“Las órdenes eran rendidos sin condición o batidos”

“Las órdenes eran rendidos sin condición o batidos”

Iván Lópezgallo
Colegio Iberoamericano de Ciencias y Artes

En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 66 

Tras la caída de Querétaro el 15 de mayo de 1867, algunos señalaron que el triunfo republicano fue resultado de la traición del coronel Miguel López, compadre del emperador Maximiliano. Dos décadas después, el general Mariano Escobedo, jefe de las fuerzas que tomaron la ciudad, concedió una entrevista a El Diario del Hogar en la que rechazó las acusaciones y narró la conversación que sostuvo con el coronel.

A fines de 1890, El Diario del Hogar lanzó una convocatoria para que sus lectores eligieran al “general más ameritado y valiente”, sin importar que perteneciera al bando liberal o conservador. La votación se llevó a cabo entre el 12 de octubre y el 26 de diciembre de ese año, periodo en el que Porfirio Díaz ejercía con firmeza la presidencia de México, cargo al que llegó defendiendo la no reelección. Pudiera pensarse que el certamen pudo ser visto como un mero trámite para ensalzar la figura de quien en ese momento llevaba diez años gobernando al país. El “resumen definitivo de la votación” ‒elaborado el 25 de diciembre‒ le atribuyó 4 399 votos a Díaz, con los que superó ampliamente los 1 512 de Miguel Negrete, pero quedó muy lejos de los 7 225 sufragios que obtuvo el vencedor, Mariano Escobedo.

Originario de Galeana, Nuevo León, donde nació el 16 de enero de 1826, Escobedo tuvo una infancia desahogada, económicamente hablando, y en su juventud se dedicó a las labores del campo; pero en 1846 se alistó para combatir la invasión estadunidense, peleando en Monterrey y la Angostura, entre otras acciones. Años después luchó contra los “indios bárbaros”, defendió al gobierno liberal en la guerra de reforma y tuvo un papel fundamental en la resistencia y el triunfo de la república contra el imperio, ya que comandó a las fuerzas que en mayo de 1867 hicieron prisionero a Maximiliano en Querétaro. Fue también protagonista de una polémica que giró en torno a la caída de esa ciudad, ya que muchos la atribuyen a la traición del coronel Miguel López, compadre de Maximiliano.

En 1887, el periodista Ángel Pola, pionero de las entrevistas en nuestro país, habló de este y otros temas con Escobedo, a quien describió como un hombre:

alto, flaco, huesoso […] color moreno, rastro oval, frente amplia y surcada en distintos sentidos de arrugas impresas por el carácter de su profesión, cejas poco pobladas y ligeramente curvas, ojos de mirada revelando a la vez que la dulzura, la energía, nariz afilada y recta, los surcos naso-labiales marcados por la edad, barba cana, bastante espesa y dividida en el mentón en dos porciones elegantes terminadas en punta, labios delgados y el superior cubierto por un poblado bigote, orejas levantadas de muy amplio pabellón.

Presentamos aquí lo que consideramos la parte más importante de la conversación que Pola sostuvo con el general Mariano Escobedo, publicada por El Diario del Hogar el domingo 15 de mayo de 1887.

La mañana que estuve en su hacienda La Laguna [escribió Pola], al estar los caballos ensillados en el patio, esperándonos para salir a paseo, me dijo [Escobedo]:

‒Monte usted ese colorado que es manso.

Y puso su pie derecho en el estribo de un brioso melado que evadía la subida girando alrededor del mayordomo que lo tenía del ronzal.

Me enseñó sus rastrojos, cultivos de trigo y cebada, agostaderos, represas, mozos, ganados y graneros. En un recodo del casco de la hacienda que tiene salida en la llanura y hay un abrevadero, nos paramos a ver llegar de los pastos el ganado en partidas. A medida que satisfacían su sed se internaban en los sitios de las casas de dos en dos.

La hacienda tiene una organización beneficiosa para los pobres: está dividida en pedazos de terreno que son cultivados por los baldíos. En la cosecha van a medias con el amo, que les da un par de bueyes, granos de siembra e instrumentos de labranza. Quinientos habitantes tiene la Laguna, todos dedicados a la agricultura y de reconocida honradez. Un solo ladrón no tiene hogar allí; el que se comporta mal es arrojado inmediatamente con la execración general. La instrucción pública es obligatoria sin que nadie por ella desembolse un centavo. El que cae en cama es medicinado a costas del patrón. Al pasar el general nadie hay que no le salude con respeto a gran distancia con el sombrero en la mano. Hijos, llama a los habitadores y lo quieren como a un verdadero padre. Reina la más completa seguridad y se consideran todos miembros de una misma familia. Por eso dice satisfecho con sobrada razón a sus amigos:

‒Vivo contento y feliz en mi retiro.

De vuelta a la casa me introdujo en su pieza de trabajo. La única ventana que le da luz cae a un jardín que cultiva él mismo diariamente con empeño por vía de ejercicio. Está arreglada con mucha pobreza: ni el cedro, ni la caoba, ni el terciopelo, ni nada lujoso ostenta. La extremada sencillez le da mérito. Tiene por tapiz declaraciones de benemérito de Estado, nombramientos de hijo distinguido de pueblos, diplomas honoríficos, cuadros de felicitaciones, medallas quitadas a los franceses de la intervención, mapas, despachos, condecoraciones, retratos de Hidalgo, Juárez, Zaragoza, Lerdo de Tejada y Maximiliano. El del infortunado Archiduque tiene al respaldo esta dedicatoria con su última firma:

Al Señor General Mariano Escobedo.

18 de Junio de 1867.

Maximiliano.

Sigue a la piecesita un retrete, ornado con una panoplia: armas de siglos pasados, uno de los fusiles con que fue fusilado Maximiliano, otro que sirvió para dar igual fin a Mejía, el par de pistolas de este jefe, que ya en capilla, en carta las obsequió, dos espadas de puño de oro y dos bastones de mango de oro y pedrería, obsequiados por ciudades agradecidas, carabinas y revólveres históricos. Tiene guardada en precioso estuche una de las onzas de oro de a veinte pesos que Maximiliano repartió el 19 de junio a los soldados que iban a fusilarlo.

Memorias se titula una obra a que da la última mano, que trasformará en mucho la hoy dicha Historia de México de las que están concluidas las narraciones desde el año 1847 hasta 1872. Los hechos están comprobados por documentos innegables que harán luz sobre la vida pública de muchas personalidades contemporáneas.

Rectificaciones a las Memorias de Miramón se llamará otra que tiene en preparación.

En su retiro estudia, escribe y no se ocupa de política más que para la posteridad.

Después de ver tanto recuerdo histórico, fuimos a platicar a espaldas de la casa. A nuestra vista, a occidente, teníamos una extensa explanada. Nuestras sillas estaban pegadas a la pared. En medio de un silencio apacible, platicamos del camino escabroso de la vida militar, de las luchas de partido, de los días en que Juárez y Lerdo estaban en su zenit político, de los combates librados en defensa de las libertades públicas, del 5 de mayo, de la toma de Querétaro, donde vivía el imperio con su condición sine qua non, donde estaba encerrado con su vida, con su alma: Maximiliano. Esa jornada decidió de los destinos futuros de la República, de la segunda independencia, y debe ser memorable la fecha porque entonces se enterraron para siempre en el polvo, los hombres y las armas de la monarquía. México dio ejemplo de heroísmo a la Francia, dándole una lección de que no impunemente se pueden violar las garantías internacionales. La toma de Querétaro influyó hasta en la situación política europea y la hizo cambiar de rumbo. El imperio estaba en Querétaro sólidamente fortificado y tomar aquella plaza era darle el tiro de gracia.

Se ha dicho que la plaza fue vendida, que fue entregada en manos de las fuerzas republicanas por traición de un íntimo del emperador. Esta versión ha sido explotada por el partido conservador que en su afán de calumniar no ha perdonado ni a los suyos. En la veracidad del hecho los historiadores están divididos, muchos hay que lo niegan, los jefes liberales lo consideran una calumnia, el público piensa de dos modos distintos, la prensa está dudosa. Una voz autorizada, competente, capaz de decir la verdad y únicamente la verdad, cuyo dicho llenará esa página de la historia, faltaba que hablara y acaba de hablar. Escobedo no es comprador de la plaza de Querétaro: es vencedor y vencedor honrado y sin tacha. La tomó poniendo en peligro su vida y la de sus soldados, sin contar para nada con la mano mercenaria y vil de la traición. La tomó, porque en el reloj de los destinos de la humanidad había sonado la hora de la expiación para los que vendieron a su patria. En vano fueron los triduos, las rogativas, las maceraciones acéticas de los bonzos del Vaticano implorando la ayuda de Dios para confundir a los salvadores de la patria. En vano fueron las limosnas recogidas de puerta en puerta por los legos y los fanáticos, buscando con esto la complicidad y una manifestación más elocuente, según ellos, ante los ojos de Dios para que subsistiera el Imperio. Dios no quiso complacerlos, y Querétaro sucumbió. Los sitiados carecían de pertrechos de boca y guerra. La moral los había abandonado y el pánico cundía de una manera prodigiosa.

Anochecía. Un ejército de estrellas venía en el cielo por occidente, precediendo a la diosa de la quietud; la conversación recayó sobre la toma de Querétaro. Instado por mis preguntas el prestigioso soldado de la República con tono grave y autorizado me reveló la verdad, la única verdad sobre la toma de Querétaro.

‒Señor general ¿hubo alguien que lo ofreciera la plaza?

‒El 10 de mayo un sargento Engle mandó pedirme permiso por conducto de una mujer para hablarme en Calleja. En la noche se desprendió del punto intermedio entre San Francisquito y la Cruz, y me ofreció entregarme el punto indicado sin más condición que darle lo necesario para volver a su país. Le ofrecí lo que deseaba a condición de que volviese a su punto, hasta entretanto se dispusiera lo conveniente.

‒¿Fue esa, señor general, la única proposición que usted recibió?

‒El día 12 recibí de San Francisquito proposiciones del jefe del punto, sargento Miguel Colich, para pasarse sin más condiciones que garantizarles la vida. Contesté accediendo a lo que deseaba y diciéndole que esperara. Cualesquiera de los puntos indicados habría sido bastante para ocupar a Querétaro, dejando aisladas la Cruz y las Campanas; pero pesaba en mi ánimo el ocupar por asalto la ciudad, porque si yo tenía 10 000 hombres perfectamente armados, organizados y disciplinados, capaces de todo, 15 000 habían estado presentándose en pequeñas fracciones que ni su organización ni su disciplina daban bastantes garantías para que al tomar una plaza por asalto, como la de Querétaro, no quedara la población reducida a la más absoluta destrucción. Esto me hacía esperar que el enemigo o intentara abrirse paso por la condición a que había llegado o se rindiera, y en ambos casos habría salvado a una ciudad de males terribles que pesarían exclusivamente sobre el general en jefe.

‒¿Y la entrevista que tuvo con usted el coronel Miguel López?

‒El día 14 se había recibido aviso de que en la noche se intentaría una salida por San Gregorio y recorriendo yo la línea de oriente de la plaza, un ayudante del coronel Julio Cervantes daba parte de que un jefe de la plaza deseaba hablarme. Lo recibí en la casa del Sr. Cervantes, siendo el que deseaba hablarme el coronel D. Miguel López, quien me manifestó que el emperador deseando evitar el derramamiento de sangre había renunciado a la corona y que ofrecía, bajo su palabra de honor, no volver al país por ningún motivo; que esperaba le permitiera salir de la plaza con algunos jefes y escoltado por un escuadrón de la Emperatriz hasta las inmediaciones de Tuxpan, donde se embarcaría.

Por toda contestación signifiqué a López que las órdenes de mi gobierno eran o rendidos sin condición o batidos. Continuó instándome sobre la conveniencia de que no se obligara a la guarnición a romper el sitio y salir, porque esto haría que se prorrogara la guerra del país de una manera indefinida, y que en nombre de la paz y por el archiduque, por quien cualquier sacrificio que hiciera lo consideraría pequeño, esperaba obrara con alguna magnanimidad sin obligarlos a salir de la plaza por un ataque brusco que quizá costaría mucha sangre. En contestación signifiqué a López que ya conocía de lo que eran capaces mis fuerzas; que deseaba la salida, porque esto haría que nuestro triunfo fuera completo y sin que sufriera la población; que carecían en la plaza de toda clase de elementos; que la desmoralización era absoluta y que podrían traerle si deseaba a los jefes Paz y Puente y teniente coronel Ontiveros que acababan de pasarse. Con esto quedó terminada nuestra conferencia, en la que volviendo a instar López hiciera cuanto me fuera posible por darle garantías al archiduque, que no me pesaría, con algún disgusto le signifiqué que suspendiera de hablarme y me dijera qué lo autorizaba para venir a tomar el nombre del archiduque como su comisionado secreto. A esto me contestó que no traía más que la copia de su despacho y una carta que me presentó, y en la que le hablaba el archiduque como a persona de su mayor confianza. Pasado esto hice que lo volvieran a su línea con las formalidades de estilo.

‒Señor general, ¿le pidió algo más el coronel López?

‒Ni ascensos, ni garantías, ni dinero. Todo lo que me pidió era para el emperador, y sólo para el emperador.

‒¿Cómo, pues, se dice que entregó la plaza, que traicionó a Maximiliano?

‒Tuve la creencia de que López hubiera salido a hablar conmigo por autorización del archiduque, y esta se corroboró cuando el 17 de mayo hablando conmigo el archiduque, en mi tienda de campaña de La Purísima, al significarle que algunas personas habían pedido permiso para hablarle, y que entre estas, el coronel López; y que si no se les había dado permiso era porque se esperaba preguntarle, si deseaba recibirlas, me contestó que no tenía inconveniente en recibir algunas personas, suplicándome permitiera al coronel López que lo viera. Signifiqué que muy especialmente me refería a López a quien no sabía si quería recibir por algunas versiones que había en la plaza respecto de su lealtad a su persona. Me contestó sólo: “A mí el coronel López no me ha faltado”. Y las mismas palabras que López me dijo la noche del catorce, me las repitió el emperador en el cerro de las Campanas.

‒¿Es cierto general, que tuvo usted amistad con Mejía?

‒Es exacto, pues aunque pertenecimos a distintos partidos, el año 60 dos veces derroté a fuerzas del general Mejía, haciéndoles un fuerte número de prisioneros, que puse en libertad sin condición ninguna. En un combate fui derrotado y hecho prisionero por el antes dicho general; y no obstante el empeño que tenía Márquez y otros jefes en que se me fusilara, Mejía y los serranos se opusieron, hasta salvarme. Por esto, más tarde, en los dos sitios que puse a Matamoros, antes de principiar mis operaciones, intimaba la rendición de la plaza y salía Mejía a hablar conmigo y no pudiendo nunca estar de acuerdo nos separábamos, abrazándonos para batirnos. En Querétaro tanto al archiduque como al general Castillo y demás jefes los traté con caballerosidad, y de una manera especial a Mejía, y estuve dispuesto a hacer cuanto fuera posible en su obsequio. El 17 de mayo una persona de mi familia pasó a hablar con el general Mejía a ofrecerle cuanto pudiera necesitar. Mejía contestó que de pronto nada necesitaba y que correría la suerte del emperador. El 18 fui personalmente a hacerle una visita y le signifiqué mi deseo para que fuera a San Luis a presentarse al gobierno, con la seguridad de que sería tratado de la manera más caballerosa. Por toda contestación me dijo:

‒El emperador, ¿Qué suerte correrá?

‒Espero ‒le contesté‒ de un momento a otro órdenes del gobierno y creo que estas no serán benignas para los jefes superiores.

‒Estoy resuelto a seguir la suerte del emperador.

‒Quizás en este momento por el telégrafo se me den órdenes que, por severas que sean, tenga que cumplirlas. Como hasta ahora no las recibo, obraré como crea conveniente. Estoy en disposición de salvar a usted sin condición ninguna; pero usted no debe ponérmelas a mí.

Me paré, hizo otro tanto el general Mejía y me estrechó la mano entre las dos suyas.

‒Debo ‒me dijo‒ atenciones y confianza al emperador, y correré su suerte.