La casa negra

La casa negra

Diego Covarrubias

Revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 60

La oferta de trabajo me llegó a través de la Asociación de Restauradores de Casas Antiguas, asociación sin fines de lucro que lucra restaurando casas antiguas. Suelo negarme a estas invitaciones, no porque no me interesen, sino porque mi tiempo no tiene sobrantes, dividido entre la academia y Elvira, mi demandante y amorosa esposa. Pero esta vez dije que sí, porque la casa a restaurar era la famosa Casa Negra, casona edificada en la colonia Roma de la ciudad de México, y porque, además, necesitaba unas vacaciones sabáticas para descansar de la rigurosa academia y, sobre todo, para descansar de Elvira, mi sofocante y quejumbrosa esposa. Hoy, después de lo que acaba de pasar, me doy cuenta que esta decisión fue un error. Debí decir que no, o por lo menos, informarme mejor del tipo de asignatura en que me estaba metiendo. Pero la jactancia pudo más que la prudencia, y me engañé a mi mismo pensando en unos méritos que en realidad no tengo, sin saber que ninguno de mis colegas había aceptado el encargo, y yo era “el único que quedaba”. Ahora, me siento obligado a dejar este testimonio, para que lo que me acaba de pasar no le pase a nadie más. Si mi mano tiembla más de lo normal al escribirlo, o si mi memoria cae en el olvido por espanto, les pido paciencia y comprensión, no es fácil asimilar el terror que acabo de vivir, y que todavía recorre mi cuerpo como un escalofrío sísmico.

Antes de proseguir con mi relato es conveniente hacer un poco de historia. Los orígenes de la colonia Roma se remontan a principios del siglo xx, cuando Pedro Lascuráin, político y hombre de alta sociedad (fifí a todas luces), adquirió unas parcelas de tierra que en ese entonces estaban ocupadas por potreros y por casuchas habitadas por albañiles y mendigos. Esa zona del valle de México se llamaba Romita, y era un sitio alejado del ajetreo del centro histórico de la ciudad, saturado de palacios, iglesias y vecindades. La idea de don Pedro era construir un barrio para que la clase alta pudiera disfrutar de los adelantos urbanísticos y arquitectónicos de la época. Se pavimentaron las calles, se hicieron avenidas de doble carril y se tendió una red eléctrica para contar con alumbrado público, todo siguiendo el rastro de París, luz de luces al final del porfiriato.

Más de un siglo después, aquel suburbio alejado del centro ha sido devorado por la voraz mancha urbana de la insaciable ciudad de México y ha tenido, como todo, sus altas y sus bajas. Hoy, las antiguas casas porfirianas que proliferaron a principios del siglo pasado, son vistas como reliquias que deben restaurarse y conservarse en forma de galerías de arte, restaurantes, librerías, o modernos lofts. Una de estas antiguas casonas es la famosa Casa Negra construida en 1906 y que todavía se levanta, maltrecha y maldita, en la esquina de las calles Insurgentes y Álvaro Obregón. Poco se sabe de lo que pasó en este inmueble entre el año de su edificación y 1935, lo más fácil es suponer que fue habitada por familias acomodadas que habían sobrevivido al volátil México postrevolucionario. El caso es que, en 1935, la Casa Negra era un hospital informal donde se atendía a enfermos de tifoidea, una enfermedad que, aunque ya era curable, seguía siendo considerada una epidemia peligrosa de fácil propagación. Justo en ese año hubo un incremento en el número de casos, lo que llevó a que algunos grupos religiosos creyeran que más que una epidemia, la enfermedad era una especie de posesión demoniaca colectiva, o un castigo de Dios, resentido por la reciente guerra cristera. Con esta certeza instalada en sus mentes, decidieron que lo procedente era atrancar las puertas de la casa-hospital y prenderle fuego, con enfermos y doctores adentro. Todos murieron: algunos quemados y otros asfixiados por el denso humo.

Después de un tiempo, los dueños de la casa pudieron salvar lo que quedaba de la estructura y vendieron la propiedad a una familia de rancio abolengo apellidada Mondragón. Un mes después de mudarse, todos los integrantes de esta familia, el padre, la madre y los tres hijos, amanecieron muertos en sus camas, sin que se conocieran las causas. Murieron intestados y, como nadie reclamó la herencia, la casa pasó a ser propiedad del gobierno y quedó en el olvido, hasta que algún funcionario menor del gobierno de la ciudad decidió que era momento de restaurarla. Esta es la historia oficial de la casona.

Por supuesto que hay una historia paralela, que tiene más de leyenda que de historia. Tiene que ver con los fantasmas que la habitan, con el ambiente sobrenatural al interior de la misma, con las temperaturas congelantes que se sienten en las noches, sin importar la época del año, con las puertas que se abren y se cierran sin que el viento las empuje, con los extraños ruidos que se escuchan y que se convierten en voces y gritos de dolor, con los objetos que flotan en las habitaciones, con las manos invisibles que tocan, jalonean y pellizcan a quien entra a la casa. Esta historia no está escrita en ninguna parte, pero se mueve en el tiempo como en un río de rumores, cuyo caudal aumenta con el paso de los años.

Soy un hombre pragmático; me importa más la historia que cualquier tipo de leyenda. El hecho de que un grupo de fanáticos religiosos recién egresados de una revolución sangrienta y confusa hayan incendiado una casa con enfermos de tifoidea por considerarlos poseídos por el diablo, no me parece descabellado. Pertenece a la misma estirpe de las barbaries que ocurren hoy en día, en las que sicarios de un cártel de narcotraficantes decapitan, desmiembran y diluyen en ácido a sicarios de otro cártel enemigo. Que una familia amanezca muerta en una casa tampoco tiene nada de extraordinario; pudieron haber ingerido algún veneno en la comida, o inhalado un gas venenoso mientras dormían. Ambas circunstancias podrían pasar hoy en día y sería algo lamentable, pero no diabólico. Lo real, lo único real, es que a mí me habían contratado para restaurar la famosa Casa Negra de la colonia Roma y era una tarea que pensaba hacer con dedicación, con entusiasmo, y con profesionalismo. Con muchas ideas revoloteando en mi cabeza, abordé el avión que me transportaría desde Cancún a la ciudad de México y me instalé en el Hotel Marbella, ubicado en la calle de Frontera, a escasa distancia de la famosa casona.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, estaba parado frente a la entrada de la Casa Negra. Tal y como me habían dicho, su aspecto por fuera era lúgubre; los muros ennegrecidos y cubiertos de grafiti, las ventanas sin vidrios o con vidrios rotos, y tapiadas con gruesas vigas de madera. Los ornamentos de la fachada erosionados por tantos años y por tantas tragedias. La puerta de la reja era puro óxido, y al abrirla, casi se desmoronó como un castillo de arena. El pequeño jardín frontal, descuidado y sucio. Metí la llave en la cerradura y la puerta principal crujió, emitiendo un sonido parecido al que hacen las ratas cuando huyen o cuando van a atacar. La casa exhaló un olor similar al que tienen los animales muertos al tercer día. La luz de la mañana entró tímidamente por la puerta, y dibujó un rectángulo amarillo sobre piso. Más allá de este pequeño fragmento de luz, el resto de la casa permaneció oscura. Respiré profundamente y entré.

El piso de madera rota crujía de dolor a cada paso. Iluminé con una linterna el interior de la casa. El amplio vestíbulo se iba oscureciendo a medida que mi mirada hurgaba en sus profundidades. El techo, de doble altura, era invisible. Justo enfrente, divisé un amplio ventanal y me dirigí hacía él para quitar las tablas de madera y permitir la entrada de más luz. Al tercer paso, sentí unos pequeños filamentos rozar mi cara, e inmediatamente se me erizaron los pelos de la nuca y un fuerte escalofrío recorrió mi piel. Unos pequeños ruidos, que supuse eran de ratones no acostumbrados a la presencia humana, invadieron el silencio. En la difusa penumbra, los muebles, cubiertos de sábanas blancas adquirieron aspecto fantasmagórico. Otro paso, y más filamentos rozaron mi cara. Intenté quitarlos, pero lo único que logré fue sentirlos en el resto de mi cuerpo; en mi pelo, en mis brazos, en mi cuello. Dirigí la luz a mi alrededor y alcancé a distinguir pequeñas sombras moviéndose con rapidez sobre la superficie de los muros, buscando un refugio detrás de los cuadros, entre los muebles, en las profundas grietas, que, como heridas de muerte, cruzaban las paredes. Calculé que me faltaban tres metros para llegar a la ventana, pero no me atreví a seguir adelante. Me di la vuelta, y lo más rápido que pude atravesé la puerta, el jardín, la reja y regresé a la seguridad de la avenida de los Insurgentes, donde estuve a punto de ser atropellado por un taxi que cruzaba la calle a gran velocidad. Corriendo, regresé al hotel.

En la carta que en este momento estoy redactando y que va dirigida a la Asociación de Restauradores de Casas Antiguas, explico a detalle los motivos de mi renuncia. Les digo que soy perfectamente capaz de soportar la oscuridad, los malos olores, los crujidos de las puertas y del piso, las fantasmales siluetas de los muebles, los ratones, las leyendas de posesiones diabólicas y de asesinatos colectivos. No soy un hombre valiente, pero soy pragmático, y mientras haya una explicación plausible de cualquier fenómeno, yo me siento tranquilo. Pero sufro de una intensa aracnofobia y, si no me aseguran que van a quitar todas las telarañas del vestíbulo que como filamentos misteriosos rozaron mi cuerpo, y que van a exterminar las arañas que como pequeñas sombras vi corriendo sobre las paredes, metiéndose detrás de los cuadros, entre los muebles o refugiándose entre las grietas que cruzan los muros, me declaro totalmente incapaz de llevar a cabo mi trabajo y me veo obligado, muy en contra de mi voluntad, a presentar mi renuncia y regresar a los amorosos y sofocantes brazos de Elvira, mi esposa.

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