguntaban lo que cada uno pizcaba, en el campo el mayordomo llevaba el control, y nos asignaban un número. Terminaba la jornada y te decían: “Cuál es su número, maestro.” “Número tal, le decía yo.” Y ahí, al que le comprabas lo pizcado, daba tu número… Yo me acuerdo de que le compraba en cinco pesos la jornada de trabajo a los compañeros [risas], debí haber gastado alrededor de 100 pesos para comprar el algodón que me aseguró la carta. Al final, los ejidatarios dijeron que “a los puros que pizcaron los 2 000 kilos o para arriba, a esos les vamos a dar las cartas”. Apenas se acreditó lo de la pizca, nos dijo el amigo que dirigía ahí: “Prepárense, dice, porque el lunes les van a hablar en Empalme, les van a hablar y si no están allá presentes, se van a quedar.”
Yo salí de Moctezuma solo, pero en el trayecto todos nos hacíamos amigos… había solidaridad, casi ninguno era borracho. Algunos sí se iban a la cantina y se gastaban todo, malbarataban el dinero, a mí nunca me llamó la atención lo de la tomada.
En la costa de Hermosillo, como fuereños, nos acomodábamos como podíamos para descansar, a suelo pelón, como badanas. Si llevaba uno mochila la usaba para alejar las cosas peligrosas (animales) que se arrastraban por el suelo, alacranes y lo que usted quiera, había muchos… En la colonia Pilares de Mineros, de ejidatarios, había unas barraquitas buenas, tenían puerta y eran más seguras, pero tenían costo. No todos las podían pagar.
En Empalme, mientras uno esperaba la contratación, podía ver a muchas personas en situaciones difíciles. Personas que apenas podían pagar un peso para dormir en el patio de alguna casa; otros en la calle, con los zapatos abrazados por miedo a que se los robaran.
En las mañanas era común ver a hombres jóvenes barriendo las calles, para tener algo que llevarse a la boca… muchos venían a la aventura y Empalme no era fácil. Había quien tenía un oficio y hacía gala de ello, veías a quienes cortaban el cabello, el bigote y la barba ejerciendo su oficio en las calles, pero es cierto que no fue sencillo.
Recuerdo el desconcierto de más de uno cuando comía “gallina pinta”, un platillo muy común en Sonora hecho con granos de maíz y frijoles. La gente que no lo conocía se imaginaba otra cosa, por el nombre y pues era económico y popular. Aunque a mí no me tocó verlo, no dudo que hubiera quien no se alimentara por días o comiera lo que otros consideraban basura.
Fui bracero en El Centro, en California, y otros campos, muy cerquita de la línea. Antes, en cuanto pasamos, me llevaron a Salinas, también en California, pero se nos echó a perder el tomate, ahí también trabajé en la lechuga y el repollo. Luego nos llevaron a Arizona, a los campos de melón, a los de la cebolla, a los de la sandía, en la poda, quitando la mala hierba, puro negocio liviano, aunque trabajábamos siete u ocho horas diarias. Nos traían en varias cositas, con muy pocos días de contrato… los contratos eran como de quince días. Estábamos en barracas, con sus camitas, ahí tendíamos cartones si los teníamos y si no, con nuestra mochilita, lo que trajéramos.
Antes de contratarme como bracero yo trabajaba en peonería, como ayudante de albañil y ayudante de otras cosas también. Uno aceptaba el trabajo que fuera. Uno siempre era ayudante y le enseñaban. Lo que me animó a irme de bracero fue la falta de trabajo, o más bien la escasez del salario, había mucho trabajo, pero el salario estaba muy bajito.
Cuando me contraté no estaba casado, no tenía nada que me estorbara. Así que a volar para allá… Duré casado sólo quince días, hubo desaparto. Me le desaparecí porque estaba dando el servicio y ella nunca me volvió a buscar más, ni yo tampoco quise rogarle, nos dimos el divorcio. Hace como dos años que murió y todavía yo sigo siendo igual, como soltero, casi.
El dinero se lo mandaba a mi madre, a mi hermano. Le mandaba como 100 dólares o 120 a la semana. Nos descontaban dos dólares diarios para gastos de alimentación y yo siempre me quedaba con 20. El mayordomo era filipino, él hacía el trámite, tú le dabas el dinero y él te entregaba el talón que comprobaba el envío del giro postal. A los seis días les llegaba el dinero a Moctezuma. Nunca hubo un problema, nunca batallamos. Llegaba por telegrama un aviso y la familia iba a un banco para recoger el dinero.
He estado buscando la entrega del fondo de ahorro desde hace seis años, estoy luchando, pero no me lo han dado, no cuento con ningún documento, así que vengo a las reuniones nada más por hacer bulto. Me gusta estar aquí, para observar y darme cuenta. Me sirve porque me paseo, ando de aquí para allá.
Ahora ando en setenta y medio. Vivo en la colonia Palo Verde, aquí en Hermosillo, tengo hermanos y hermanas, padres ya no, pero los hermanos son un consuelo para uno, por más “carambas” que sean. No estoy solo.
Nunca pensé en volver a Estados Unidos, no me cayó, me enfermé… Mi experiencia es puro enredo, pero yo tenía ganas de contarle mi historia porque si no cuenta uno cómo ha sido, cómo van a saber sobre el asunto. Esta es toda la historia que yo le puedo contar. Debe uno de contar las historias como son… porque si no tiene uno historia, entonces no tiene nada.