Modesta Fonticoba
Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 47.
Lorenzo cabalga veloz sin rumbo fijo por sus amadas sierras. Un instante después de montar su caballo sintió una bala pasar rozándole el hombro. Escapaba de su casa, escapaba de la ira de su padre. Su padre le había disparado. Después de galopar por largo rato, aminora la marcha sin saber qué hacer ni a dónde dirigirse. Luego se detiene sin dejar de pensar: “Una bala pasó rozándome el hombro, mi propio padre quiso matarme.”
Lorenzo no ha cumplido aún los quince años, aunque parece un poco mayor. Una incipiente pelusa ha empezado a asomar encima de su labio superior. Se baja de su montura cabizbajo y triste, camina con el corazón estrujado. Está acostumbrado a trabajar duramente y a recibir golpes de su padre, Eulalio. “Mi padre me insulta y me maltrata, a pesar de eso, yo sigo respetándolo. ¿Por qué me odia tanto que hasta quiso matarme? Igual no le tengo miedo.” Ha obscurecido, temblando de frío y angustia busca dónde recostarse. Llega a un paraje donde las copas de los frondosos árboles se unen unas con otras. Se acuesta entre ellos, pero sus negros pensamientos no lo abandonan. Se levanta y busca hojas grandes de platanar para taparse. Vuelve a acostarse y se duerme al fin. Se despierta cuando oye relinchar al “Negro”. Un hombre con uniforme militar lo tiene tomado por las riendas. Otros dos lo toman a él. Pensando lo peor forcejea tratando de escaparse, un golpe lo tumba al suelo. Lo levantan y le amarran las muñecas a la espalda.
–¿Un espía carrancista, eh? Pues nosotros fusilamos a los espías.
Lorenzo no entiende lo que le dicen, el único idioma que habla es el mixe, pero aquellos soldados de feroces miradas le infunden gran temor. Trata de comunicarse con ellos en su lengua: “Mästutkötsj kääts tytintuñj” (“Déjenme, yo ni hice nada”).
Al oírlo, uno de ellos se echa a reír mientras mira a sus compañeros.
–¿Y este, qué jijos dice? A mí no me engaña vestido como está, como un indio de la sierra. Mírenle la cara y los ojos y vean nomás que caballo tiene. Este no es un indio serrano. ¡Vamos a llevarlo al cuartel y allá lo ajusticiamos!
–¡Vamos, pues! –dice otro–, a ver si allá lo hacemos hablar.
Lo amarran por la cintura a un caballo al que hacen galopar despacio. Por un largo trecho corre brincando los pedruscos intentando no caer. Poco después, los soldados miran hacia atrás y, entre carcajadas, espolean sus caballos jalándolo hasta que cae, arrastrándolo entre las piedras y tierra del camino. En un momento sus calzones quedan destrozados, las desnudas piernas sangran desgarradas y el pecho se le llena de arañazos. Lorenzo trata de levantar la cabeza; apenas alcanza a elevarla unos milímetros del suelo. Este trayecto dura sólo unos instantes. Los soldados no quieren que se les muera en el camino. Al llegar al cuartel lo avientan a un calabozo y le dicen al sargento que se han encontrado a un espía de Carranza.
–¿Ha confesado algo?
–No, el muchacho hace como que no sabe hablar castellano. ¿Qué hacemos con él mi sargento?
–Ya saben lo que se hace con los espías, ¡formen el pelotón de fusilamiento!, yo tengo que salir del cuartel. Me han mandado llamar, ¡ustedes se encargan!
Abren la puerta del calabozo. Lo encuentran acuclillado y asustado en un rincón, tratando de limpiar sus rodillas de la sangre y tierra pegadas a ellas con los jirones de manta que quedan en sus calzones. Mira con temor a los que abren la puerta, lo sacan a empujones al patio y lo ponen contra la pared.
Cuando ve los rifles en las manos de los soldados, su corazón comienza a galopar locamente. Como último intento vuelve a gritar desesperado: “¡Mästutkötsj kääts tytin!”
Al escucharlo, el sargento Jacinto brinca de su asiento y sale a toda velocidad al patio gritando:
–¡Alto! ¡Alto! –cuando ya el pelotón apuntaba hacia Lorenzo–. ¡Tráiganlo a mi despacho!
El muchacho, muy pálido, tiembla en frente del sargento. Jacinto lo mira y le habla en mixe:
–¿De dónde eres?
Al oírlo, Lorenzo mira asombrado hacia el hombre alto que tiene enfrente y ve una sonrisa amable en sus labios, entonces empieza a hablar con voz entrecortada:
–Soy mixe… de la sierra… soy de Tlahuitoltepec… en la sierra alta. No sé por qué quieren matarme, de verdad yo no hice nada.
–Te creo, yo también soy de allá. Dime, ¿de quién eres hijo?
–Mi padre se llama Eulalio Robledo y mi madre…
–Tu madre se llama Martina, –le dice adelantándosele–, ¡Es increíble!, eres hijo de Martina. Afortunadamente te oí cuando gritabas en nuestra lengua; estaba a punto de irme, un poco más y estarías muerto. Yo también soy de tu pueblo, soy hijo de María, la que fabrica y vende cerámica.
–Si usted es mixe, dígame por qué iban a fusilarme.
–Creyeron que eras un espía, nosotros somos gente del general Guillermo Meixueiro, líder del Ejército Soberanista Oaxaqueño. La gente de Carranza anda tras nosotros. Desde hace unos meses nuestro estado es independiente, ya no pertenecemos a la república mexicana. Tenemos nuestra propia moneda y nuestros propios timbres postales. El gobernador de Oaxaca, José Inés Dávila, organizó un gobierno soberano, quiero decir, un gobierno libre, sólo nuestro.
–¿Y eso es bueno o es malo?
–Puede ser que fuera bueno, aunque no creo que podamos con Carranza. Dicen que esta es la cuarta vez que Oaxaca intenta ser independiente, yo creo que no lo vamos a lograr.
–¿Me está diciendo que piensa que no va a ganar la guerra?, ¿entonces para qué pelea?
–Porque soy un soldado y es mi deber. ¿O tú no defenderías tu casa y a tus padres, aunque fuera enfrentándote a gente que sabes que no podrás vencer?
–¡Sí que lo haría, aunque me mataran! ¡Y también defendería mi pueblo! A nuestra casa llegaron varias veces, a caballo, hombres vestidos de soldados a robarnos los animales y los granos. Mi padre y yo les disparamos con escopetas a dos de ellos.
–Podían haber sido hombres de Carranza, o algunos revolucionarios que se fueron convirtiendo en bandidos al terminar la revolución. Dime, ¿a ti no te gustaría ser soldado? ¿Cuántos años tienes?
–En dos meses cumpliré quince. Yo no quiero ser soldado, nomás quiero cuidar a mi madre.
El sargento Jacinto Álvarez palidece cuando oye la edad de Lorenzo.
–¿Casi quince años? Y ¿cuántos hermanos tienes?
–Tengo tres hermanas, hijas de mi padre. Mi madre sólo me tuvo a mí.
Un pensamiento hiere su imaginación: “Hace algo menos de dieciséis años que yo…”. Lo mira de arriba abajo; está sucio, casi desnudo, herido y ensangrentado. Da unos pasos hacia él.
–¿Cómo te llamas?
–Me llamo Lorenzo Robledo.
–¡Ven, Lorenzo, acércate aquí a la ventana! –Jacinto observa detenidamente sus facciones. Tiene la cara ennegrecida con tierra y la barbilla arañada; al ver de cerca sus ojos verdosos el pulso se le acelera. Saca un pañuelo, lo humedece y limpia aquella cara bronceada por el sol. –Dime Lorenzo, ¿a quién te pareces?
–No sé, mi padre me mira y me pregunta lo mismo.
–Vamos afuera, tengo que salir del cuartel. Mi capitán me mandó llamar, esperas aquí mi regreso, quiero seguir hablando contigo. Llama al cabo de guardia y le ordena: –¡Quiero que cuides este muchacho mientras yo vuelvo! ¡Le pones una tinaja con agua para que se bañe! Le traes alguna ropa usada y algo de comer. Y, ¡oye bien lo que te digo! Me respondes de él con tu vida.
Lorenzo se queda varios meses viviendo en el cuartel. Ha aprendido algo de castellano, trabaja en las caballerizas, limpia las instalaciones y cepilla su hermoso caballo, que es envidia de la tropa, sobre todo de un cabo que no le quita los ojos de encima. Un día que el sargento había salido a recorrer y vigilar las sierras con algunos de sus hombres, Lorenzo observa cómo los soldados afinan su puntería en los patios, apuntando a ciertos blancos, uno de ellos se fija en él y le pregunta:
–¿Quieres probar?, ¿sabes disparar? Y le muestra un revolver. –¡Tómalo! ¡Dispara hacia allí! –le dice señalando hacia dónde apuntar.
Lorenzo estira el brazo, apunta y dispara. La bala sólo pasa cerca del blanco.
–Tienes que apuntar mirando esta parte del arma, aquí arriba, luego disparas con calma y cuidado las primeras veces, lo primero es acertar, luego irás tomando velocidad, porque en caso de enfrentarte a alguien deberás hacerlo muy rápido.
El muchacho no entiende la totalidad de la explicación, pero sí la manera de apuntar hacia el blanco, ahora, más tranquilo, apunta hacia el objetivo y acierta plenamente. En ese momento el conocido relincho de un caballo lo hace mirar hacia atrás. El cabo primero está tratando de ponerle una silla de montar al “Negro”, que se resiste levantando las patas delanteras. Lorenzo guarda con prisa el revólver en la cintura y se enfrenta al cabo.
–¡Caballo mío! –grita, mientras trata de hacerse con las riendas–, ¡caballo mío!
El militar golpea con fuerza a Lorenzo y lo tira al suelo, diciéndole:
–Este caballo me gusta y va a ser para mí, le tengo echado el ojo desde que llegaste. Tú eres un desarrapado muerto de hambre, ¡qué va a ser tuyo este caballo!, de seguro se lo robaste a alguien. No te atrevas a enfrentarte a mí, porque te va a ir mal, ahora no está el sargento para defenderte.
–¡Caballo mío!, grita Lorenzo más fuerte mientras se levanta con el arma en la mano apuntando al cabo, que se ha dado cuenta que el muchacho sabe disparar y que seguramente se atreverá a hacerlo. Suelta el caballo y Lorenzo lo toma por las riendas con una mano, apuntando a su contrincante con la otra, camina dando pasos hacia atrás. El portón está abierto, de un salto monta su caballo y se aleja cabalgando a toda velocidad. El cabo y dos soldados salen a galope atrás de él. Lorenzo se va alejando cada vez más de sus perseguidores, cuando el cabo se da cuenta saca su revólver y dispara. El muchacho siente la sangre calienta correr por su brazo.
El sargento llega por la tarde al cuartel. No encuentra a Lorenzo y pregunta al cabo de guardia.
–¿Dónde está el muchacho?, ¿dónde está Lorenzo?
–Se escapó –contesta el cabo.
–¿Cómo que se escapó? ¿Por qué se escapó?, ¿qué le hicieron?
El tal Lorenzo resultó un ratero, lo encontré con un revolver que le robó a uno de los soldados, y cuando se lo recriminé agarró su caballo y salió de aquí hecho una bala. Yo, intentando pararlo, le disparé y creo que lo herí, no va a llegar muy lejos.
–¿Lo heriste? Mira que si lo que me estás contando no es verdad, si me estás mintiendo vas a pagarlo muy caro. ¡Qué me ensillen un caballo fresco que voy a salir a buscarlo!
Jacinto cabalga despacio por donde ve las huellas recientes de tres caballos. Un poco más adelante solamente aparecen las huellas de un caballo sin herrar. Ha empezado a caer una lluvia ligera. Jacinto sabe que el rastro se borrará. Sigue adelante. La noche cae sin que encuentre señales de él. Por aquellos parajes merodean algunos jaguares, robustos felinos que entrañan un gran peligro. No sabe si el muchacho conserva el arma, sigue buscándolo. La lluvia arrecia, pero no quiere darse por vencido. Los relámpagos iluminan el cielo de vez en cuando. Ve a lo lejos una gran montaña. Sabe el gran significado que tienen para su pueblo, cabalga hacia allá. Oye un disparo no muy lejano y se queda quieto, escuchando, no oye nada más. Desmonta para rodear la majestuosa montaña. Un relámpago rompe la oscuridad. Entre la lluvia le parece ver un caballo. Con el corazón agitado se acerca al animal: es el “Negro”. También vislumbra, un poco más allá, una figura humana tirada cerca de la montaña. Hundiéndose en el lodo camina lo más deprisa que puede. Se arrodilla en la tierra y lo ve: es Lorenzo. Le palpa el pecho que late débilmente. Alza su cabeza y lo llama. El muchacho parpadea un poco, al lado de su mano encuentra el revolver recién disparado. Mira hacia los lados y ve una serpiente muerta de un disparo.
–¡Lorenzo!, ¡óyeme! Soy Jacinto. Tengo que sacarte de aquí. El muchacho abre un poco los ojos y los vuelve a cerrar. Sin pensarlo más lo toma en brazos, camina hacia el “Negro” y lo sube a su lomo.
–Agua, agua, –pide Lorenzo. El sargento toma su cantimplora, le levanta la cabeza y se la pone en la boca. En medio de una gran tormenta llegan al cuartel. El sargento lo lleva en brazos y lo acuesta en su catre sin que pare de temblar. Le cambian las empapadas ropas y tratan de que tome un poco de caldo caliente. Lorenzo toma un poco con los ojos cerrados casi sin darse cuenta. Llaman a Odilón, que hace las veces de enfermero, para que lo revise.
–A mi parecer la herida del hombro está infectada y el muchacho muy débil. Mire, yo conozco un curandero que sabe mucho de hierbas curativas. Si quiere voy mañana por él.
–Sí, ¡Ve mañana lo más pronto posible!, y tráeme otro caldo caliente.
El enfermero llega a media mañana del día siguiente acompañado por una persona joven que lleva, colgando de su hombro, una bolsa de manta.
–Mi sargento, este es el hijo del curandero del que le hablé, su padre no estaba, pero este joven dice que él también sabe curar. Jacinto observa atentamente al recién llegado: de diecisiete o dieciocho años: lampiño, delgado, sus lacios cabellos negros resbalándose por sus mejillas. Su limpia mirada, sagaz y profunda le inspira confianza. El curandero se acerca al enfermo, levanta sus párpados y observa sus ojos por un rato, luego destapa la herida.
–La herida no es muy profunda, pero está muy abierta y hay que sanarla. Tardará un largo tiempo en curarse, tiene que quedarse acostado y alimentarse bien para recuperarse. Le pondré unas hojas y raíces machacadas con poderes curativos que le ayudarán a cerrar la herida. El muchacho es joven y fuerte, saldrá adelante.
Un poco más tranquilo, Jacinto sale a buscar al cabo de guardia. No lo encuentra por ningún lado.
Pasan varias semanas antes de que la fiebre remita y la herida cicatrice. Lorenzo da cortos paseos por la orilla del río. La ribera aparece ante sus ojos como un tapiz de hermosas plantas: orquídeas increíblemente bellas, helechos, cactus y varios tipos de hongos. Unos los conoce porque su madre los preparaba, también sabe cuáles son los venenosos y mortales. Otros le son desconocidos. Recuerda los consejos de su abuela: cuando no los conozcas, toma un trocito muy pequeño y mastícalo despacio. Espera unas horas, si no sientes ningún malestar, prueba con un trozo un poco más grande. Se decide a tomar uno y mastica un trocito, le sabe amargo, pero su frescura llega agradarle. Después de un rato empieza a sentirse contento, con cierta euforia. Se ríe sin motivo; mastica otros dos trozos algo más grandes. La euforia llega nuevamente, se mueve de aquí para allá, bailando con una sensación placentera. Poco a poco se apacigua y empieza a sentir cierta somnolencia. Se acuesta, y con los ojos cerrados ve un cuerpo envuelto en un sarape, listo para ser enterrado. Oye llantos, lamentos y cantos fúnebres. Presiente que lo que ha visto es una señal: alguno de los míos se murió. Asustado se levanta, regresa al cuartel y busca al sargento.
–Mi sargento, quiero regresar a mi casa. Un sueño me está diciendo que alguien en mi casa se murió. Vi un entierro en mi familia. Siento temor por mi madre.
–Los sueños no tienen que ser ciertos, no estés preocupado, pero tú aquí eres libre, si te sientes bien puedes irte, te voy a prestar mi pistola. Me contaste que ya tu padre te disparó una vez.
–Sí, ya pensé en eso, no me importa, quiero saber si mi madre está bien.
–Vete con cuidado y regresa tan pronto puedas, yo también quiero saber si Martina está bien.
Lorenzo sale a galope, lleva su diestra constantemente hacia el arma, para asegurarse que aún está allí. Su mirada y oídos atentos a cualquier ruido, a cualquier movimiento. Por fin ve su casa. Se acerca y oye un ruido. Un hombre armado abre la puerta.
–¡Apolonio! ¿Qué haces aquí? –pregunta Lorenzo al ver al marido de su hermana.
– ¿Qué haces tú aquí?, esta es ahora mi casa. Eulalio se murió. Tu madre se fue con tu abuela.
–¿Mi padre murió? Y ustedes, ¡corrieron a mi madre de su casa cuando se quedó sola y no tenía quién la defendiera! ¡Bandidos! ¡Esto no se va a quedar así! ¡Buscaré a mi madre y volveré!
El muchacho cabalga nuevamente hasta que vislumbra el pequeño jacal de sus abuelos con techo de ramas y hojas de platanar. Arde en deseos de ver a su madre y saber que está bien. Golpea la puerta y llama dando voces: “¡Tääkj!, ¡täähj¡” (“¡Madre!, ¡madre!”).
–Lorenzo, ¿eres tú? –escucha el muchacho atrás de la puerta–, “Unk” (“hijo”). Los dioses me escucharon, te trajeron a mí. Entra, que empieza a llover.
–Yo voy a cuidarla siempre, trabajaré para usted y se repondrá –le dice abrazándola al verla pálida y desmejorada. –¡Recuperaremos las tierras y la casa que le quitaron!
–¿Dónde estuviste, hijo?, ¿dónde fuiste a parar? Tuve miedo de no verte más.
–Llegué a un cuartel del ejército, pero tuve suerte. Encontré a un sargento mixe, de acá de nuestro pueblo, que me cuidó. Se llama Jacinto, es hijo de María, la que fabrica cerámica.
–¿Estuviste con Jacinto? –pregunta la madre asombrada.
–Sí, y si no es por él no estaría vivo. Debo de regresar allá. Mi sargento me pidió que le cuente si la encontré a usted bien.
Dos días después de la marcha de Lorenzo, Jacinto recibe órdenes de sus superiores. Las fuerzas del movimiento de la “Soberanía” se reunirán en Ocotlán para detener el avance de la División 21. Se sumarán casi quinientos hombres comandados por quince generales. El comunicado dice: “La hora del enfrentamiento militar ha llegado. Es el momento de demostrar de lo que somos capaces.”
Antes de que fuera decretada la “Soberanía”, el gobierno de Dávila ya contaba con contingentes militares encuadrados en las llamadas: “Fuerzas Defensoras del Estado”. Las fuerzas a su mando tenían el deber de resguardar la vía del Ferrocarril Mexicano del Sur, en las estaciones limítrofes con el estado de Puebla y coordinar las tareas de “Seguridad Pública” en la capital de Oaxaca. Debía mandar un contingente de diez hombres armados a cuidar las vías. Antes de salir, habló a sus hombres con la voz llena de emoción: “La hora de la verdad ha llegado. Es la hora de demostrar nuestra hombría. ¡Vamos a darles! ¡A no dejar un carrancista vivo! ¡Defenderemos la Soberanía de Oaxaca!”
Estando a punto de salir el sargento y sus hombres, llega Lorenzo a todo galope. Al ver todo aquel movimiento salta del caballo y se planta ante Jacinto.
–¡Sargento, si salen a pelear quiero ir con ustedes!
–¡No, de ninguna manera! No tienes la edad ni la preparación, ¡espéranos aquí o regresa a tu casa!
Cuando llegaron a Ocotlán, la descarga de la fusilería los ensordecía.
–La contienda ya empezó. ¡Vamos allá!, los anima Jacinto adelantándose el primero.
Los caballos se estremecen, las balas empiezan a abatirlos, algunos caen doblando las rodillas, un soldado, a su lado, impactado en el pecho, cae de su montura rodando por el suelo. Otra descarga y un cabo se va de espaldas sin una queja. Los soldados empiezan a retroceder.
–Se nos acaban las balas, gritan tomando las granadas de mano. El sargento mira hacia adelante. Los de la División 21 tienen ametralladoras y cañones. Su armamento no es comparable. Se tira al suelo disparando su fusil, animando a sus soldados, aunque sabe que aquella batalla está perdida.
Después de unas horas de combate, no pudiendo resistir más, empieza la retirada. La evacuación es posible gracias a que la línea del ferrocarril está resguardada. Al intentar llegar a él, Jacinto siente que algo le quema la espalda y cae al suelo.
Tres días después, abre los ojos. Cree estar soñando que está de regreso en el cuartel. No puede ser más que eso. Él sintió en la espalda un golpe caliente, como un disparo. Vuelve a cerrar los ojos. Sí, le duele la espalda, entonces… los abre nuevamente y pone atención a lo que tiene delante. La penetrante mirada del muchacho observa cómo parpadean sus verdes ojos.
–¡Lorenzo! ¿Estamos en el cuartel?
Sí, mi sargento, yo lo seguí a cierta distancia. Esperé escondido, no’más oía disparos y cañonazos, después, nuestros soldados salían corriendo, entonces lo vi caer. Un soldado me ayudó a subirlo a un caballo que andaba solo. Yo lo jalé hasta aquí montado en mi “Negro”. Busqué al curandero que me curó a mí, parece que hizo un buen trabajo.
–¡Hijo, me salvaste la vida!
Lorenzo lo mira abriendo mucho los ojos.
–Sí, hijo, yo soy tu padre.