Kenji Hernández
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 46.
Mi nombre es Hernán Colos y trabajé 35 años para el servicio secreto de mi país. Sólo que, en mi país, lo secreto es bien sabido por todos y lo que debería ser sabido por todos es un secreto. Inicié mi carrera en las Fuerzas Militares de Choque y Control de Situaciones que surgió a raíz de las fuertes luchas del gobierno contra el pueblo. No se crean, ese gobierno y ese pueblo eran uno mismo hace apenas cinco generaciones, cuando, juntos, formaron una gran fuerza que se enfrentó con las armas al antiguo gobierno.
La historia de siempre, no se crean, nada es nuevo bajo el sol. Hace 40 años, a falta de servicio secreto (cuando yo aún era un niño preocupado por el hambre y no por llegar a tiempo a pasar lista al batallón de infantería), el gobierno mandó al ejército a reprimir a la resistencia.
Los soldados estamos entrenados para cumplir órdenes, aunque en ello se nos vaya la vida y si la orden dice “eliminar” debemos eliminar, si dice “proteger” debemos proteger. Aquella vez, el pelotón tenía órdenes de convocar a la muerte para solucionar el problema de los que se oponían a la celebración de las olimpiadas. Se pasaron de la raya. Hubo muchos muertos, muchos desaparecidos y mucho miedo en las calles. Debido a las críticas y la culpa, el gobierno decidió crear el servicio secreto para tener una mano invisible y bien adiestrada en los asuntos de seguridad nacional.
Cuando me di de alta en el servicio, me advirtieron que el trabajo era duro y el horario era de 26 horas al día. ¿Cómo, si el día sólo tiene 24?, pregunté, pero los reclutadores me respondieron que yo les pertenecía por 26. Antes del primer mes ya había escuchado los silbidos de las balas volando encima de mi cabeza y había descargado junto a mis compañeros dos rondas de municiones, al menos, sobre un grupo guerrillero que nos atacaba en la sierra de Guerrero tras una campaña de reforestación. Antes del primer año, ya había estado en una misión de eliminación de narcotraficantes en el triángulo dorado. No detonamos ni una granada, pero el rancho quedó tan destrozado por las balas que parecía uno de esos quesos con hoyos que un ratón se come en las caricaturas.
Pero, por ahora, sólo me enfocaré en un suceso.
Allá por los ochenta, antes de salirme del cuerpo de choque, antes de haber aceptado la comandancia del batallón, recibimos una orden que implicaba dejar la franquicia y volver al servicio de inmediato. En la universidad del país, los trabajadores habían colgado las banderas rojinegras e impedían el paso de los estudiantes y académicos. El gobierno trató de negociar, pero, según los medios de comunicación, los huelguistas hacían demandas que rayaban en la excentricidad.
La situación se extendió por meses y se perdieron muchas clases y recursos del Estado. El gobierno no quiso utilizar a la policía para terminar con la huelga, así que nosotros tuvimos que lidiar con ese problema.
El día que llegó la orden, yo acababa de firmar la hoja de salida y caminaba hacia la puerta de las instalaciones donde nos reportábamos todos los días a las 5:00 a.m., 13:00 p.m. y 22:00 p.m. Si cruzabas la pluma del estacionamiento, eras libre y estabas franco por las siguientes horas; pero, si antes de llegar ahí un jefe te ordenaba algo o llegaba una orden del gobierno que debía ser cumplida en el acto, te olvidabas de la franquicia y te regresabas a trabajar, aunque tuvieras encima el cansancio de 48 horas seguidas de guardia.
–¡Córrele Colos!, dicen que el culero del presidente anda de antojo– me dijo un compañero descalzo que se echó a correr desde el vestidor apenas se enteró.
Entonces corrí, cada zancada me acercaba a la libertad y me alejaba del desgaste y mal sabor de boca de cumplir órdenes de arriba. Además, esa tarde era la fiesta de mi pueblo y mis padres esperaban con fervor mi raya para pagar el mole, los tamales, las tortillas y los guajolotes.
Voltear y ver a mis compañeros de turno correr hacia la pluma como yo, me llenaba de aliento y me hacía sentir como en los entrenamientos, cuando dirigía al escuadrón en los cantos que hacíamos durante los recorridos de más de 10 kilómetros. Sin embargo, al final, cruzamos sólo siete, a los demás los regresaron los del puesto de vigilancia.
–¿A dónde perros?– les dijeron mientras les apuntaban con armas largas.
Los que logramos salir, seguimos corriendo hasta la entrada del metro. Era bien sabido que, bajo orden presidencial, los policías militares podían acuartelar a cualquier miembro del escuadrón que anduviera en la calle. Pero, esa vez, me salvé.
Al llegar a casa, mi esposa me dijo que me habían llamado de la base y le dijeron que si no me regresaba me diera por arrestado quince días (si contábamos los laborales, el arresto se extendía a un mes), y eso a mí me daba muy mala espina.
Salimos de casa y nos fuimos a la central de autobuses, ahí, desde un teléfono público, le marqué al que era mi comandante.
–No la chingues Colos, el presidente quiere que le demos en la madre a esos cabrones de la universidad, ¡nos dio carta negra! Regrésate, te conviene, esos culeros no más de vernos se van a orinar (risas).
–Yo no me regreso comandante, mi papá me espera y me voy a mi pueblo porque es la fiesta grande, además no quiero tener nada que ver con esta chingadera que huele a podrido. Mejor, hazme un paro, si te preguntan diles que me tragó la tierra.
–Te van a arrestar, no seas güey; te conviene. Tú sabes que carta negra es “todo se vale”, “nadie vio”; nosotros, por lo mientras, llevamos todos los vehículos y camiones. Nos los vamos a chingar.
–Pues ya de paso “chinguen a su madre” (risas).
–Ah que mi sargento Colos, que prefiere ir con su familia que chingarse a la universidad. Sale mano, salúdame a tu papá y a tus carnales, si me chispo les caigo a cenar.
–Órale, nos vemos pasado mañana, comandante.
Colgué el teléfono y no pensé más en el asunto. Llegué a mi pueblo y miré la feria, las luces, los elotes con mayonesa, los puestos de buñuelos, los coheteros acomodando el castillo y el torito, el juego de las canicas, la lotería, el puesto de café y pan, el empedrado de las calles, la iglesia con flores, los vecinos llevando su nixtamal, la casa de mis papás, mis hermanos, los ojos de mi mamá que sonreían de verme y la lumbre del fogón que ya me esperaba con un jarro de café de olla, una tortilla recién hecha y un plato de frijoles.
La fiesta, los grupos de música, la tamalada, los invitados, los manchones de mole, las montañas de platos sucios, las risas, los itacates, el torito y los ciempiés, las campanadas de la iglesia, los rezos de agradecimiento, los abrazos, las despedidas, el autobús, la terminal, el metro, mi casa y la vuelta a la ciudad.
Cuando me presenté a trabajar ya había una boleta de arresto con mi nombre esperándome, pero la sorpresa vino después. En pleno estacionamiento estaban mis compañeros acuartelados, presumiendo sus vehículos llenos de objetos de gran valor: computadoras, anaqueles, cafeteras, libros, libreros, sillones, pizarrones, una treintena de bolsas negras grandes amarradas con cinta adhesiva gris (de las que ignoro el contenido), e incluso, un cabrón que se reía como si hubiera hecho una gracia, mostraba una caja fuerte que aún no había podido abrir.
–Ya ves, Colos, de esto te perdiste y ahora te quedarás castigado un mes mientras nosotros nos vamos a disfrutar del esfuerzo y las recompensas de nuestro trabajo.
Eso pasó hace 33 años. Entonces, tuve que cumplir mi arresto y en mi familia no hubo una computadora sino hasta el fin de siglo que pude pagarla.
Ahora estoy jubilado y para pasar el día me hice radioescucha del programa de política e historia. Hoy se habló de la entrada del ejército a la universidad, que un par de décadas después se nombró “El gran saco”. El locutor entonces hizo una llamada en vivo con uno de los responsables y yo reconocí la voz de mi teniente y comandante de las Fuerzas Militares de Choque y Control de Situaciones al otro lado de la línea. Él recordaba con pena la entrada del servicio secreto a las instalaciones de la universidad, y cuando el locutor le preguntó por la desaparición de 32 personas entre las que había trabajadores, profesores y estudiantes, el teniente hizo un silencio, suspiró y dijo:
–Cumplimos una orden presidencial, que no se les olvide.