Oídos sordos

Oídos sordos

Darío Fritz

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 62.

 

Caravana de autos protestan por el asesinato de un taxista, pasando por la Plaza Constitución, ca. 1922, inv. 627840, SINAFO-FN. Secretaría de Cultura-INAH-MÉX.

 

Dentro de estos vehículos que circulan por el zócalo capitalino en tiempos en que los fuegos de la revolución se habían apagado y la vida de las ciudades adquiría visos de normalidad, predomina la indignación y el enojo. El “canalla” del cartel dice mucho. Pedir “un ejemplar castigo” no es más que instar a que aquello, el robo y asesinato del colega taxista, no quede en la impunidad, simplemente para que no se repita. Lo tenían bien claro por entonces, y para eso recurrían al lugar donde quizá alguien los podría escuchar del otro lado de las paredes robustas de Palacio Nacional. Exigían decisiones a la altura de sus reclamos: investigar, detener y castigar con las armas de la ley. Para vivir en paz y sin temores a la hora de salir a la calle. Demasiado luto aún se guardaba por los años anteriores de confrontación. Los niños que caminan junto a los vehículos son también una expresión de esos días, la pobreza en exhibición como una de sus secuelas. Durante varias décadas muchos entendieron que sobre esa explanada estaba el espacio para hacer saber de disconformidad, protestas, indignación. Pero poco a poco aquello se fue evaporando, como el sol seca los charcos al final de la lluvia. ¿Se cansaron de los oídos sordos dentro de ese edificio colosal?, el de la firma del Acta de la Independencia y donde Rivera deslizó su pincel, el de habitantes, asiduos o circunstanciales, tan disímiles como Maximiliano, Santa Anna, Juárez, Díaz, Calles y Cárdenas. El Zócalo ya no es tanto espejo de esos días de taxistas molestos, sino territorio entregado al turismo y los conciertos musicales, de gritos patrioteros y desfile militar. Apenas retumba dolor y rabia. Se ha trasladado a otros escenarios de la ciudad, avenidas y calles, donde se visibilizan más y afectan a otros. Los vemos en televisión y redes sociales, lo sufrimos en embotellamientos. El espejo del enojo ante la criminalidad también ha desaparecido. Y no porque haya sido superada. Carlos Monsiváis definía en 2009 a la violencia creciente como “demografía funeraria” a la que “debería llamarse Los cien mil velorios”. Describía minucioso: “Desaparece la singularidad de los asesinatos y de los asesinos, y la masificación del delito es, también, la deshumanización masiva”. Una deshumanización que hoy retratan las escasas voces que piden por el fin de tanta violencia, empeñadas en exigir “castigo”, en tanto del otro lado de las paredes robustas del Zócalo se ensancha el hermetismo.

 

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