En revista BiCentenario. El ayer y hoy de México, núm. 66
Darío Fritz
La descripción de Guillermo Prieto tuvo la sabiduría de la precisión. Alto, delgado hasta extralimitarse de flaco, piel amarilla, ojos hundidos, actitud doliente. Un obrero estimable de la ciencia definía el escritor al hombre de la imagen. Como científico, se daba lugar a ciertos deslices extravagantes: llegaba a sus clases de química envuelto en una larga capa española de cuello de nutria, que lo hacían ver como una figura austera y grave, sobre su cuerpo encorvado. Si a esto le adicionamos accesos de tos “prolongados y fatigosos”, según un exalumno, que le congestionaban el rostro y “sacudían cruelmente el organismo”, hallamos a un hombre de fragilidades físicas pero que no le coartarían la prolífica vida como científico, académico, funcionario —participó en planeación educativa, fue inspector y regidor del Ayuntamiento de la ciudad de México— y hasta empresario exitoso —tuvo tres boticas y fábricas de ácido sulfúrico y productos químicos.
Considerado el químico mexicano imprescindible del siglo xix, con títulos de cirujano y farmacéutico, y diplomado en medicina, fue un adelantado en aplicar la química a la medicina, la farmacia y la agricultura, cuando sólo se la utilizaba en la explotación minera; impulsó la hidroterapia en la medicina; descubrió el ácido pipitzoico —un purgante que también se empleaba para colorear fibras— como parte de sus estudios en plantas, animales y minerales; y autor entre su fecundo legado de libros, artículos, proyectos y estudios, del primer tratado en la ciencia a la que dedicó más de medio siglo de vida, denominado: Introducción al estudio de la química (1850). Este texto fue su contribución ante “la mala organización de la enseñanza de la ciencia exacta”, escribió allí, dada su necesidad como “recurso de la educación”. No le interesaba únicamente explicar la ciencia, sino cómo hacerla entendible.
De ser cierto, aquello de que científicos y artistas confluyen en idénticas metas: comprender el mundo, derribar prejuicios, hacernos libres, Leopoldo Río de la Loza lo llevó a cabo con paciente humildad y tenacidad absorbente. Antes de morir en 1876 —sus biógrafos relacionan el fallecimiento con la tos permanente adquirida a los once años durante el estallido de una fábrica de químicos de su padre—, dejó por escrito su voluntad que explica a un hombre notable: ser sepultado en la más sencilla de las ceremonias, en secreto y cubierto únicamente por aquella capa que llevó por décadas en las aulas.